Parte segunda




- I -


Maximiliano Rubín



- I -


La venerable tienda de tirador de oro que desde inmemorial tiempo estuvo en los soportales de

Platerías, entre las calles de la Caza y San Felipe Neri, desapareció, si no estoy equivocado, en los

primeros días de la revolución del . En una misma fecha cayeron, pues, dos cosas seculares, el

trono aquel y la tienda aquella, que si no era tan antigua como la Monarquía española, éralo más que

los Borbones, pues su fundación databa de , como lo decía un letrero muy mal pintado en la

anaquelería. Dicho establecimiento sólo tenía una puerta, y encima de ella este breve rótulo: Rubín.


Federico Ruiz, que tuvo años ha la manía de escribir artículos sobre los Oscuros pero indudables

vestigios de la raza israelita en la moderna España (con los cuales artículos le hicieron un

folletito los editores de la Revista que los publicó gratis), sostenía que el apellido de Rubín era

judío y fue usado por algunos conversos que permanecieron aquí después de la expulsión. "En la calle

de Milaneses, en la de Mesón de Paños y en Platerías se albergaban diferentes familias de

ex-deicidas, cuyos últimos vástagos han llegado hasta nosotros, ya sin carácter fisonómico ni

etnográfico". Así lo decía el fecundo publicista, y dedicaba medio artículo a demostrar que el

verdadero apellido de los Rubín era Rubén. Como nadie le contradecía, dábase él a probar cuanto le

daba la gana, con esa buena fe y ese honrado entusiasmo que ponen algunos sabios del día en ciertos

trabajos de erudición que el público no lee y que los editores no pagan. Bastante hacen con

publicarlos. No quisiera equivocarme; pero me parece que todo aquel judaísmo de mi amigo era pura

fluxión de su acatarrado cerebro, el cual eliminaba aquellas enfadosas materias como otras muchas,

según el tiempo y las circunstancias. Y me consta que D. Nicolás Rubín, último poseedor de la

mencionada tienda, era cristiano viejo, y ni siquiera se le pasaba por la cabeza que sus antecesores

hubieran sido fariseos con rabo o sayones narigudos de los que salen en los pasos de Semana Santa.


La muerte de este D. Nicolás Rubín y el acabamiento de la tienda fueron simultáneos.

Tiempo hacía que las deudas socavaban la casa, y se sostenía apuntalada por las consideraciones

personales que los acreedores tenían a su dueño. El motivo de la ruina, según opinión de todos los

amigos de la familia, fue la mala conducta de la esposa de Nicolás Rubín, mujer desarreglada y

escandalosa, que vivía con un lujo impropio de su clase, y dio mucho que hablar por sus devaneos y

trapisondas. Diversas e inexplicables alternativas hubo en aquel matrimonio, que tan pronto estaba

unido como disuelto de hecho, y el marido pasaba de las violencias más bárbaras a las tolerancias

más vergonzosas. Cinco veces la echó de su casa y otras tantas volvió a admitirla, después de pagarle

todas sus trampas. Cuentan que Maximiliana Llorente era una mujer bella y deseosa de agradar, de

esas que no caben en la estrechez vulgar de una tienda. Se la llevó Dios en , y al año siguiente

pasó a mejor vida el pobre Nicolás Rubín, de una rotura de varisis, no dejando a sus hijos más

herencia que la detestable reputación doméstica y comercial, y un pasivo enorme que difícilmente

pudo ser pagado con las existencias de la tienda. Los acreedores arramblaron por todo, hasta por la

anaquelería, que sólo sirvió para leña. Era contemporánea del Conde-Duque de Olivares.


Los hijos de aquel infortunado comerciante eran tres. Fijarse bien en sus nombres y en la

edad que tenían cuando acaeció la muerte del padre.


Juan Pablo, de veintiocho años.


Nicolás, de veinticinco.


Maximiliano, de diecinueve ().


Ninguno de los tres se parecía a los otros dos ni en el semblante ni en la complexión, y sólo con

muy buena voluntad se les encontraba el aire de familia. De esta heterogeneidad de las tres caras vino

sin duda la maliciosa versión de que los tales eran hijos de diferentes padres. Podía ser calumnia,

podía no serlo; pero debe decirse para que el lector vaya formando juicio. Algo tenían de común,

ahora que recuerdo, y era que todos padecían de fuertes y molestísimas jaquecas. Juan Pablo era

guapo, simpático y muy bien plantado, de buena estatura, ameno y fácil en el decir, de inteligencia

flexible y despierta. Nicolás era desgarbado, vulgarote, la cara encendida y agujereada como un

cedazo a causa de la viruela, y tan peludo, que le salían mechones por la nariz y por las orejas.

Maximiliano era raquítico, de naturaleza pobre y linfática, absolutamente privado de gracias

personales. Como que había nacido de siete meses y luego me le criaron con biberón y con una

cabra.


Cuando murió el padre de estos tres mozos, Nicolás, o sea el peludo (para que se les vaya

distinguiendo), se fue a vivir a Toledo con su tío D. Mateo Zacarías Llorente, capellán de

Doncellas Nobles, el cual le metió en el Seminario y le hizo sacerdote; Juan Pablo y Maximiliano se

fueron a vivir con su tía paterna doña Guadalupe Rubín, viuda de Jáuregui, conocida vulgarmente por

Doña Lupe la de los pavos, la cual vivió primero en el barrio de Salamanca y después en Chamberí,

señora de tales circunstancias, que bien merece toda la atención que le voy a consagrar más adelante.

En un pueblo de la Alcarria tenían los hermanos Rubín una tía materna, viuda, sin hijos y rica; mas

como estaba vendiendo vidas, la herencia de esta señora no era más que una esperanza remota.


No había más remedio que trabajar, y Juan Pablo empezó a buscarse la vida. Odiaba de tal modo

las tiendas de tiradores de oro, que cuando pasaba por alguna, parecía que le entraba la jaqueca.

Metiose en un negocio de pescado, uniéndose a cierto individuo que lo recibía en comisión para

venderlo al por mayor por seretas de fresco y barriles de escabeche en la misma estación o en la

plaza de la Cebada; pero en los primeros meses surgieron tales desavenencias con el socio, que Juan

Pablo abandonó la pesca y se dedicó a viajante de comercio. Durante un par de años estuvo rodando

por los ferrocarriles con sus cajas de muestras. De Barcelona hasta Huelva, y desde Pontevedra a

Almería no le quedó rincón que no visitase, deteniéndose en Madrid todo el tiempo que

podía. Trabajó en sombreros de fieltro, en calzado de Soldevilla, y derramó por toda la Península,

como se esparce sobre el papel la arenilla de una salvadera, diferentes artículos de comercio. En otra

temporada corrió chocolates, pañuelos y chales galería, conservas, devocionarios y hasta palillos de

dientes. Por su diligencia, su honradez y por la puntualidad con que remitía los fondos recaudados,

sus comitentes le apreciaban mucho. Pero no se sabe cómo se las componía, que siempre estaba más

pobre que las ratas, y se lamentaba con amanerado pesimismo de su pícara suerte. Todas sus

ganancias se le iban por entre los dedos, frecuentando mucho los cafés en sus ratos de descanso,

convidando sin tasa a los amigos y dándose la mejor vida posible en las poblaciones que visitaba. A

los funestos resultados de este sistema llamaba él haber nacido con mala sombra. La misma

heterogeneidad y muchedumbre de artículos que corría mermó pronto los resultados de sus viajes y

algunas casas empezaron a retirarle su confianza, y el aburrido viajante, siempre de mal temple y

echando maldiciones y ternos contra los mercachifles, aspiraba a un cambio de vida y a ocupación

más lucrativa y noble.


Día memorable fue para Juan Pablo aquel en que tropezó con un cierto amigote de la

infancia, camarada suyo en San Isidro. El amigo era diputado de los que llamaban cimbros, y Juan

Pablo, que era hombre de mucha labia, le encareció tanto su aburrimiento de la vida comercial y lo

bien dispuesto que estaba para la administrativa, que el otro se lo creyó, y hágote empleado. Rubín

fue al mes siguiente inspector de policía en no sé qué provincia. Pero su infame estrella se la había

jurado: a los tres meses cambió la situación política, y mi Rubín cesante. Había tomado el gusto a la

carne de nómina, y ya no podía ser más que empleado o pretendiente. No sé qué hay en ello, pero es

lo cierto que hasta la cesantía parece que es un goce amargo para ciertas naturalezas, porque las

emociones del pretender las vigorizan y entonan, y por eso hay muchos que el día que les colocan se

mueren. La irritabilidad les ha dado vida y la sedación brusca les mata. Juan Pablo sentía increíbles

deleites en ir al café, hablar mal del Gobierno, anticipar nombramientos, darse una vuelta por los

ministerios, acechar al protector en las esquinas de Gobernación o a la salida del Congreso, dar el

salto del tigre y caerle encima cuando le veía venir. Por fin salió la credencial. Pero, ¡qué demonio!,

siempre la condenada suerte persiguiéndole, porque todos los empleos que le daban eran de lo más

antipático que imaginarse puede. Cuando no era algo de la policía secreta, era cosa de

cárceles o presidios.


Entretanto cuidaba de su hermano pequeño, por quien sentía un cariño que se confundía con la

lástima, a causa de las continuas enfermedades que el pobre chico padecía. Pasados los veinte años,

se vigorizó un poco, aunque siempre tenía sus arrechuchos; y viéndole más entonado, Juan Pablo

determinó darle una carrera para que no se malograse como él se malogró, por falta de una dirección

fija desde la edad en que se plantea el porvenir de los hombres. Achacaba el mayor de los Rubín su

desgracia a la disparidad entre sus aptitudes innatas y los medios de exteriorizarse. "¡Oh, si mi padre

me hubiera dado una carrera! -pensaba-, yo sería hoy algo en el mundo...".


No tardó en recibir un nuevo golpe, pues cuando soñaba con un ascenso le limpiaron otra vez el

comedero. Y he aquí a mi hombre paseándose por Madrid con las manos en los bolsillos, o viendo

correr tontamente las horas en este y el otro café, hablando de la situación ¡siempre de la situación,

de la guerra y de lo infames, indecentes y mamarrachos que son los políticos españoles! ¡Duro en

ellos! Así se desahogan los espíritus alborotados y tempestuosos. Y por aquella vez no había

esperanzas para Juan Pablo, porque los suyos, los que él llamaba con tanto énfasis los míos, estaban

por los suelos, y había lo que llaman racha en las regiones burocráticas. A veces

exploraba el mísero cesante su conciencia, y se asombraba de no encontrar en ella nada en qué

fundar terminantemente su filiación política. Porque ideas fijas... Dios las diera; había leído muy poco

y nutría su entendimiento de lo que en los cafés escuchaba y de lo que los periódicos le decían. No

sabía fijamente si era liberal o no, y con el mayor desparpajo del mundo llamaba doctrinario a

cualquiera sin saber lo que la palabra significaba. Tan pronto sentía en su espíritu, sin saber por qué ni

por qué no, frenético entusiasmo por los derechos del hombre; tan pronto se le inundaba el alma de

gozo oyendo decir que el Gobierno iba a dar mucho estacazo y a pasarse los tales derechos por las

narices.


En tal situación, presentose inopinadamente en Madrid Nicolás Rubín, el curita peludo, que

también tenía sus pretensiones de ingresar no sé si en el clero castrense o en el catedral, y ambos

hermanos celebraron unos coloquios muy reservados, paseando solos por las afueras. De resultas de

esto, Juan Pablo apareció un día en el café con cierta animación, mucho desenfado en sus juicios

políticos, dándolas de profeta y expresando más altaneramente que nunca su desprecio de la situación

dominante. A los que de esta manera se conducen, se les mira en los cafés con un poquillo de respeto

y aun con cierta envidia, suponiéndoles conocedores de secretos de Estado o de alguna

intriga muy gorda. "El amigo Rubín -dijo, en ausencia de él D. Basilio Andrés de la Caña, que era uno

de los puntos fijos en la mesa-, me parece a mí que no juega limpio con nosotros. Si le van a colocar

que lo diga de una vez. ¿Qué tenemos, viene la federal o qué? ¡Misterios! ¡Meditemos!... ¿O es que

le lleva cuentos a don Práxedes? Bueno, señores, que se los lleve. No me importa el espionaje".


Esto pasaba a fines de . De pronto Rubín dijo que iba al extranjero a reanudar sus trabajos

de viajante de comercio. Desapareció de Madrid, y al cabo de meses se susurró en la tertulia del café

que estaba en la facción, y que D. Carlos le había nombrado algo como contador o intendente en su

Cuartel Real. Súpose más tarde que había ido a Inglaterra a comprar fusiles, que hizo un alijo cerca

de Guetaria, que vino disfrazado a Madrid y pasó a la Mancha y Andalucía en el verano del ,

cuando la Península, ardiendo por los cuatro costados, era una inmensa pira a la cual cada español

había llevado su tea y el Gobierno soplaba.




- II -


Juan Pablo, que siempre se había equivocado en lo referente a sí mismo y andaba por caminos

torcidos, acertó al disponer que su hermano pequeño siguiese la carrera de Farmacia. Muchas

personas que no hacen más que disparates, poseen esta perspicacia del consejo y de la dirección de

los demás, y no dando pie con bola en los destinos propios, ven claro en los del prójimo. En tal

decisión tuvo además bastante parte un grande amigo del difunto Nicolás Rubín y de toda la familia

(el farmacéutico Samaniego, dueño de la acreditada botica de la calle del Ave María), prometiendo

tomar bajo sus auspicios a Maximiliano, llevársele de mancebo o practicante con la mira de que,

andando el tiempo, se quedase al frente del establecimiento.


Empezó Maximiliano sus estudios el , y su hermano y su tía le ponderaban lo bonita que era la

Farmacia y lo mucho que con ella se ganaba, por ser muy caros los medicamentos y muy baratas las

primeras materias: agua del pozo, ceniza del fogón, tierra de los tiestos, etcétera... El pobre chico,

que era muy dócil, con todo se mostraba conforme. Lo que es entusiasmo, hablando en plata, no lo

tenía por esta carrera ni por otra alguna; no se había despertado en él ningún afán grande

ni esa curiosidad sedienta de que sale la sabiduría. Era tan endeble que la mayor parte del año estaba

enfermo, y su entendimiento no veía nunca claro en los senos de la ciencia, ni se apoderaba de una

idea sino después de echarle muchas lazadas como si la amarrara. Usaba de su escasa memoria

como de un ave de cetrería para cazar las ideas; pero el halcón se le marchaba a lo mejor, dejándole

con la boca abierta y mirando al cielo.


Fueron penosísimos los primeros pasos en la carrera. La pereza y la debilidad le retenían en el

lecho por las mañanas más tiempo del regular, y la pobre doña Lupe pasaba la pena negra para

sacarle de las sábanas. Levantábase ella muy temprano, y se ponía a dar golpes con el almirez junto a

la misma cabeza del durmiente, que las más de las veces no se daba por entendido de tal estruendo.

Luego le hacía cosquillas, acostaba al gato con él, le retiraba las sábanas con la debida precaución

para que no se enfriase. El sueño se cebaba de tal modo en aquel cuerpo, por las exigencias de la

reparación orgánica, que el despertar del estudiante era obra de romanos y una de las cosas en que

más energía y constancia desplegaba doña Lupe.


El muchacho estudiaba y quería cumplir con su deber; pero no podía ir más allá de sus

alcances. Doña Lupe le ayudaba a estudiar las lecciones, animábale en sus desfallecimientos, y

cuando le veía apurado y temeroso por la proximidad de los exámenes, se ponía la mantilla y se iba a

hablar con los profesores. Tales cosas les decía, que el chico pasaba, aunque con malas notas. Como

no estuviese enfermo, asistía puntualmente a clase, y era de los que traían mayor trajín de notas,

apuntes y cuadernos. Entraba en el aula cargado con aquel fardo, y no perdía sílaba de lo que el

profesor decía.


Era de cuerpo pequeño y no bien conformado, tan endeble que parecía que se lo iba a llevar el

viento, la cabeza chata, el pelo lacio y ralo. Cuando estaban juntos él y su hermano Nicolás, a

cualquiera que les viese se le ocurriría proponer al segundo que otorgase al primero los pelos que le

sobraban. Nicolás se había llevado todo el cabello de la familia, y por esta usurpación pilosa, la

cabeza de Maximiliano anunciaba que tendría calva antes de los treinta años. Su piel era lustrosa, fina,

cutis de niño con transparencias de mujer desmedrada y clorótica. Tenía el hueso de la nariz hundido

y chafado, como si fuera de sustancia blanda y hubiese recibido un golpe, resultando de esto no sólo

fealdad sino obstrucciones de respiración nasal, que eran sin duda la causa de que tuviera siempre la

boca abierta. Su dentadura había salido con tanta desigualdad que cada pieza estaba,

como si dijéramos, donde le daba la gana. Y menos mal si aquellos condenados huesos no le

molestaran nunca; ¡pero si tenía el pobrecito cada dolor de muelas que le hacía poner el grito más allá

del Cielo! Padecía también de corizas y las empalmaba, de modo que resultaba un coriza crónico,

con la pituitaria echando fuego y destilando sin cesar. Como ya iba aprendiendo el oficio, se

administraba el yoduro de potasio en todas las formas posibles, y andaba siempre con un canuto en la

boca aspirando brea, demonios o no sé qué.


Dígase lo que se quiera, Rubín no tenía ilusión ninguna con la Farmacia. Mas no estaba vacía de

aspiraciones altas el alma de aquel joven, tan desfavorecido por la Naturaleza que física y moralmente

parecía hecho de sobras. A los dos o tres años de carrera, aquel molusco empezó a sentir

vibraciones de hombre, y aquel ciego de nacimiento empezó a entrever las fases grandes y gloriosas

del astro de la vida. Vivía doña Lupe en aquella parte del barrio de Salamanca que llamaban

Pajaritos. Maximiliano veía desde la ventana de su tercer piso a los alumnos de Estado Mayor,

cuando la Escuela estaba en el antiguo de la calle de Serrano; y no hay idea de la admiración que

le causaban aquellos jóvenes, ni del arrobamiento que le producía la franja azul en el pantalón, el ros,

la levita con las hojas de roble bordadas en el cuello, y la espada... ¡tan chicos algunos y

ya con espada! Algunas noches, Maximiliano soñaba que tenía su tizona, bigote y uniforme, y hablaba

dormido. Despierto deliraba también, figurándose haber crecido una cuarta, tener las piernas

derechas y el cuerpo no tan caído para adelante, imaginándose que se le arreglaba la nariz, que le

brotaba el pelo y que se le ponía un empaque marcial como el del más pintado. ¡Qué suerte tan

negra! Si él no fuera tan desgarbado de cuerpo y le hubieran puesto a estudiar aquella carrera,

¡cuánto se habría aplicado! Seguramente, a fuerza de sobar los libros, le habría salido el talento,

como se saca lumbre a la madera frotándola mucho.


Los sábados por la tarde, cuando los alumnos iban al ejercicio con su fusil al hombro, Maximiliano

se iba tras ellos para verles maniobrar, y la fascinación de este espectáculo durábale hasta el lunes. En

la clase misma, que por la placidez del local y la monotonía de la lección convidaba a la somnolencia,

se ponía a jugar con la fantasía y a provocar y encender la ilusión. El resultado era un completo

éxtasis, y al través de la explicación sobre las propiedades terapéuticas de las tinturas madres, veía a

los alumnos militares en su estudio táctico de campo, como se puede ver un paisaje al través de una

vidriera de colores.


Los chicos de la clase de Botánica se entretenían en ponerse motes semejantes a las

nomenclaturas de Linneo. A un tal Anacleto que se las tiraba de muy fino y muy señorito, le llamaban

Anacletus obsequiosissimus; a Encinas, que era de muy corta estatura, le llamaban Quercus

gigantea. Olmedo era muy abandonado y le caía admirablemente el Ulmus sylvestris. Narciso

Puerta era feo, sucio y mal oliente. Pusiéronle Pseudo-Narcissus odoripherus. A otro que era muy

pobre y gozaba de un empleíto, le pusieron Christophorus oficinalis y por último, a Maximiliano

Rubín, que era feísimo, desmañado y de muy cortos alcances, se le llamó durante toda la carrera

Rubinius vulgaris.


Al entrar el año de , tenía Maximiliano veinticinco y no representaba aún más de veinte.

Carecía de bigote, pero no de granos que le salían en diferentes puntos de la cara. A los veintitrés

años tuvo una fiebre nerviosa que puso en peligro su vida; pero cuando salió de ella parecía un poco

más fuerte; ya no era su respiración tan fatigosa ni sus corizas tan tenaces, y hasta los condenados

raigones de sus muelas parecían más civilizados. No usaba ya el ioduro tan a pasto ni el canuto de

brea, y sólo las jaquecas persistían, como esos amigos machacones cuya visita periódica causa

espanto. Juan Pablo estaba entonces en el Cuartel Real, y doña Lupe dejaba a Maximiliano en

libertad, porque le creía inaccesible a los vicios por razón de su pobreza física, de su

natural apático y de la timidez que era el resultado de aquellas desventajas. Y además de libertad,

dábale su tía algún dinero para sus placeres de mozo, segura de que no había de gastarlo sino con

mucho pulso. Inclinábase el chico a economizar, y tenía una hucha de barro en la cual iba metiendo

las monedas de plata y algún centén de oro que le daban sus hermanos cuando venían a Madrid. En

la ropa era muy mirado, y gustaba de hacerse trajes baratos y de moda, que cuidaba como a las niñas

de sus ojos. De esto le sobrevino alguna presunción, y gracias a ella su figura no parecía tan mala

como era realmente. Tenía su buena capa de embozos colorados; por la noche se liaba en ella,

metíase en el tranvía y se iba a dar una vuelta hasta las once, rara vez hasta las doce. Por aquel

tiempo se mudó doña Lupe a Chamberí, buscando siempre casas baratas, y Maximiliano fue

perdiendo poco a poco la ilusión de los alumnos de Estado Mayor.


Su timidez, lejos de disminuir con los años, parecía que aumentaba. Creía que todos se burlaban

de él considerándole insignificante y para poco. Exageraba sin duda su inferioridad, y su desaliento le

hacía huir del trato social. Cuando le era forzoso ir a alguna visita, la casa en que debía entrar

imponíale miedo, aun vista por fuera, y estaba dando vueltas por la calle antes de

decidirse a penetrar en ella. Temía encontrar a alguien que le mirara con malicia, y pensaba lo que

había de decir, aconteciendo las más de las veces que no decía nada. Ciertas personas le infundían un

respeto que casi casi era pánico, y al verlas venir por la calle se pasaba a la otra acera. Estas

personas no le habían hecho daño alguno; al contrario, eran amigos de su padre, o de doña Lupe o

de Juan Pablo. Cuando iba al café con los amigos, estaba muy bien si no había más que dos o tres.

En este caso hasta se le soltaba la lengua y se ponía a hablar sobre cualquier asunto. Pero como se

reunieran seis u ocho personas, enmudecía, incapaz de tener una opinión sobre nada. Si se veía

obligado a expresarse, o porque se querían quedar con él o porque sin malicia le preguntaban algo,

ya estaba mi hombre como la grana y tartamudeando.


Por esto le gustaba más, cuando el tiempo no era muy frío, vagar por las calles, embozadito en su

pañosa, viendo escaparates y la gente que iba y venía, parándose en los corros en que cantaba un

ciego, y mirando por las ventanas de los cafés. En estas excursiones podía muy bien emplear dos

horas sin cansarse, y desde que se daba cuerda y cogía impulso, el cerebro se le iba calentando,

calentando hasta llegar a una presión altísima en que el joven errante se figuraba estar persiguiendo

aventuras y ser muy otro de lo que era. La calle con su bullicio y la diversidad de cosas

que en ella se ven, ofrecía gran incentivo a aquella imaginación, que al desarrollarse tarde, solía

desplegar los bríos de que dan muestras algunos enfermos graves. Al principio no le llamaban la

atención las mujeres que encontraba; pero al poco tiempo empezó a distinguir las guapas de las que

no lo eran, y se iba en seguimiento de alguna, por puro éxtasis de aventura, hasta que encontraba otra

mejor y la seguía también. Pronto supo distinguir de clases, es decir, llegó a tener tan buen ojo, que

conocía al instante las que eran honradas y las que no. Su amigo Ulmus sylvestris, que a veces le

acompañaba, indújole a romper la reserva que su encogimiento le imponía, y Maximiliano conoció a

algunas que había visto más de una vez y que le habían parecido muy guapetonas. Pero su alma

permanecía serena en medio de sus tentativas viciosas: las mismas con quienes pasó ratos agradables

le repugnaban después, y como las viera venir por la calle, les huía el bulto.


Agradábale más vagar solo que en compañía de Olmedo, porque este le distraía, y el goce de

Maximiliano consistía en pensar e imaginar libremente y a sus anchas, figurándose realidades y

volando sin tropiezo por los espacios de lo posible, aunque fuera improbable. Andar, andar y soñar al

compás de las piernas, como si su alma repitiera una música cuyo ritmo marcaban los

pasos, era lo que a él le deleitaba. Y como encontrara mujeres bonitas, solas, en parejas o en grupos,

bien con toquilla a la cabeza o con manto, gozaba mucho en afirmarse a sí mismo que aquellas eran

honradas, y en seguirlas hasta ver a dónde iban. "¡Una honrada! ¡Que me quiera una honrada!". Tal

era su ilusión... Pero no había que pensar en tal cosa. Sólo de pensar que le dirigía la palabra a una

honrada, le temblaban las carnes. ¡Si cuando iba a su casa y estaban en ella Rufinita Torquemada o la

señora de Samaniego con su hija Olimpia, se metía en la cocina por no verse obligado a saludarlas...!




- III -


De esta manera aquel misántropo llegó a vivir más con la visión interna que con la externa. El que

antes era como una ostra había venido a ser algo como un poeta. Vivía dos existencias, la del pan y la

de las quimeras. Esta la hacía a veces tan espléndida y tal alta, que cuando caía de ella a la del pan,

estaba todo molido y maltrecho. Tenía Maximiliano momentos en que se llegaba a convencer de que

era otro, esto siempre de noche y en la soledad vagabunda de sus paseos. Bien era oficial de ejército

y tenía una cuarta más de alto, nariz aguileña, mucha fuerza muscular y una cabeza... una

cabeza que no le dolía nunca; o bien un paisano pudiente y muy galán, que hablaba por los codos sin

turbarse nunca, capaz de echarle una flor a la mujer más arisca, y que estaba en sociedad de mujeres

como el pez en el agua. Pues como dije, se iba calentando de tal modo los sesos, que se lo llegaba a

creer. Y si aquello le durara, sería tan loco como cualquiera de los que están en Leganés. La suerte

suya era que aquello se pasaba, como pasaría una jaqueca; pero la alucinación recobraba su imperio

durante el sueño, y allí eran los disparates y el teje maneje de unas aventuras generalmente muy

tiernas, muy por lo fino, con abnegaciones, sacrificios, heroísmos y otros fenómenos sublimes del

alma. Al despertar, en ese momento en que los juicios de la realidad se confunden con las imágenes

mentirosas del sueño y hay en el cerebro un crepúsculo, una discusión vaga entre lo que es verdad y

lo que no lo es, el engaño persistía un rato, y Maximiliano hacía por retenerlo, volviendo a cerrar los

ojos y atrayendo las imágenes que se dispersaban. "Verdaderamente -decía él-, ¿por qué ha de ser

una cosa más real que la otra? ¿Por qué no ha de ser sueño lo del día y vida efectiva lo de la noche?

Es cuestión de nombres y de que diéramos en llamar dormir a lo que llamamos despertar, y

acostarse al levantarse... ¿Qué razón hay para que no diga yo ahora mientras me visto:

'Maximiliano, ahora te estás echando a dormir. Vas a pasar mala noche, con pesadilla y todo, o sea

con clase de Materia farmacéutica animal...?'".


El tal Ulmus sylvestris era un chico simpático, buen mozo, alegre y de cabeza un tanto ligera. De

todos los compañeros de Rubinius vulgaris, aquel era el que más le quería, y Maximiliano le pagaba

con un cariño que tenía algo de respeto. Llevaba Olmedo una vida muy poco ejemplar, mudando

cada mes de casa de huéspedes, pasándose las noches en lugares pecaminosos, y haciendo todos los

disparates estudiantiles, como si fueran un programa que había que cumplir sin remedio. Últimamente

vivía con una tal Feliciana, graciosa y muy corrida, dándose importancia con ello, como si el

entretener mujeres fuese una carrera en que había que matricularse para ganar título de hombre

hecho y derecho. Dábale él lo poco que tenía, y ella afanaba por su lado para ir viviendo, un día con

estrecheces, otro con rumbo y siempre con la mayor despreocupación. Tomaba él en serio este

género de vida, y cuando tenía dinero, invitaba a sus amigos a tomar un bacalao en su hotel,

dándose unos aires de hombre de mundo y pillín, con cierta imitación mala del desgaire parisiense que

conocía por las novelas de Paul de Kock. Feliciana era de Valencia, y ponía muy bien el

arroz; pero el servicio de la mesa y la mesa misma tenían que ver. Y Olmedo lo hacía todo tan al vivo

y tan con arreglo a programa, que se emborrachaba sin gustarle el vino, cantaba flamenco sin saberlo

cantar, destrozaba la guitarra y hacía todos los desatinos que, a su parecer, constituían el rito de

perdido; pues a él se le antojó ser perdido, como otros son masones o caballeros cruzados, por el

prurito de desempeñar papeles y de tener una significación. Si existiera el uniforme de perdido,

Olmedo se lo hubiera puesto con verdadero entusiasmo, y sentía que no hubiese un distintivo

cualquiera, cinta, plumacho o galón, para salir con él, diciendo tácitamente: "Vean ustedes lo

perdulario que soy". Y en el fondo era un infeliz. Aquello no era más que una prolongación viciosa de

la edad del pavo.


Maximiliano no iba nunca a las francachelas de su amigo, aunque este le convidaba siempre. Pero

se informaba de la salud de Feliciana, como si fuera una señora, y Olmedo también tomaba esto en

serio, diciendo: "La tengo un poquillo delicada. Hoy le he dicho a Orfila que se pase por casa". Este

Orfila era un estudiantillo de último año de Medicina, que se llamaba lo mismo que el célebre doctor,

y curaba, es decir, recetaba a los amigos y a las amigas de los amigos.


Un día, al salir de clase, dijo Olmedo a Rubín: "Vete por casa si quieres ver una mujer... hasta allí.

Es una amiga de Feliciana, que se ha ido a nuestro hotel unos días mientras encuentra colocación".


-¿Es honrada? -preguntó Rubín, mostrando en su tono la importancia que daba a la honradez.


-¡Honrada!, ¡qué narices! -exclamó el perdis riendo-. ¿Pero tú crees que hay alguna mujer que

sea... lo que se llama honrada?


Esto lo dijo con aplomo filosófico, el sombrero inclinado sobre la sien derecha como distintivo de

sus ideas acerca de la depravación humana. Ya no había mujeres honradas: lo decía un conocedor

profundo de la sociedad y del vicio. El escepticismo de Olmedo era signo de infancia, un desorden de

transición fisiológica, algo como una segunda dentición. Todo se reduce a echar muchas babas, y

luego ya viene el hombre con otras ideas y otra manera de ser.


"¡Con que no es honrada!..." apuntó Maximiliano, que habría deseado que todas las hembras lo

fueran.


-¿Qué ha de ser, hombre?... ¡Buena púa está! Llegó a Madrid no hace mucho tiempo con un

barbián... creo que tratante en fusiles. ¡Traían un tren, chico!... La vi una noche... Te juro que daba el

puro opio. Parecía del propio París... Pero yo no sé lo que pasó, ¡narices! Aquel señor no

jugaba limpio, y una mañana se largó dejando un pico muy grande en la casa de huéspedes, y otro

pico no sé dónde, y picos y picos... Total, que la pobre tuvo que empeñar todos sus trapos y se

quedó con lo puesto, nada más que con lo puesto, cuando lo tiene puesto se entiende. Feliciana se la

encontró no sé dónde hecha un mar de lágrimas, y le dijo: "vente a mi casa". ¡Allí está! Hace sus

saliditas, ojo al Cristo, para lo cual Feliciana le presta su ropa. No te creas; es una chica muy buena.

¡Tiene un ángel...!


Por la noche fue Maximiliano al hotel de Feliciana, tercer piso en la calle de Pelayo, y al entrar, lo

primero que vio... Es que junto a la puerta de entrada había un cuartito pequeño, que era donde

moraba la huéspeda, y esta salía de su escondrijo cuando Rubín entraba. Feliciana había salido a abrir

con el quinqué en la mano, porque lo llevaba para la sala, y a la luz vivísima del petróleo sin pantalla,

encaró Maximiliano con la más extraordinaria hermosura que hasta entonces habían visto sus ojos.

Ella le miró a él como a una cosa rara, y él a ella como a sobrenatural aparición.


Pasó Rubín a la salita, y dejando su capa, se sentó en un sillón de hule cuyos muelles asesinaban la

parte del cuerpo que sobre ellos caía. Olmedo quería que su amigo jugase con él a la siete y media;

pero como Maximiliano se negase a ello, empezó a hacer solitarios. Puso Feliciana sobre

la luz una pantalla de figurines vestidos con pegotes de trapo, y después se echó con indolencia en la

butaca, abrigándose con su mantón alfombrado.


"Fortunata -gritó llamando a su amiga, que daba vueltas por toda la casa como si buscara alguna

cosa-. ¿Qué se te ha perdido?".


-Chica, mi toquilla azul.


-¿Vas a salir ya?


-Sí: ¿qué hora es?


Rubín se alegró de aquella ocasión que se le presentaba de prestar un servicio a mujer tan

hermosa, y sacando su reloj con mucha solemnidad, dijo: "Las nueve menos siete minutos... y

medio". No podía decirse la hora con exactitud más escrupulosa.


"Ya ves -dijo Feliciana-. tienes tiempo... Hasta las diez. Con que salgas de aquí a las diez menos

cuarto... ¿Pero esa toquilla?... Mírala, mírala en esa silla junto a la cómoda".


-¡Ay!, hija... si llega a ser perro me muerde.


Se la puso, envolviéndose la cabeza, echando miradas a un espejo de marco negro que sobre la

cómoda estaba, y después se sentó en una silla a hacer tiempo. Entonces Maximiliano la miró mejor.

No se hartaba de mirarla, y una obstrucción singular se le fijó en el pecho, cortándole la respiración.

¿Y qué decir? Porque había que decir algo. El pobre joven se sentía delante de aquella

hermosura más cortado que en la visita de más campanillas.


"Bien puedes abrigarte" indicó Feliciana a su amiga; y Rubín vio el cielo abierto, porque pudo

decir en tono de sentencia filosófica:


-Sí, está la noche fresquecita.


-Llévate el llavín... -añadió Feliciana-. Ya sabes que el sereno se llama Paco. Suele estar en la

taberna.


La otra no desplegaba sus labios. Parecía que estaba de muy mal humor. Maximiliano

contemplaba como un bobo aquellos ojos, aquel entrecejo incomparable y aquella nariz perfecta, y

habría dado algo de mucho precio porque ella se hubiese dignado mirarle de otra manera que como

se mira a los bichos raros. "¡Qué lástima que no sea honrada! -pensaba-. Y quién sabe si lo será,

quiero decir que conserve la honradez del alma en medio de...".


Estaba muy fija en él la idea aquella de las dos honradeces, en algunos casos armonizadas, en

otros no. Habló Fortunata poco y vulgar; todo lo que dijo fue de lo menos digno de pasar a la

historia: que hacía mucho frío, que se le había descosido un mitón, que aquel llavín parecía la maza de

Fraga, que al volver a casa entraría en la botica a comprar unas pastillas para la tos.


Maximiliano estaba encantado, y no atreviéndose a desplegar los labios, daba su

asentimiento con una sonrisa, sin quitar los extáticos ojos de aquel semblante que le

parecía angelical. Y cuanto ella dijo lo oyó como si fuera una sarta de conceptos ingeniosísimos. "¡Si

es un ángel!... No ha dicho ni una palabra malsonante... ¡Y qué metal de voz! No he oído en mi vida

música tan grata... ¿Cómo será el decir esta mujer un te quiero, diciéndolo con verdad y con alma?".

Esta idea produjo en la mente de Rubín sacudidas que le duraron mediano rato. Le corrió un frío por

el espinazo y vínole cierto picor a la nariz como cuando se ha bebido gaseosa.


Cansado de hacer solitarios, Olmedo se puso a contar cuentos indecentes, lo que a Maximiliano le

pareció muy mal. Otras noches había oído anécdotas parecidas y se había reído; pero aquella noche

se ponía de todos colores deseando que a su condenado amigo se le secara la boca. "¡Qué

desvergüenza contar aquellas marranadas delante de personas... de personas decentes, sí señor!".

Estaba Rubín tan desconcertado como si las dos mujeres allí presentes fuesen remilgadas damas o

alumnas de un colegio monjil; pero su timidez le impedía mandar callar a Olmedo. Fortunata no se

reía tampoco de aquellos estúpidos chistes; pero más bien parecía indiferente que indignada de oírlos.

Estaba distraída pensando en sus cosas. ¿Qué cosas serían aquellas? Diera Maximiliano

por saberlas... su hucha con todo lo que contenía. Al acordarse de su tesoro tuvo otra sacudida, y se

removió en el asiento lastimándose mucho con el duro contacto de aquellos mal llamados muelles.


"Pero el cuento más salado ¡narices! -dijo Olmedo-, es el del panadero. ¿Lo sabes tú? Cuando

aquel obispo fue a la visita pastoral y se acostó en la cama del cura... Veréis...".


Fortunata se levantó para marcharse. Ocurriole a Maximiliano salir detrás de ella para ver dónde

iba. Era la manera especial suya de hacer la corte. En su espíritu soñador existía la vaga creencia de

que aquellos seguimientos entrañaban una comunicación misteriosa, quizás magnética. Seguir, mirando

de lejos, era un lenguaje o telegrafía sui generis, y la persona seguida, aunque no volviese la vista

atrás, debía de conocer en sí los efectos del fluido de atracción. Salió Fortunata despidiéndose muy

fríamente, y a los dos minutos se despidió también Maximiliano con ánimo de alcanzarla todavía en el

portal. Pero aquel condenado Ulmus sylvestris le entretuvo a la fuerza, cogiéndole una mano y

apretándosela con bárbaros alardes de vigor muscular, para reírse con los chillidos de dolor que daba

el pobre Rubinius vulgaris. "¡Qué asno eres! -exclamaba este, retirando al fin su mano magullada,

con los dedos pegados unos a otros-. ¡Vaya unas gracias!... Esto y contar porquerías es

tu fuerte. Mejor te pusieras a estudiar".


-Niño del mérito, papos-castos, ¿quieres hacer el favor de tocarme las narices?


-No te hagas ordinario -dijo Rubín con bondad-. Si no lo eres, si aunque quieras parecerlo no lo

puedes conseguir.


Esto lastimó el amor propio de Olmedo más que si su amigo le hubiera llenado de insultos, porque

todo lo llevaba con paciencia menos que se le rebajase un pelo de la graduación de perdis que se

había dado. Le supo tan mal la indulgencia de Rubín, que salió tras él hasta la puerta, diciéndole entre

otras tonterías: "¡Valiente hipócrita estás tú... narices! Estos silfidones, a lo mejor la pegan".




- IV -


Maximiliano bajó la escalera como la baja uno cuando tiene ocho años y se le ha caído el juguete

de la ventana al patio. Llegó sin aliento al portal, y allí dudó si debía tomar a la derecha o a la

izquierda de la calle. El corazón le dijo que fuera hacia la calle de San Marcos. Apretó el paso

pensando que Fortunata no debía de andar muy a prisa y que la alcanzaría pronto. "¿Será aquella?".

Creyó ver la toquilla azul; pero al acercarse notó que no era la nube de su cielo. Cuando veía una

mujer que pudiera ser ella, acortaba el paso por no aproximarse demasiado, pues

acercándose mucho no eran tan misteriosos los encantos del seguimiento. Anduvo calles y más calles,

retrocedió, dio vueltas a esta y la otra manzana, y la dama nocturna no parecía. Mayor desconsuelo

no sintió en su vida. Si la encontrara era capaz hasta de hablarle y decirle algún amoroso atrevimiento.

Se agitó tanto en aquel paseo vagabundo, que a las once ya no se podía tener en pie, y se arrimaba a

las paredes para descansar un rato. Irse a su casa sin encontrarla y darse un buen trote con ella... a

distancia de treinta pasos, dábale mucha tristeza. Pero al fin se hizo tan tarde y estaba tan fatigado,

que no tuvo más remedio que coger el tranvía de Chamberí y retirarse. Llegó y se acostó, deseando

apagar la luz para pensar sobre la almohada. Su espíritu estaba abatidísimo. Asaltáronle pensamientos

tristes, y sintió ganas de llorar. Apenas durmió aquella noche, y por la mañana hizo propósito de ir al

hotel de Feliciana en cuanto saliera de clase.


Hízolo como lo pensó, y aquel día pudo vencer un poco su timidez. Feliciana le ayudaba,

estimulándole con maña, y así logró Rubín decir a la otra algunas cosas que por disimulo de sus

sentimientos quiso que fueran maliciosas. "Tardecillo vino usted anoche. A las once no había vuelto

usted todavía". Y por este estilo otras frases vulgares que Fortunata oía con indiferencia y

que contestaba de un modo desdeñoso. Maximiliano reservaba las purezas de su alma para ocasión

más oportuna, y con feliz instinto había determinado iniciarse como uno de tantos, como un cualquiera

que no quería más que divertirse un rato. Dejoles solos la tunanta de Feliciana, y Rubín se acobardó

al principio; pero de repente se rehízo. No era ya el mismo hombre. La fe que llenaba su alma,

aquella pasión nacida en la inocencia y que se desarrolló en una noche como árbol milagroso que

surge de la tierra cargado de fruto, le removía y le transfiguraba. Hasta la maldita timidez quedaba

reducida a un fenómeno puramente externo. Miró sin pestañear a Fortunata, y cogiéndole una mano,

le dijo con voz temblorosa: "Si usted me quiere querer, yo... la querré más que a mi vida".


Fortunata le miró también a él, sorprendida. Le parecía imposible que el bicho raro se expresase

así... Vio en sus ojos una lealtad y una honradez que la dejaron pasmada. Después reflexionó un

instante, tratando de apoyarse en un juicio pesimista. Se habían burlado tanto de ella, que lo que

estaba viendo no podía ser sino una nueva burla. Aquel era, sin duda, más pillo y más embustero que

los demás. Consecuencia de tales ideas fue la sonora carcajada que soltó la mujer aquella ante la faz

compungida de un hombre que era todo espíritu. Pero él no se desconcertó, y la

circunstancia de verse escuchado con atención, dábale un valor desconocido. ¡Ánimo! "Si usted me

quiere, yo la adoraré, yo la idolatraré a usted...".


Revelaba la tal mujer un gran escepticismo, y lo que hacía la muy pícara era tomar a risa la pasión

del joven.


"¿Y si lo probara? -dijo Maximiliano con seriedad que le dio, ¡parece mentira!, un tornasol de

hermosura-; ¿si le probara a usted de un modo que no dejase lugar a dudas...?".


-¿Qué?


-¡Que la idolatraré!... no, que ya la estoy idolatrando.


-¡Tie gracia!... ¡idolatrando!, ¡ja, ja! -repitió la otra, y devolvía la palabra como se devuelve una

pelota en el juego.


Maximiliano no insistió en emplear vocablos muy expresivos. Comprendió que lo ridículo se le

venía encima. No dijo más que: "Bueno, seremos amigos... Me contento con eso por hoy. Yo soy un

infeliz, quiero decir, soy bueno. Hasta ahora no he querido a ninguna mujer".


Fortunata le miraba y, francamente, no podía acostumbrarse a aquella nariz chafada, a aquella

boca tan sin gracia, al endeble cuerpo que parecía se iba a deshacer de un soplo. ¡Que siempre se

enamoraran de ella tipos así! Obligada a disimular y a hacer ciertos papeles, aunque en

verdad no los hacía muy bien, siguió la conversación en aquel terreno.


"Esta noche quiero hablar con usted -dijo Rubín categóricarnente-. Vendré a las ocho y media.

¿Me da usted palabra de no salir... o de esperarme para salir conmigo?".


Diole ella la palabra que con tanta necesidad le pedía el joven, y así concluyó la entrevista. Rubín

se fue corriendo a su casa.


¡Qué chico! Si parecía otro. Él mismo notaba que algo se había abierto dentro de sí, como arca

sellada que se rompe, soltando un mundo de cosas, antes comprimidas y ahogadas. Era la crisis, que

en otros es larga o poco acentuada, y allí fue violenta y explosiva. ¡Si hasta le parecía que tenía

talento...! Como que aquella tarde se le ocurrieron pensamientos magníficos y juicios de una

originalidad sorprendente. Había formado de sí mismo un concepto poco favorable como hombre de

inteligencia; pero ya, por efecto del súbito amor, creíase capaz de dar quince y raya a más de cuatro.

La modestia cedió el puesto a un cierto orgullo que tomaba posesión de su alma... "Pero ¿y si no me

quiere? -pensaba desanimándose y cayendo a tierra con las alas rotas-. Es que me tendrá que

querer... No es el primer caso... Cuando me conozca...".


Al mismo tiempo la apatía y la pereza quedaban vencidas... Andábanle por dentro

comezones y pruritos nuevos, un deseo de hacer algo, y de probar su voluntad en actos

grandes y difíciles... Iba por la calle sin ver a nadie, tropezando con los transeúntes, y a poco se

estrella contra un árbol del paseo de Luchana. Al entrar en la calle de Raimundo Lulio vio a su tía en

el balcón tomando el sol. Verla y sentir un miedo muy grande, pero muy grande, fue todo uno. "¡Si mi

tía lo sabe...!". Pero del miedo salió al instante la reacción de valor, y apretó los puños debajo de la

capa, los apretó tanto que le dolieron los dedos. "Si mi tía se opone, que se oponga y que se vaya a

los demonios". Nunca, ni aun con el pensamiento, había hablado Maximiliano de doña Lupe con tan

poco respeto. Pero los antiguos moldes estaban rotos. Todo el mundo y toda la existencia anteriores

a aquel estado novísimo se hundían o se disipaban como las tinieblas al salir el sol. Ya no había tía, ni

hermanos, ni familia, ni nada, y quien quiera que se le atravesase en su camino era declarado enemigo.

Maximiliano tuvo tal acceso de coraje, que hasta se ofreció a su mente con caracteres odiosos la

imagen de doña Lupe, de su segunda madre. Al subir las escaleras de la casa se serenó, pensando

que su tía no sabía nada, y si lo sabía, que lo supiera, ¡ea!... "¡Qué carácter estoy echando!" se dijo

al meterse en su cuarto.


Cerró cuidadosamente la puerta y cogió la hucha. Su primer impulso fue estrellarla

contra el suelo y romperla para sacar el dinero; y ya la tenía en la mano para consumar tan

antieconómico propósito, cuando le asaltaron temores de que su tía oyera el ruido y entrase y le

armara un cisco. Acordose de lo orgullosa que estaba doña Lupe de la hucha de su sobrino. Cuando

iban visitas a la casa la enseñaba como una cosa rara, sonándola y dando a probar el peso, para que

todos se pasmaran de lo arregladito y previsor que era el niño. "Esto se llama formalidad. Hay pocos

chicos que sean así...".


Maximiliano discurrió que para realizar su deseo, necesitaba comprar otra hucha de barro

exactamente igual a aquella y llenarla de cuartos para que sonara y pesara... Se estuvo riendo a solas

un rato, pensando en el chasco que le iba a dar a su tía... ¡él, que no había cometido nunca una

travesura...!, lo único que había hecho, años atrás, era robarle a su tía botones para coleccionarlos.

¡Instintos de coleccionista, que son variantes de la avaricia! Alguna vez llegó hasta cortarle los

botones de los vestidos; pero con un solfeo que le dieron no le quedaron ganas de repetirlo. Fuera de

esto, nada; siempre había sido la misma mansedumbre, y tan económico que su tía le amaba más

quizá por la virtud del ahorro que por las otras.


"Pues señor; manos a la obra. En la cacharrería del paseo de Santa Engracia hay huchas

exactamente iguales. Compraré una; miraré bien esta para tomarle bien las medidas".


Estaba Maximiliano con la hucha en la mano mirándola por arriba y por abajo, como si la fuera a

retratar, cuando se abrió la puerta y entró una chiquilla como de doce años, delgada y espigadita, los

brazos arremangados, muy atusada de flequillo y sortijillas, con un delantal que le llegaba a los pies.

Lo mismo fue verla Maximiliano, que se turbó cual si le hubieran sorprendido en un acto vergonzoso.


"¿Qué buscas tú aquí, chiquilla sin vergüenza?".


Por toda contestación, la rapaza le enseñó medio palmo de lengua, plegando los ojos y haciendo

unas muecas de careta fea de lo más estrafalario y grotesco que se puede imaginar.


-Sí, bonita te pones... Lárgate de aquí, o verás...


Era la criada de la casa. Doña Lupe odiaba a las mujeronas, y siempre tomaba a su servicio niñas

para educarlas y amoldarlas a su gusto y costumbres. Llamábanla Papitos no sé por qué. Era más

viva que la pólvora, activa y trabajadora cuando quería, holgazana y mañosa algunos días. Tenía el

cuerpo esbelto, las manos ásperas del trabajo y el agua fría, la cara diablesca, con unos ojos

reventones de que sacaba mucho partido para hacer reír a la gente, la boca hocicuda y graciosa, con

un juego de labios y unos dientes blanquísimos que eran como de encargo para producir

las muecas más extravagantes. Los dos dientes centrales superiores eran enormes, y se le veían

siempre, porque ni cuando estaba de morros cerraba completamente la boca.


Oída la conminación que le hizo Maximiliano, Papitos se desvergonzó más. Ella las gastaba así.

Cuanto más la amenazaban más pesadita se ponía. Volvió a echar fuera una cantidad increíble de

lengua, y luego se puso a decir en voz baja: "Feo, feo..." hasta treinta o cuarenta veces. Esta

apreciación, que no era contraria a la verdad ni mucho menos, nunca había inspirado a Rubín más que

desprecio; pero en aquella ocasión le indignó tanto, vamos... que de buena gana le hubiera cortado a

Papitos toda aquella lenguaza que sacaba.


"¡Si no te largas, de la patada que te doy...!".


Fue tras ella; pero Papitos se puso a salvo. Parecía que volaba. Desde el fondo del pasillo, en la

puerta de la cocina, repetía sus burlas, haciendo con las manos gestos de mico. Volvió él a su cuarto

muy incomodado y a poco entró ella otra vez.


"¿Qué buscas aquí?".


-Vengo a por la lámpara para aviarla...


El motivo de haber dicho esto la chiquilla con relativo juicio y serenidad, fue que se

oyeron los pasos de doña Lupe, y su voz temerosa: "Mira, Papitos, que voy allá...".


-Tía, venga usted... Está de jarana...


-¡Acusón! -le dijo por lo bajo la chicuela al coger la lámpara-, feón.


-La culpa la tienes tú -añadió severamente doña Lupe, en la puerta-, porque te pones a jugar con

ella, le ríes las gracias, y ya ves. Cuando quieres que te respete, no puede ser. Es muy mal criada.


La tía y el sobrino hablaron un instante.


"¿También vendrás tarde esta noche? Mira que las noches están muy frías. Estas heladas son

crueles. Tú no estás para valentías".


-No, si no siento nada. Nunca he estado mejor -dijo Rubín, sintiendo que la timidez le ganaba otra

vez.


-No hagamos simplezas... Hace un frío horrible. ¡Qué año tan malo! ¿Creerás que anoche no

pude entrar en calor hasta la madrugada? Y eso que me eché encima cuatro mantas. ¡Qué atrocidad!

Como que estamos entre las Cátedras de Roma y Antioquía, que es, según decía mi Jáuregui, el

peor tiempo de Madrid.




- V -


-¿Va usted esta noche a casa de doña Silvia? -preguntole Rubín.


-Eso pienso. Si tú sales me dejarás allá, y luego irás a buscarme a las once en punto.


Esto contrariaba a Maximiliano, porque le tasaba el tiempo; pero no dijo nada.


-Y esta tarde, ¿sale usted? -preguntó luego deseando que su tía saliese antes de comer, para

verificar, mientras ella estuviese fuera, la sustitución de las huchas.


-Puede que me llegue un ratito a casa de Paca Morejón.


"Yo la acompañaré a usted... Tengo que ir a ver a Narciso para que me preste unos apuntes. La

dejaré a usted en la calle de la Habana".


Doña Lupe fue a la cocina y le armó una gran chillería a Papitos porque había dejado quemar el

principio. Pero la chica estaba muy acostumbrada a todo, y se quedaba tan fresca. Como que

acabadita de oírse llamar con las denominaciones más injuriosas y de recibir un pellizco que le

atenazaba la carne, poníase detrás de su ama a hacer visajes y a sacar la lengua, mientras se rascaba

el brazo dolorido.


"Si creerás tú que no te estoy viendo, bribona" decía doña Lupe sin volverse, entre risueña y

enojada. Y no se podía pasar sin ella. Necesitaba tener una criatura a quien reprender y enseñar por

los procedimientos suyos.


Púsose la mantilla doña Lupe, y tía y sobrino salieron. La primera se quedó en la calle de Arango,

y el segundo se fue a comprar la hucha y tornó a su casa. Había llegado la ocasión de

consumar el atentado, y el que durante la premeditación se mostraba tan valeroso, cuando se

aproximaba el instante crítico sentía vivísima inquietud. Empezó por asegurarse de la curiosidad de

Papitos, echando la llave a la puerta después de encender la luz; pero ¿cómo asegurarse de su propia

conciencia que se le alborotaba, pintándole la falta proyectada como nefando delito? Comparó las

dos huchas, observando con satisfacción que eran exactamente iguales en volumen y en el color del

barro. No era posible que nadie adviniese la sustitución. Manos a la obra. Lo primero era romper la

primitiva para coger el oro y la plata, pasando a la nueva la calderilla, con más de dos pesetas en

perros que al objeto había cambiado en la tienda de comestibles. Romper la olla sin hacer ruido era

cosa imposible. Permaneció un rato sentado en una silla junto a la cama, con las dos huchas sobre

esta, acariciando suavemente la que iba a ser víctima. Su mirada vagaba alrededor de la luz, cazando

una idea. La luz iluminaba la mesilla cubierta de hule negro, sobre el cual estaban los libros de estudio,

forrados con periódicos y muy bien ordenados por doña Lupe; dos o tres frascos de sustancias

medicinales, el tintero y varios números de La Correspondencia. La mirada del joven revoloteó por

la estrecha cavidad del cuarto, como si siguiera las curvas del vuelo de una mosca, y fue

de la mesa a la percha en que pendían aquellos moldes de sí mismo, su ropa, el chaqué que

reproducía su cuerpo y los pantalones que eran sus propias piernas colgadas como para que se

estiraran. Miró después la cómoda, el baúl y las botas que sobre él estaban, sus propios pies

cortados, pero dispuestos a andar. Un movimiento de alegría y la animación de la cara indicaron que

Maximiliano había atrapado la idea. Bien lo decía él: con aquellas cosas se había vuelto de repente

hombre de talento. Levantose, y cogiendo una bota salió y fue a la cocina, donde estaba Papitos

cantando.


"Chiquilla, ¿me das la mano del almirez? Esta bota tiene un clavo tremendo, pero tremendo, que

me ha dejado cojo".


Papitos cogió la mano del almirez, haciendo el ademán de machacar al señorito la cabeza.


"Vamos, niña, estate quieta. Mira que le cuento todo a la tía. Me encargó que tuviera cuidado

contigo, y que si te movías de la cocina, te diera dos coscorrones".


Papitos se puso a picar la escarola, sin dejar de hacer visajes.


"Y yo le diré -replicó-, yo le diré lo que hace... el muy trapisondista...".


Maximiliano se estremeció.


"Tonta, ¿qué es lo que yo hago?..." dijo sorteando su turbación.


-Encerrarse en su cuarto, ¡ay olé! ¡ay olé!... para que nadie le vea; pero yo le he visto por el

agujero de la llave... ¡ay olé! ¡ay olé!...


-¿Qué?


-Escribiéndole cartas a la novia.


-Mentira... ¿yo...? Quita allá, enredadora...


Volvió a su cuarto, llevando la mano del almirez, y echada otra vez la llave, tapó el agujero con un

pañuelo.


"Ella no mirará; pero por si se le ocurre...".


El tiempo apremiaba y doña Lupe podía venir. Cuando cogió la hucha llena, el corazón le

palpitaba y su respiración era difícil. Dábale compasión de la víctima, y para evitar su enternecimiento,

que podría frustrar el acto, hizo lo que los criminales que se arrojan frenéticos a dar el primer golpe

para perder el miedo y acallar la conciencia, impidiéndose el volver atrás. Cogió la hucha y con febril

mano le atizó un porrazo. La víctima exhaló un gemido seco. Se había cascado, pero no estaba rota

aún. Como este primer golpe fue dado sobre el suelo, le pareció a Maximiliano que había retumbado

mucho, y entonces puso sobre la cama el cacharro herido. Su azoramiento era tal que casi le pega a

la hucha vacía en vez de hacerlo a la llena; pero se serenó, diciendo: "¡Qué tonto soy! Si esto es mío,

¿por qué no he de disponer de ello cuando me dé la gana?". Y leña, más leña... La infeliz víctima,

aquel antiguo y leal amigo, modelo de honradez y fidelidad, gimió a los fieros golpes,

abriéndose al fin en tres o cuatro pedazos. Sobre la cama se esparcieron las tripas de oro, plata y

cobre. Entre la plata, que era lo que más abundaba, brillaban los centenes como las pepitas amarillas

de un melón entre la pulpa blanca. Con mano trémula, el asesino lo recogió todo menos la calderilla, y

se lo guardó en el bolsillo del pantalón. Los cascos esparcidos semejaban pedazos de un cráneo, y el

polvillo rojo del barro cocido que ensuciaba la colcha blanca pareciole al criminal manchas de sangre.

Antes de pensar en borrar las huellas del estropicio, pensó en poner los cuartos en la hucha nueva,

operación verificada con tanta precipitación que las piezas se atragantaban en la boca y algunas no

querían pasar. Como que la boca era un poquitín más estrecha que la de la muerta. Después metió el

cobre de las dos pesetas que había cambiado.


No había tiempo que perder. Sentía pasos. ¿Subiría ya doña Lupe? No, no era ella; pero pronto

vendría y era forzoso despachar. Aquellos cascos, ¿dónde los echaría? He aquí un problema que le

puso los pelos de punta al asesino. Lo mejor era envolver aquellos despojos sangrientos en un

pañuelo y tirarlos en medio de la calle cuando saliera. ¿Y la sangre? Limpió la colcha como pudo,

soplando el polvo. Después advirtió que su mano derecha y el puño de la camisa

conservaban algunas señales, y se ocupó en borrarlas cuidadosamente. También la mano del almirez

necesitó de un buen limpión. ¿Tendría algo en la ropa? Se miró bien de pies a cabeza. No había nada,

absolutamente nada. Como todos los matadores en igual caso, fue escrupuloso en el examen; pero a

estos desgraciados se les olvida siempre algo, y donde menos lo piensan se conserva el dato

acusador que ilumina a la justicia.


Lo que desconcertó a Rubín cuando creyó concluida su faena, fue la aprensión de advertir que la

hucha nueva no se parecía nada a la sacrificada. ¿Cómo antes del crimen las vio tan iguales que

parecían una misma? Error de los sentidos. También podía ser error la diferencia que después del

crimen notaba. ¿Se equivocó antes o se equivocaba después? En la enorme turbación de su ánimo no

podía decidir nada. "Pero si, basta tener ojos -decía-, para conocer que esta hucha no es aquella...

En esta el barro es más recocho, de color más oscuro, y tiene por aquí una mancha negra... A la

simple vista se ve que no es la misma... Dios nos asista. ¿A ver el peso?... Pues el peso me parece

que es menor en esta... No, más bien mayor, mucho mayor... ¡Fatalidad!".


Quedose parado un largo rato mirando a la luz y viendo en ella a doña Lupe en el acto de coger la

hucha falsa y decir: "Pero esta hucha... no sé... me parece... no es la misma". Dando un

gran suspiro, envolvió rápidamente en un pañuelo los destrozados restos de la víctima, y los guardó

en la cómoda hasta el momento de salir. Puso la nueva hucha en el sitio de costumbre, que era el

cajón alto de la cómoda, abrió la puerta, quitando el pañuelo que tapaba el agujero de la llave, y

después de llevar a la cocina el instrumento alevoso, volvió a su cuarto con idea de contar el dinero...

Pero si era suyo, ¿a qué tanto miedo y zozobra? Él no había robado nada a nadie, y sin embargo,

estaba como los ladrones. Más derecho era referir a su tía lo que le pasaba, que no andar con

tapujos. ¡Sí, pues buena se pondría doña Lupe si él le contara su aventura y el empleo que daba a sus

ahorros! Valía más callar, y adelante.


No pudo entretenerse en contar su tesoro, porque entró doña Lupe, dirigiéndose inmediatamente

a la cocina. Maximiliano se paseaba en su cuarto esperando que le llamasen a comer, y hacía cálculos

mentales sobre aquella desconocida suma que tanto le pesaba. "Mucho debe de ser, pero mucho

-calculaba-; porque en tal tiempo eché un dobloncito de cuatro, y en cual tiempo otro. Y cuando

tomé la medicina aquella que sabía tan mal, me dio mi tía dos duritos, y cada vez que había que tomar

purga un durito o medio durito. Lo que es en monedas de a cinco, puede que pasen de

quince".


Sintió que le renacía el valor. Pero cuando le llamaron a comer, y fue al comedor y se encaró con

su tía, pensó que esta le iba a conocer en la cara lo que había hecho. Mirábale ella lo mismo que el

día infausto en que le robara los botones arrancándolos de la ropa... Y al sobrinito se le alborotó la

conciencia, haciéndole ver peligros donde no los había. "Me parece -cavilaba, tragando la sopa-, que

la colcha no ha quedado muy limpia... Caspitina, se me olvidó una cosa; pero una cosa muy

importante... ver si habían caído pedacitos de barro en alguna parte. Ahora recuerdo que oí el tin,

como si un casquillo saltara en el momento del golpe y fuera a chocar disparado con el frasco de

ioduro. En el suelo quizás... ¡y mi tía barre todos los días!... ¡Cómo me mira! Si sospechará algo... Lo

que ahora me faltaba era que mi tía hubiese pasado por la tienda al volver de casa de las de Morejón,

y le hubiera dicho el tendero: "Aquí estuvo su sobrino a cambiar dos pesetas en calderilla".


El mirar escrutador de doña Lupe no tenía nada de particular. Acostumbrada ella a estudiarle la

cara, para ver cómo andaba de salud, y el tal semblante era un libro en que la buena señora había

aprendido más Medicina que Farmacia su sobrino en los textos impresos.


"Me parece que tú no andas bien... -le dijo-. Cuando entré te sentí toser... Estas

heladas... Por Dios, ten mucho cuidado; no tengamos aquí otra como la del año pasado,

que empalmaste cuatro catarros y por poco pierdes el curso. No olvides de liarte un pañuelo de seda

en la cabeza, de noche, cuando te acuestes; y yo que tú empezaría a tomar el agua de brea... No

hagas ascos. Es bueno curarse en salud. Por sí o por no, mañana te traigo las pastillas de Tolú".


Con esto se tranquilizó el joven comprendiendo que las miradas no eran más que la inspección

médica de todos los días. Comieron y se prepararon para salir. El criminal se embozó bien en la capa

y apagó la luz de su cuarto para coger los restos de la víctima y sacarlos ocultamente. Como las

monedas que en el bolsillo del pantalón llevaba no eran paja, se denunciaban sonando una contra

otra. Por evitar este ruido inoportuno, Maximiliano se metió un pañuelo en aquel bolsillo,

atarugándolo bien para que las piezas de plata y oro no chistasen, y así fue en efecto, pues en todo el

trayecto desde Chamberí hasta la casa de Torquemada el oído de doña Lupe, que siempre se afinaba

con el rumor de dinero como el oído de los gatos con los pasos del ratón, y hasta parecía que

entiesaba las orejas, no percibió nada, absolutamente nada. El sobrinito, cuando creía que las

monedas se movían, atarugaba el bolsillo como quien ataca un arma. ¡Creeríase que le había salido un

tumor en la pierna!...




- II -


Afanes y contratiempos de un redentor



- I -


Grande fue el asombro de Fortunata aquella noche cuando vio que Maximiliano sacaba puñados

de monedas diferentes, y contaba con rapidez la suma, apartando el oro de la plata. A la sorpresa un

tanto alegre de la joven, siguió pronto sospecha de que su improvisado amigo hubiese adquirido aquel

caudal por medios no muy limpios. Creyó ver en él un hijo de familia que, arrastrado de la pasión y

cegado por la tontería, se había incautado de la caja paterna. Esta idea la mortificó mucho, haciéndole

ver la cruel insistencia con que su destino la maltrataba. Desde que fue lanzada a los azares de aquella

vida, se había visto siempre unida a hombres groseros, perversos o tramposos, lo peor de cada

casa.


No dejó entrever a Maximiliano sus sospechas sobre la procedencia del dinero, que, viniera de

donde viniese, no podía ser mal recibido, y poco a poco se fue tranquilizando al ver que el apreciable

muchacho hacía alarde de poseer ideas económicas enteramente contrarias a las de sus

predecesores. "Esto -dijo mostrándole un grupito de monedas de oro-, es para que desempeñes la

ropa que te sea más necesaria... Los trajes de lujo, el abrigo de terciopelo, el sombrero y las alhajas

se sacarán más adelante, y se renovará el préstamo para que no se pierdan. Olvídate por ahora de

todo lo que es pura ostentación. Acabose el barullo. Se gastará nada más que lo que se tenga, para

no hacer ni una trampa, pero ni una sola trampa. Fíjate bien". Esta sensatez era cosa nueva para

Fortunata, y empezó a corregir algo sus primeras ideas acerca de su amante y a considerarle mejor

que los demás. En los días siguientes Olmedo confirmó esta buena opinión, hablándole con vivos

encarecimientos de la formalidad de aquel chico y de lo muy arregladito que era.


Quedó convenido entre Fortunata y su protector tomar un cuarto que estaba desalquilado en la

misma casa. Rubín insistió mucho en la modestia y baratura de los muebles que se habían de poner,

porque... (para que se vea si era juicioso) "conviene empezar por poco". Después se vería, y el

humilde hogar iría creciendo y embelleciéndose gradualmente. Aceptaba ella todo sin entusiasmo ni

ilusión alguna, más bien por probar. Maximiliano le era poco simpático; pero en sus palabras y en sus

acciones había visto desde el primer momento la persona decente, novedad grande para

ella. Vivir con una persona decente despertaba un poco su curiosidad. Dos días estuvo ocupada en

instalarse. Los muebles se los alquiló una vecina que había levantado casa, y Rubín atendió a todo

con tal tino, que Fortunata se pasmaba de sus admirables dotes administrativas, pues no tenía ni idea

remota de aquel ingenioso modo de defender una peseta, ni sabía cómo se recorta un gasto para

reducirlo de seis a cinco, con otras artes financieras que el excelente chico había aprendido de doña

Lupe.


Tratando de medir el cariño que sentía por su amiga, Maximiliano hallaba pálida e inexpresiva la

palabra querer, teniendo que recurrir a las novelas y a la poesía en busca del verbo amar, tan usado

en los ejercicios gramaticales como olvidado en el lenguaje corriente. Y aun aquel verbo le parecía

desabrido para expresar la dulzura y ardor de su cariño. Adorar, idolatrar y otros cumplían mejor su

oficio de dar a conocer la pasión exaltada de un joven enclenque de cuerpo y robusto de espíritu.


Cuando el enamorado se iba a su casa, llevaba en sí la impresión de Fortunata transfigurada.

Porque no ha habido princesa de cuento oriental ni dama del teatro romántico que se ofreciera a la

mente de un caballero con atributos más ideales ni con rasgos más puros y nobles. Dos Fortunatas

existían entonces, una la de carne y hueso, otra la que Maximiliano llevaba estampada en

su mente. De tal modo se sutilizaron los sentimientos del joven Rubín con aquel extraordinario amor,

que este le inspiraba no sólo las buenas acciones, el entusiasmo y la abnegación, sino también la

delicadeza llevada hasta la castidad. Su naturaleza pobre no tenía exigencias; su espíritu las tenía

grandes, y estas eran las que más le apremiaban. Todo lo que en el alma humana puede existir de

noble y hermoso brotó en la suya, como los chorros de lava en el volcán activo. Soñaba con

redenciones y regeneraciones, con lavaduras de manchas y con sacar del pasado negro de su amada

una vida de méritos. El generoso galán veía los más sublimes problemas morales en la frente de

aquella infeliz mujer, y resolverlos en sentido del bien parecíale la más grande empresa de la voluntad

humana. Porque su loco entusiasmo le impulsaba a la salvación social y moral de su ídolo, y a poner

en esta obra grandiosa todas las energías que alborotaban su alma. Las peripecias vergonzosas de la

vida de ella no le desalentaban, y hasta medía con gozo la hondura del abismo del cual iba a sacar a

su amiga; y la había de sacar pura o purificada. En aquellas confidencias que ambos tenían, creía

Maximiliano advertir en la pecadora un cierto fondo de rectitud y menos corrupción de lo que a

primera vista parecía. ¿Se equivocaría en esto? A veces lo sospechaba; pero su buena fe

triunfaba al instante de esta sospecha. Lo que sí podía sostener sin miedo a equivocarse era que

Fortunata tenía vivos deseos de mejorar su personalidad, es decir, de adecentarse y pulirse. Su

ignorancia era, como puede suponerse, completa. Leía muy mal y a trompicones, y no sabía escribir.


Lo esencial del saber, lo que saben los niños y los paletos, ella lo ignoraba, como lo ignoran otras

mujeres de su clase y aun de clase superior. Maximiliano se reía de aquella incultura rasa, tomando en

serio la tarea de irla corrigiendo poco a poco. Y ella no disimulaba su barbarie; por el contrario,

manifestaba con graciosa sinceridad sus ardientes deseos de adquirir ciertas ideas y de aprender

palabras finas y decentes. Cada instante estaba preguntando el significado de tal o cual palabra, e

informándose de mil cosas comunes. No sabía lo que es el Norte y el Sur. Esto le sonaba a cosa de

viento; pero nada más. Creía que un senador es algo del Ayuntamiento. Tenía sobre la imprenta ideas

muy extrañas, creyendo que los autores mismos ponían en las páginas aquellas letras tan iguales. No

había leído jamás libro ninguno, ni siquiera novela. Pensaba que Europa es un pueblo y que Inglaterra

es un país de acreedores. Respecto del sol, la luna y todo lo demás del firmamento, sus nociones

pertenecían al orden de los pueblos primitivos. Confesó un día que no sabía quién fue

Colón. Creía que era un general, así como O'Donnell o Prim. En lo religioso no estaba más

aventajada que en lo histórico. La poca doctrina cristiana que aprendió se le había olvidado.

Comprendía a la Virgen, a Jesucristo y a San Pedro; les tenía por muy buenas personas, pero nada

más. Respecto a la inmortalidad y a la redención, sus primeras ideas eran muy confusas. Sabía que

arrepintiéndose uno, bien arrepentido, se salva; eso no tenía duda, y por más que dijeran, nada que se

relacionase con el amor era pecado.


Sus defectos de pronunciación eran atroces. No había fuerza humana que le hiciera decir

fragmento, magnífico, enigma y otras palabras usuales. Se esforzaba en vencer esta dificultad,

riendo y machacando en ella; pero no lo conseguía. Las eses finales se le convertían en jotas, sin que

ella misma lo notase ni evitarlo pudiera, y se comía muchas sílabas. Si supiera ella qué bonita boca se

le ponía al comérselas, no intentara enmendar su graciosa incorrección. Pero Maximiliano se había

erigido en maestro, con rigores de dómine e ínfulas de académico. No la dejaba vivir, y estaba en

acecho de los solecismos para caer sobre ellos como el gato sobre el ratón. "No se dice diferiencia,

sino diferencia. No se dice Jacometrenzo, ni Espiritui Santo, ni indilugencias. Además escamón y

escamarse son palabras muy feas, y llamar tiologías a todo lo que no se entiende es una

barbaridad. Repetir a cada instante pa chasco es costumbre ordinaria", etc...


Lo mejorcito que aquella mujer tenía era su ingenuidad. Repetidas veces sacó Maximiliano a

relucir el caso de la deshonra de ella, por ser muy importante este punto en el plan de regeneración.

El inspirado y entusiasta mancebo hacía hincapié en lo malos que son los señoritos y en la necesidad

de una ley a la inglesa que proteja a las muchachas inocentes contra los seductores. Fortunata no

entendía palotada de estas leyes. Lo único que sostenía era que el tal Juanito Santa Cruz era el único

hombre a quien había querido de verdad, y que le amaba siempre. ¿Por qué decir otra cosa?

Reconociendo el otro con caballeresca lealtad que esta consecuencia era laudable, sentía en su alma

punzada de celos, que trastornaba por un instante sus planes de redención.


"¿Y le quieres tanto, que si le vieras en algún peligro le salvarías?".


-Claro que sí... me lo puedes creer. Si le viera en un peligro, le sacaría en bien, aunque me

perdiera yo. No sé decir más que lo que me sale de entre mí. Si no es verdad esto, que no llegue a la

noche con salud.


Se puso tan guapa al hacer esta declaración, que Rubín la miró mucho antes de decir:


"No, no jures; no necesitas jurarlo. Te creo. Di otra cosa. Y si ahora entrara por esa puerta y te

dijera: 'Fortunata, ven' ¿irías?".


Fortunata miró a la puerta. Rubín tragaba saliva y buscaba en el sitio donde tenemos el bigote algo

que retorcer, y encontrando sólo unos pelos muy tenues, los martirizaba cruelmente.


"Eso... según... -dijo ella plegando su entrecejo-. Me iría o no me iría...".




- II -


Maximiliano quería saberlo todo. Era como el buen médico que le pide al enfermo las noticias más

insignificantes del mal que padece y de su historia para saber cómo ha de curarle. Fortunata no

ocultaba nada, eso bueno tenía, y el doctor amante se encontraba a veces con más quizás de lo

necesario para la prodigiosa cura. ¡Y qué horrorizado se quedaba oyendo contar lo mal que se portó

el seductor de aquella hermosura! El honradísimo aprendiz de farmacéutico no comprendía que

pudieran existir hombres tan malos, y las penas todas del infierno parecíanle pocas para castigarles.

Criminal más perverso que los asesinos y ladrones era, según él, el señorito seductor de doncella

pobre, que le hacía creer que se iba a casar con ella, y después la dejaba plantada en

medio del arroyo con su chiquillo o con las vísperas. ¿Por cuánto haría esto él, Maximiliano Rubín?...

El tal Juanito Santa Cruz era, pues, el hombre más infame, más execrable y vil que se podía imaginar.

Pero la misma ofendida no extremaba mucho, como parecía natural, los anatemas contra el seductor,

por cuya razón tuvo Maximiliano que redoblar su furia contra él, llamándole monstruo y otras cosas

muy malas. Fortunata veíase forzada a repetirlo; pero no había medio de que pronunciara la palabra

monstruo. Se le atravesaba como otras muchas, y al fin, después de mil tentativas que parecían

náuseas, la soltaba entre sus bonitísimos dientes y labios, como si la escupiera.


Prefería contar particularidades de su infancia. Su difunto padre poseía un cajón en la plazuela y

era hombre honrado. Su madre tenía, como Segunda, su tía paterna, el tráfico de huevos. Llamábanla

a ella desde niña la Pitusa, porque fue muy raquítica y encanijada hasta los doce años; pero de

repente dio un gran estirón y se hizo mujer de talla y de garbo. Sus padres se murieron cuando ella

tenía doce años... Oía estas cosas Maximiliano con mucho placer. Pero con todo, mandábala que

fuese al grano, a las cosas graves, como lo referente al hijo que había tenido. Cuando parte de esta

historia fue contada, al joven le faltó poco para que se le saltaran las lágrimas. La tierna

criatura sin más amparo que su madre pobre, la aflicción de esta al verse abandonada, eran en verdad

un cuadro tristísimo que partía el corazón. ¿Por qué no le citó ante los tribunales? Es lo que debía

haber hecho. A estos tunantes hay que tratarles a la baqueta. Otra cosa. ¿Por qué no se le ocurrió

darle un escándalo, ir a la casa con el crío en brazos y presentarse a doña Bárbara y a D. Baldomero

y contarles allí bien clarito la gracia que había hecho su hijo?... Pero no, esto no hubiera sido muy

conforme con la dignidad. Más valía despreciarle, dejándole entregado a su conciencia, sí, a su

conciencia, que buen jaleo le había de armar tarde o temprano.


Fortunata, al oír esto, fijaba sus ojos en el suelo, repitiendo como una máquina aquello de que lo

mejor era el desprecio. Sí, despreciarle, repetía el otro, pues era ignominia solicitar su protección.

Aunque le dieran lo que le dieran, no era capaz Fortunata de decir ignominia, Maximiliano insistió en

que había sido una gran falta pedir amparo al mismo Juanito Santa Cruz, a aquel infame, cuando

volvió ella a Madrid y le cayó su niño enfermo.


"Pero, tontín, si no es por él, no hubiéramos tenido con qué enterrarle" dijo Fortunata saliendo a

la defensa de su propio verdugo.


-Primero le dejo yo insepulto, que recurrir... La dignidad, hija, es antes que todo. Fíjate

bien en esto. Lo que quiero saber ahora es qué sujeto era ese con quien te uniste después, el que

te sacó de Madrid y te llevó de pueblo en pueblo como los trastos de una feria.


-Era un hombre traicionero y malo -dijo Fortunata con desgana, como si el recuerdo de aquella

parte de su vida le fuera muy desagradable-. Me fui con él porque me vi perdida, y no tenía a dónde

volverme. Era hermano de un vecino nuestro en la Cava de San Miguel. Primeramente tuvo un cajón

de casquería en la plaza, y después puso tienda de quincalla. iba a todas las ferias con un sin fin de

arcas llenas de baratijas, y armaba tiendas. Le llamaban Juárez el negro por tener la color muy

morena. Viéndome tan mal, me ofreció el oro y el moro, y que iba a hacer y a acontecer. Mi tía me

echó de la casa y mi tío se desapareció. Yo estaba enferma, y Juárez me dijo que si me iba con él, me

llevaría a baños. Decía que ganaba montes y montones en las romerías, y que yo iba a estar como una

reina. No se podía casar conmigo porque era casado, pero en cuantito que se muriera su mujer, que

era una borrachona, cumpliría, si señor, cumpliría conmigo.


Y siguió relatando con rapidez aquella página fea, deseando concluirla pronto. Lo del señorito

Santa Cruz, siendo tan desastroso, lo refería con prolijidad y aun con cierta amarga complacencia;

pero lo de Juárez el negro salía de sus labios como una confesión forzada o testimonio

ante tribunales, de esos que van quemando la boca a medida que salen. ¡Cuánto le pesó ponerse en

manos de aquel hombre! Era un perdido, un charrán, una mala persona. Hubiérase resistido a

seguirle, si no le empujaran a ello los parientes con quienes vivía, los cuales no tenían maldita gana de

mantenerle el pico. Pronto vio que todo lo que ofrecía Juárez el negro era conversación. No ganaba

un cuarto; con el mundo entero armaba camorra, y todo el veneno que iba amasando en su maldecida

alma, por la mala suerte, lo descargaba sobre su querida... En fin, vida más arrastrada no la había

pasado ella nunca ni esperaba volverla a pasar... Con el dinero que Juanito Santa Cruz les dio,

cuando estuvieron en Madrid y se murió el niñito, hubiera podido el muy bestia de Juárez arreglar su

comercio; pero ¿qué hizo? Beber y más beber. El vinazo y el aguardientazo le remataron. Una

mañana despertó ella oyéndole dar unos grandes gruñidos... así como si le estuvieran apretando el

tragadero. ¿Qué era? Que se estaba muriendo. Saltó espantada de la cama, y llamó a los vecinos. No

hubo tiempo de suministrarle y sólo le cogió la Unción. Esto pasaba en Lérida. A los dos días,

vendió sus cuatro trastos y con los cuartos que pudo juntar plantose en Barcelona. Había hecho

juramento de no volver a tratar con animales. Libertad, libertad y libertad era lo que le

pedían el cuerpo y el alma.


La verdad ante todo. ¿Para qué decir una cosa por otra? La franqueza es una virtud cuando no se

tienen otras, y la franqueza obligaba a Fortunata a declarar que en la primera temporada de anarquía

moral se había divertido algo, olvidando sus penas como las olvidan los borrachos. Su éxito fue

grande, y su falta de educación ayudaba a cegarla. Llegó a creer que encenegándose mucho se

vengaba de los que la habían perdido, y solía pensar que si el pícaro Santa Cruz la veía hecha un

brazo de mar, tan elegantona y triunfante, se le antojaría quererla otra vez. ¡Pero sí, para él estaba...!

Contó a renglón seguido tantas cosas, que Maximiliano se sintió lastimado. Tuvo precisión de echar

un velo, como dicen los retóricos, sobre aquella parte de la historia de su amada. El velo tenía que

ser muy denso porque la franqueza de Fortunata arrojaba luz vivísima sobre los sucesos referidos, y

su pintoresco lenguaje los hacía reverberar... Dio ella entonces algunos cortes a su relación,

comiéndose no ya las letras sino párrafos y capítulos enteros, y he aquí en sustancia lo que dijo:

Torrellas, el célebre paisajista catalán, era tan celoso que no la dejaba vivir. Inventaba mil tormentos

armándole trampas para ver si caía o no caía. Tan odioso llegó a serle aquel hombre, que al fin se

dejó ella caer. Metiose adrede en la trampa, conociéndola, por gusto de jugarle una

partida al muy majadero, porque así se vengaba de las muchas que le habían jugado a ella. Y nada

más... Total, que por poco la mata el condenado pintor de árboles... Lo que más quemaba a este era

que la infidelidad había sido con un íntimo amigo suyo, pintor también, autor del cuadro de David

mirando a... Fortunata no se acordaba del nombre, pero era una que estaba bañándose... A ninguno

de los dos artistas quería ella; por ninguno de los dos hubiera dado dos cuartos, si se compraran con

dinero. Más que ellos valían sus cuadros. Desde que engañó al primero con el segundo, se le puso en

la cabeza la idea de pegársela a los dos con otro, y la satisfacción de este deseo se la proporcionó un

empleado joven, pobre y algo simpático que se parecía mucho a Juanito Santa Cruz.


Otro velo... Maximiliano se vio precisado a echar otro velo... "Cállate, hazme el favor de callarte"

le dijo, pensando que, según iba saliendo la historia, necesitaba lo menos una pieza de tul. Pero ella

siguió narrando. Pues como iba diciendo, el tal joven salió también un buen punto. Una mañana,

mientras ella dormía, le empeñó todas sus alhajas, para jugar. Y aquí paz... Vino después un viejo que

le daba mucho dinero y la llevó a París donde se engalanó y afinó extraordinariamente su

gusto para vestirse. ¡Viejo más cuco!... Había sido general carcunda en la otra guerra, y trataba

mucho con gente de sotana. Era muy vicioso y le daba muchas jaquecas con tantismas incumbencias

como tenía. Un día se quemó ella y le plantó en la calle. Sucesor, Camps, que le puso casa con gran

rumbo. Parecía hombre muy rico; pero luego resultó que era un trampa-larga. Antes de venir a

Madrid le dio a ella olor de chubasco, y a poco de estar aquí vio que se venía la tempestad encima.

Camps traía recomendaciones para el director del Tesoro, y quiso cobrar unos pagarés falsos de

fusiles que se suponían comprados por el Gobierno. Una noche entró en casa muy enfurruñado, trincó

una maleta pequeña, llenola de ropa, pidió a Fortunata todo el dinero que tenía y dijo que iba al

Escorial. Escorial fue, que no ha vuelto a parecer. Lo demás bien lo sabía Maximiliano... El sucesor

de Camps había sido él, y ya se le conocía en cierto resplandor de sus ojos el orgullo que la herencia

le produjera. Porque bien claro lo había dicho Fortunata. ¡Gracias a Dios que encontraba en su

camino una persona decente!


Sentíase Maximiliano poseedor de una fuerza redentora, hermana de las fuerzas creadoras de la

Naturaleza. ¡Ya vería el mundo la irradiación de bondad y de verdad que él iba a arrojar sobre

aquella infeliz víctima del hombre! Desde que la conoció y sintió que el Cielo se le metía

en su alma, todo en él fue idealismo, nobleza y buenas acciones. ¡Qué diferencia entre él y los

perdularios en cuyas manos estuvo aquella pobrecita! Por mucho que se buscara en la vida de Rubín,

no se encontrarían más que dolores de cabeza y otras molestias físicas; pero a ver, que le sacaran

algún acto ignominioso, ni siquiera una falta.




- III -


Una de las cosas a que Maximiliano daba más importancia para poner en ejecución su plan

redentorista era que Fortunata le amara, porque sin esto la sublime obra iba a tener sus dificultades.

Si Fortunata se prendaba de él, aunque se prendara por lo moral, que es la menor cantidad de amor

posible, no era tan difícil que él la convirtiera al bien por la atracción de su alma. De esta necesidad

de amor previo emanaba la insistencia con que Maximiliano le preguntaba a su ídolo si le quería ya

algo, si le iba queriendo. Algunas veces contestaba ella que sí con esa facilidad mecánica y rutinaria

de los niños aplicados que se saben la lección; otras veces, más sincera y reflexiva, respondía que el

cariño no depende de la voluntad ni menos de la razón, y por esto acontece que una mujer, que no

tiene pelo de tonta, se enamorisca de cualquier pelagatos, y da calabazas a las personas

decentes. Aseguraba estar muy agradecida a Maximiliano por lo bien que se había portado con ella, y

de aquella gratitud saldría, con el trato, el querer. Según Rubín, el orden natural de las cosas en el

mundo espiritual establece que el amor nazca del agradecimiento, aunque también nace de otros

padres. El corazón le decía, como él dice las cosas, a la calladita, que Fortunata le había de querer de

firme; y esperaba con paciencia el cumplimiento de esta dulce profecía. Sin embargo, no las tenía

todas consigo, porque como se dan casos de que salga fallido lo que el corazón anuncia, pasaba el

pobre chico horas de verdadera angustia, y a solas en su casa, se metía en unos cálculos muy hondos

para averiguar el estado de los sentimientos de su querida. Rápidamente pasaba de la duda más cruel

a las afirmaciones terminantes. Tan pronto pensaba que no le quería ni pizca, como que le empezaba

a querer, y todo era discutir y analizar palabras, gestos y actos de ella, interpretándolos de una

manera o de otra. "¿Por qué me dijo tal o cual cosa? ¿Qué querría expresar con aquella reticencia?...

Y aquella carcajadita, ¿qué significaba?... Ayer, cuando me abrió la puerta, no me dijo nada... Pero

cuando me marché díjome que me abrigara bien".


La casa estaba en una de las muchas rinconadas de la antigua calle de San Antón. En

el portal había una relojería entre cristales, quedando tan poco espacio para la entrada, que los

gordos tenían que pasar de medio lado; en el piso bajo y tienda una bollería que inundaba la casa de

emanaciones de canela y azúcar. En el piso principal radicaba una casa de préstamos con farolón a la

calle, y en ciertos días había en los balcones ventilación de capas empeñadas. Más arriba los pisos

estaban divididos en viviendas estrechas y de poco precio. Había derecha, izquierda y dos interiores.

Los vecinos eran de dos clases: mujeres sueltas, o familias que tenían su comercio en el próximo

mercado de San Antón. Hueveras y verduleras poblaban aquellos reducidos aposentos, echando sus

hijos a la escalera para que jugasen. En uno de los segundos exteriores vivía Feliciana, y Fortunata en

un tercero interior. Lo alquiló Rubín por encontrarlo tan a mano, con intención de tomar vivienda

mejor cuando variaran las circunstancias.


Pasaba Maximiliano allí todo el tiempo de que podía disponer. Por la noche estaba hasta las doce

y a veces hasta la una, no faltando ni aun cuando se veía acometido de sus terribles jaquecas. La

sorpresa y confusión que a doña Lupe causaba esto no hay para qué decirlas, y no se satisfacía con

las explicaciones que su sobrinito daba. "Aquí hay gato encerrado -decía la astuta

señora-, o en términos más claros, gata encerrada".


Cuando Maximiliano iba con jaqueca a la casa de su amante, esta le cuidaba casi tan bien como la

propia doña Lupe, y hacía los imposibles por conseguir que no metieran bulla los chicos de la

huevera. Esto lo agradecía tanto el enfermo que se le aumentaba el amor, si fuera capaz de aumento

lo que ya era tan grande. Observó con satisfacción que Fortunata salía a la calle lo menos posible.

Por la mañana bajaba a hacer su compra, con su cesto al brazo, y al cuarto de hora volvía. Ella

misma se hacía la comida y limpiaba la casa, en cuyas operaciones se le iba casi todo el día. No

recibía visitas de mujeres de conducta dudosa, y la suya era estrictamente ajustada a las prácticas de

una vida regular. "Tiene la honradez en la médula de los huesos -decía Maximiliano rebosando

alegría-. Le gusta tanto trabajar, que cuando tiene hecha una cosa la desbarata y la vuelve a hacer por

no estar ociosa. El trabajo es el fundamento de la virtud. Lo que digo, esta mujer ha sido mala a la

fuerza".


En medio de estos dulcísimos ensueños de su alma arrebatada, sentía Maximiliano unos saetazos

que le hacían volver sobresaltado a la realidad. Era como la feroz picada de un mosquito cuando

estamos empezando a dormirnos dulcemente... Por mucho que se estirase el dinero

sacado de la hucha, al fin se tenía que concluir, porque todo es finito en este mundo, y el metálico

precisamente es una de las cosas más finitas que se pueden imaginar... ¡María Santísima!, cuando el

temido momento llegase... ¡cuando la última peseta del último duro fuera cambiada...! Si el mosquito

le picaba a Maximiliano cuando estaba en su cama dormido o preparándose a ello, incorporábase tan

desvelado cual si fueran las doce del día, o se ponía a dar vueltas en el lecho y a calentarlo con el

ardor de su febril zozobra. A veces invocaba al Cielo con íntimo fervor de oración. Esperaba que la

obra generosa que había emprendido pesase mucho en las recónditas intenciones de la Providencia

para que Esta le sacase del atolladero en que los amantes iban a caer. Él no era un granuja; ella se

estaba portando bien, y con su conducta echaba velos y más velos sobre lo pasado. Si la Providencia

no tenía en cuenta estas circunstancias, ¿de qué le valía a uno portarse bien y ser un modelo de orden

y buena fe? Esto es claro como el agua. Fortunata pensaba lo mismo, cuando él le confiaba sus

temores. Tenía que ser así, o todo lo que se habla de la Providencia es patraña. Pronto diré cómo se

salieron con la suya, con lo cual se demostró que tenían allá arriba, en los mismos cielos, alguna

entidad de peso que les protegía. Bien ganada se tenían esta protección, porque él,

enaltecido por su cariño, ella, aspirando a la honradez y ensayándose en practicarla, eran dos seres

que valían cualquier dinero, o en otros términos, dignos de que se les facilitaran los medios de

continuar su campaña virtuosa.




- IV -


La única visita que recibían era la de Feliciana y Olmedo. Ni una ni otro agradaban mucho a

Maximiliano: ella por ser ordinaria y de sentimientos innobles, incapaz de apetecer la honradez como

estado permanente; él por ser muy atropellado, muy hablador, muy amigo de contar cuentos sucios y

de decir palabras indecentes. Entraba siempre con el sombrero echado atrás, afectando una grosería

de maneras que no tenía, imitando los modales y hasta el andar de los borrachos, arrastrando las

palabras, pero absteniéndose de beber con disculpa de mal de estómago, en realidad porque se

mareaba y embrutecía a la segunda copa. En confianza dijo Maximiliano a Fortunata que debían

mudarse de casa para no tener vecinos tan contrarios al método de personas decentes que se habían

impuesto.


De todo lo que el enamorado pensaba hacer para la redención de su querida, nada le parecía tan

urgente como enseñarla a escribir y a leer bien. Todas las mañanas la tenía media hora

haciendo palotes. Fortunata deseaba aprender; pero ni con la paciencia ni con la atención sostenida

se desarrollaban sus talentos caligráficos. Estaban ya muy duros aquellos dedos para tales primores.

El hábito del trabajo en su infancia había dado robustez a sus manos, que eran bonitas, aunque

bastas, cual manos de obrera. No tenía pulso para escribir, se manchaba de tinta los dedos y sudaba

mucho, poniéndose sofocada y haciendo con los labios una graciosa trompeta en el momento de

trazar el palote.


"Nada de hociquitos, hija de mi alma; eso es muy feo -le decía el profesor acariciándole la

cabeza-. No agarrotes los dedos... Si es cosa sencillísima, y lo más fácil...".


Ya se ve, para él era fácil; pero ella, que en su vida las había visto más gordas, hallaba en la

escritura una dificultad invencible. Decía con tristeza que no aprendería jamás, y se lamentaba de que

en su niñez no la hubieran puesto a la escuela. La lectura la cansaba también y la aburría

soberanamente, porque después de estarse un mediano rato sacando las sílabas como quien saca el

agua de un pozo, resultaba que no entendía ni jota de lo que el texto decía. Arrojaba con desprecio el

libro o periódico, diciendo que ya no estaba la Magdalena para tafetanes.


Si en el orden literario no mostraba ninguna aplicación, en lo tocante al arte social no

sólo era aplicadísima, sino que revelaba aptitudes notables. Las lecciones que Maximiliano le daba

referentes a cosas de urbanidad y a conocimientos rudimentarios de los que exige la buena educación

eran tan provechosas, que le bastaban a veces indicaciones leves para asimilarse una idea o un

conjunto de ideas. "Aunque te estorbe lo negro -le decía él-, me parece que tú tienes talento". En

poco tiempo le enseñó todas las fórmulas que se usan en una visita de cumplido, cómo se saluda al

entrar y al despedirse, cómo se ofrece la casa y otras muchas particularidades del trato fino. Y

también aprendió cosas tan importantes como la sucesión de los meses del año, que no sabía, y cuál

tiene treinta y cuál treinta y un días. Aunque parezca mentira, este es uno de los rasgos característicos

de la ignorancia española, más en las ciudades que en las aldeas, y más en las mujeres que en los

hombres. Gustaba mucho de los trabajos domésticos, y no se cansaba nunca. Sus músculos eran de

acero, y su sangre fogosa se avenía mal con la quietud. Como pudiera, más se cuidaba de prolongar

los trabajos que de abreviarlos. Planchar y lavar le agradaba en extremo, y entregábase a estas faenas

con delicia y ardor, desarrollando sin cansarse la fuerza de sus puños. Tenía las carnes duras y

apretadas, y la robustez se combinaba en ella con la agilidad, la gracia con la rudeza para

componer la más hermosa figura de salvaje que se pudiera imaginar. Su cuerpo no necesitaba corsé

para ser esbeltísimo. Vestido enorgullecía a las modistas; desnudo o a medio vestir, cuando andaba

por aquella casa tendiendo ropa en el balcón, limpiando los muebles o cargando los colchones cual si

fueran cojines, para sacarlos al aire, parecía una figura de otros tiempos; al menos, así lo pensaba

Rubín, que sólo había visto belleza semejante en pinturas de amazonas o cosa tal. Otras veces le

parecía mujer de la Biblia, la Betsabée aquella del baño, la Rebeca o la Samaritana, señoras que

había visto en una obra ilustrada, y que, con ser tan barbianas, todavía se quedaban dos dedos más

abajo de la sana hermosura y de la gallardía de su amiga.


En los comienzos de aquella vida, Maximiliano abandonó mucho sus estudios; pero cuando fue

metodizando su amor, la conciencia de la misión moral que se proponía cumplir le estimuló al estudio,

para hacerse pronto hombre de carrera. Y era muy particular lo que le ocurría. Se notaba más

despierto, más perspicaz para comprender, más curioso de los secretos de la ciencia, y le interesaba

ya lo que antes le aburriera. En sus meditaciones, solía decir que le había entrado talento, como si

dijese que le había entrado calentura. Indudablemente no era ya el mismo. En media hora

se aprendía una lección que antes le llevaba dos horas y al fin no la sabía. Creció su admiración al

observarse en clase contestando con relativa facilidad a las preguntas del profesor y al notar que se le

ocurrían apreciaciones muy juiciosas; y el profesor y los alumnos se pasmaban de que Rubinius

vulgaris se hubiera despabilado como por ensalmo. Al propio tiempo hallaba vivo placer en ciertas

lecturas extrañas a la Farmacia, y que antes le cautivaban poco. Algunos de sus compañeros solían

llevar al aula, para leer a escondidas, obras literarias de las más famosas. Rubín no fue nunca

aficionado a introducir de contrabando en clase, entre las páginas de la Farmacia

químico-orgánica, el Werther de Goëthe o los dramas de Shakespeare. Pero después de aquella

sacudida que el amor le dio, entrole tal gusto por las grandes creaciones literarias, que se embebecía

leyéndolas. Devoró el Fausto y los poemas de Heine, con la particularidad de que la lengua francesa,

que antes le estorbaba, se le hizo pronto fácil. En fin, que mi hombre había pasado una gran crisis. El

cataclismo amoroso varió su configuración interna. Considerábase como si hubiera estado durmiendo

hasta el momento en que su destino le puso delante la mujer aquella y el problema de la redención.


"Cuando yo era tonto -decía sin ocultarse a sí mismo el desprecio con que se miraba

en aquella época que bien podría llamarse antediluviana-, cuando yo era tonto, éralo por carecer de

un objeto en la vida. Porque eso son los tontos, personas que no tienen misión alguna".


Fortunata no tenía criada. Decía que ella se bastaba y se sobraba para todos los quehaceres de

casa tan reducida. Muchas tardes, mientras estaba en la cocina, Maximiliano estudiaba sus lecciones,

tendido en el sofá de la sala. Si no fuera porque el espectro de la hucha se le solía aparecer de vez en

cuando anunciándole el acabamiento del dinero extraído de ella, ¡cuán feliz habría sido el pobre

chico! A pesar de esto, la dicha le embargaba. Entrábale una embriaguez de amor que le hacía ver

todas las cosas teñidas de optimismo. No había dificultades, no había peligros ni tropiezos. El dinero

ya vendría de alguna parte. Fortunata era buena, y bien claros estaban ya sus propósitos de decencia.

Todo iba a pedir de boca, y lo que faltaba era concluir la carrera y... Al llegar aquí, un pensamiento

que desde el principio de aquellos amores tenía muy guardadito, porque no quería manifestarlo sino

en sazón oportuna, se le vino a los labios. No pudo retener más tiempo aquel secreto que se le salía

con empuje, y si no lo decía reventaba, sí, reventaba; porque aquel pensamiento era todo su amor,

todo su espíritu, la expresión de todo lo nuevo y sublime que en él había, y no se puede

encerrar cosa tan grande en la estrechez de la discreción. Entró la pecadora en la sala, que hacía

también las veces de comedor, a poner la mesa, operación en extremo sencilla y que quedaba hecha

en cinco minutos. Maximiliano se abalanzó a su querida con aquella especie de vértigo de respeto que

le entraba en ocasiones, y besándole castamente un brazo que medio desnudo traía, cogiéndole

después la mano basta y estrechándola contra su corazón, le dijo:


"Fortunata, yo me caso contigo".


Ella se echó a reír con incredulidad; pero Rubín repitió el me caso contigo tan solemnemente, que

Fortunata lo empezó a creer. "Hace tiempo -añadió él-, que lo había pensado... Lo pensé cuando te

conocí, hace un mes... Pero me pareció bien no decirte nada hasta no tratarte un poco... O me caso

contigo o me muero. Este es el dilema".


-Tie gracia... ¿Y qué quiere decir dilema?


-Pues esto: que o me caso o me muero. Has de ser mía ante Dios y los hombres. ¿No quieres ser

honrada? Pues con el deseo de serlo y un nombre, ya está hecha la honradez. Me he propuesto hacer

de ti una persona decente y lo serás, lo serás si tú quieres...


Inclinose para coger los libros que se habían caído al suelo. Fortunata salió para traer lo que en la

mesa faltaba, y al entrar le dijo:


-Esas cosas se calculan bien... no por mí, sino por ti.


-¡Ah!, ya lo tengo pensado; pero muy bien pensado... ¿Y a ti, te había ocurrido esto?


-No... no me pasaba por la imaginación. Tu familia ha de hacer la contra.


-Pronto seré mayor de edad -afirmó Rubín con brío-. Opóngase o no, lo mismo me da...


Fortunata se sentó a su lado, dejando la mesa a medio poner y la comida a punto de quemarse.

Maximiliano le dio muchos abrazos y besos, y ella estaba como aturdida... poco risueña en verdad,

esparciendo miradas de un lado para otro. La generosidad de su amigo no le era indiferente, y

contestó a los apretones de manos con otros no tan fuertes, y a las caricias de amor con otras de

amistad. Levantose para volver a la cocina, y en ella su pensamiento se balanceó en aquella idea del

casorio, mientras maquinalmente echaba la sopa en la sopera... "¡Casarme yo!... ¡pa chasco...!, ¡y

con este encanijado...! ¡Vivir siempre, siempre con él, todos los días... de día y de noche!... ¡Pero

calcula tú, mujer... ser honrada, ser casada, señora de Tal... persona decente...!".




- V -


Maximiliano solía contar algunos particulares de la familia de Rubín, por lo cual tenía

ella noticias de doña Lupe, de Juan Pablo y del cura. Con los detalles que el joven iba dando de sus

parientes, ya Fortunata les conocía como si les hubiera tratado. Aquella noche, excitado por el

entusiasmo que le produjo la resolución de casamiento, se dejó decir, tocante a su tía, algo que era

quizá indiscreto. Doña Lupe prestaba dinero, por mediación de un tal Torquemada, a militares,

empleados y a todo el que cayese. Hablando con completa sinceridad, Maximiliano no era

partidario de aquella manera de constituirse una renta; pero él ¿qué tenía que ver con los actos de su

señora tía? Esta le amaba mucho y probablemente le haría su heredero. Tenía una papelera antigua,

negra y muy grande, de hierro, frente a su cama, donde guardaba el dinero y los pagarés de los

préstamos. Gastaba lo preciso y de mes en mes su fortuna aumentaba, sabe Dios cuánto. Debía de

ser muy rica, pero muy rica, porque él veía que Torquemada le llevaba resmas de billetes. En cuanto

a su hermano Juan Pablo, ya se sabía a ciencia cierta que estaba con los carlistas, y si estos

triunfaban, ocuparía una posición muy alta. Su hermano Nicolás había de parar en canónigo, y quién

sabe, quién sabe si en obispo... En fin, que por todos lados se ofrecía a la joven pareja horizontes

sonrosados. En estas y otras conversaciones se pasaron la primera noche, hasta que se retiró

Maximiliano a su casa, quedándose Fortunata tan pensativa y preocupada que se durmió muy

tarde y pasó la noche intranquila.


El amante también estaba poco dispuesto al sueño; mas era porque el entusiasmo le hacía

cosquillas en el epigastrio, atravesándole un bulto en el vértice de los pulmones, con lo que le pesaba

el respirar, y además poníale candelas encendidas en el cerebro. Por más que él soplaba para

apagarlas y poder dormirse, no lo podía conseguir. Su tía estaba con él un poco seria. Sin duda

sospechaba algo, y como persona de mucho pesquis, no se tragaba ya aquellas bolas del estudiar

fuera de casa y de los amigos enfermos a quienes era preciso velar. A los dos días de aquel en que el

exaltado mozo se arrancó a prometer su mano, doña Lupe tuvo con él una grave conferencia. El

semblante de la señora no revelaba tan sólo recelo, sino profunda pena, y cuando llamó a su sobrino

para encerrarse con él en el gabinete, este sintió desvanecerse su valor. Quitose la señora el manto y

lo puso sobre la cómoda bien doblado. Después de clavar en él los alfileres, mirando a su sobrino de

un modo que le hizo estremecer, le dijo: "Tengo que hablarte detenidamente". Siempre que su tía

empleaba el detenidamente, era para echarle un réspice.


"¿Tienes hoy jaqueca?" le preguntó después doña Lupe.


Maximiliano estaba muy bien de la cabeza; pero para colocarse en buena situación, dijo que sentía

principios de jaqueca. Así doña Lupe tendría compasión de él. Dejose caer en un sillón y se

comprimió la frente.


"Pues se trata de una mala noticia -aseveró la viuda de Jáuregui-, quiero decir, mala, precisamente

mala no... aunque tampoco es buena".


Rubín, sin comprender a qué podía referirse su tía, barruntó que nada tenía que ver aquello con

sus amores clandestinos, y respiró. La opresión del epigastrio se le hizo más ligera, y se acabó de

tranquilizar al oír esto:


"La noticia no ha de afectarte mucho. ¿Para qué tanto rodeo? Tu tía doña Melitona Llorente ha

pasado a mejor vida. Mira la carta en que me lo dice el señor cura de Molina de Aragón. Murió

como una santa, recibió todos los Sacramentos y dejó treinta mil reales para misas".


Maximiliano conocía muy poco a su tía materna. La había visto sólo dos o tres veces siendo muy

niño, y no vivía en su imaginación sino por las rosquillas y el arrope que mandaba de regalo todos los

años en vida de D. Nicolás Rubín. La noticia del fallecimiento de esta buena señora le afectó poco.


"Todo sea por Dios" murmuró por decir algo.


Doña Lupe se volvió de espaldas para abrir el cajón de la cómoda y en esta postura le

dijo:


"Tú y tus hermanos heredáis a Melitona, que por mis cuentas debía tener un capitalito sano de

veinte o veinticinco mil duros".


Maximiliano no oyó bien por estar su tía de espaldas, y aquello le interesaba tanto que se levantó,

puso un codo sobre la cómoda y allí se hizo repetir el concepto para enterarse bien.


"Esas son mis cuentas -agregó doña Lupe-; pero ya ves que en los pueblos no se sabe lo que se

tiene y lo que no se tiene. Probablemente la difunta emplearía algún dinero en préstamos, que es

como tirarlo al viento. Se cobra tarde y mal, cuando se cobra. De modo que no os hagáis muchas

ilusiones. Cuando Juan Pablo venga a Madrid irá a Molina de Aragón a enterarse del testamento y

recoger lo que es vuestro".


-Pues que vaya inmediatamente -dijo Maximiliano dando una palmada sobre la cómoda-; pero

aquello de llegar y en la misma estación coger el billete y zas... al tren otra vez.


-Hombre, no tanto. Tu hermano está en Bayona. Lo mejor es que se pase por Molina antes de

venir a Madrid. Le escribiré hoy mismo. Sosiégate; tú eres así, o la apatía andando o la pura

pólvora... Eso es ahora, que antes, para mover un pie le pedías licencia al otro. Te has vuelto muy

atropellado.


Le miró de un modo tan indagador, que al pobre chico se le volvieron a abatir los

ánimos. Era hombre de carácter siempre que su tía no le clavase la flecha de sus ojuelos pardos y

sagaces, y viose tan perdido que se apresuró a variar la conversación, preguntando a su tía cuántos

años tenía doña Melitona. Estuvo la señora de Jáuregui un ratito haciendo cuentas, estirado el labio

inferior, la cabeza oscilando como un péndulo y los ojos vueltos al techo, hasta que salió una cifra, de

la cual Maximiliano no se hizo cargo. Volvió después doña Lupe a tomar en boca la metamorfosis de

su sobrino, deslizando algunas bromitas, que a este le supieron a cuerno quemado. "Ya se ve, con

esos estudios que haces ahora en casa de los amigos, te habrás vuelto un pozo de ciencia... A mí no

me vengas con fábulas. Tú te pasas el día y la mitad de la noche en alguna conspiración... porque por

el lado de las mujeres no temo nada, francamente. Ni a ti te gusta eso, ni puedes aunque te

gustara...".


Aquel ni puedes incomodaba tanto al joven y le parecía tan humillante, que a punto estuvo de dar

a su tía un mentís como una casa. Pero no pasó de aquí, pues doña Lupe tuvo que ocuparse de cosas

más graves que averiguar si su sobrino podía o no podía. Papitos fue quien le salvó aquel día,

atrayendo a sí toda la atención del ama de la casa. Porque la mona aquella tenía días. Algunos lo

hacía todo tan bien y con tanta diligencia y aseo, que doña Lupe decía que era una perla.

Pero otros no se la podía aguantar. Aquel día empezó de los buenos y concluyó siendo de los peores.

Por la mañana había cumplido admirablemente; estuvo muy suelta de lengua y de manos, haciendo

garatusas y dando brincos en cuanto la señora le quitaba la vista de encima. Semejante fiebre era

señal de próximos trastornos. En efecto, por la tarde dividió en dos la tapa de una sopera, y desde

entonces todo fue un puro desastre. Cuando se enfurruñaba creeríase que hacía las cosas mal adrede.

Le mandaban esto y se salía con lo otro. No se pueden contar las faltas que cometió en una hora.

Bien decía doña Lupe que tenía los demonios metidos en el cuerpo y que era mala, pero mala de

veras, una sinvergüenza, una mal criada y una calamidad... en toda la extensión de la palabra. Y

mientras más repelones le daban, peor que peor. Pasó tanta agua del puchero del agua caliente al

puchero de la verdura, que esta quedó encharcada. Los garbanzos se quemaron, y cuando fueron a

comerlos amargaban como demonios. La sopa no había cristiano que la pasara de tanta sal como le

echó aquella condenada. Luego era una insolente, porque en vez de reconocer sus torpezas decía que

la señora tenía la culpa, y que ella, la muy piojosa, no estaría allí ni un día más porque misté... en

cualsiquiera parte la tratarían mejor. Doña Lupe discutía con ella violentamente,

argumentando con crueles pellizcos, y añadiendo que estaba autorizada por la madre para

descuartizarla si preciso era. A lo que Papitos contestaba echando lumbre por los ojos: "¡Ay, hija, no

me descuartice usted tanto!". Este solía ser el periodo culminante de la disputa, que concluía dándole

la señora a su sirviente una gran bofetada y rompiendo la otra a llorar... Los disparates seguían, y al

servir la mesa ponía los platos sobre ella sin considerar que no eran de hierro. Doña Lupe la

amenazaba con mandarla a la galera o con llamar una pareja, con escabecharla y ponerla en

salmuera, y poco a poco se iba aplacando la fierecilla hasta que se quedaba como un guante.




- VI -


Maximiliano, gozoso de ver que su tía con aquel gran alboroto, no se ocupaba de él, poníase de

parte de la autoridad y en contra de Papitos. Sí, sí; era muy mala, muy descarada, y había que atarla

corto. Azuzaba la cólera de doña Lupe para que esta no se revolviese contra él hablándole de su

cambio de costumbres y de lo que hacía fuera de casa.


Doña Lupe fue aquella noche a casa de las de la Caña, y se estuvo allá las horas muertas.

Maximiliano entró a las once. Había dejado a Fortunata acostada y casi dormida, y se

retiró decidido a afrontar las chafalditas de su tía y a explicarse con ella. Porque después del caso de

la herencia, ya no podía dudar de que la Providencia le favorecía, abriéndole camino. Nunca había

sido él muy religioso; pero aquella noche parecíale desacato y aun ingratitud no consagrar a la

divinidad un pensamiento, ya que no una oración. Estaba como un demente. Por el camino miraba a

las estrellas y las encontraba más hermosas que nunca, y muy mironas y habladoras. A Fortunata, sin

mentarle la herencia por respeto a la difunta, le dijo algo de sus fincas de Molina de Aragón, y de que

si el dinero en hipotecas era el mejor dinero del mundo. A veces su imaginación agrandaba las cifras

de la herencia, añadiéndole ceros, "porque esa gente de los pueblos no gasta un cuarto, y no hace

más que acumular, acumular...".


Los faroles de la calle le parecían astros, los transeúntes excelentes personas, movidas de los

mejores deseos y de sentimientos nobilísimos. Entró en su casa resuelto a espontanearse con su tía...

"¿Me atreveré? -pensaba-. Si me atreviera... ¿Y qué hay de malo en esto? En último caso, ¿qué

puede hacer mi tía? ¿Acaso me va a comer? Si me niega el derecho de casarme con quien me dé la

gana, ya le diré yo cuántas son cinco. No se conoce el genio de las personas hasta que no

llega la ocasión de mostrarlo". A pesar de estas disposiciones belicosas, cuando Papitos le dijo que la

señora no había vuelto todavía, quitósele de encima un gran peso, porque en verdad la revelación del

secreto y el cisco que había de seguirle eran para acoquinar al más pintado. No le arredraba el miedo

de ser vencido, porque su amor y su misión le darían seguramente coraje; pero convenía proceder

con tacto y diplomacia, pensar bien lo que iba a decir para no ofender a su tía, y, si era posible,

ponerla de su parte en aquel tremendo pleito.


Se fue a la cocina detrás de Papitos, siguiendo una costumbre antigua de hacer tertulia y de

entretenerse en pláticas sabrosas cuando se encontraban solos. Un año antes, la criadita y el

estudiante se pasaban las horas muertas en la cocina, contándose cuentos o proponiéndose acertijos.

En estos era fuerte la chiquilla. Sus carcajadas se oían desde la calle cuando repetía la adivinanza, sin

que el otro la pudiera acertar. Maximiliano se rascaba la cabeza, aguzando su entendimiento; pero la

solución no salía. Papitos le llamaba zote, bruto y otras cosas peores sin que él se ofendiera. Tomaba

su revancha en los cuentos, pues sabía muchos, y ella los escuchaba con embeleso, abierta la boca de

par en par y los ojos clavados en el narrador. Aquella noche estaba Papitos de muy mal

temple por la soba que se había llevado, y le tenía mucha tirria al señorito porque no se puso de su

parte en la contienda, como otras veces. "Feo, tonto -le dijo aguzando la jeta cuando le vio sentarse

en la mesilla de pino de la cocina-. Acusón, patoso... memo en polvo".


Maximiliano buscaba una fórmula para pedirle perdón sin menoscabo de su dignidad de señorito.

Sentíase con impulsos de protección hacia ella. Verdad que habían jugado juntos; que el año anterior,

a pesar de la diferencia de edades, eran tan niños el uno como el otro, y se entretenían en enredos

inocentes. Pero ya las cosas habían cambiado. Él era hombre, ¡y qué hombre!, y Papitos una chiquilla

retozona sin pizca de juicio. Pero tenía buena índole, y cuando sentara la cabeza y diera un estirón

sería una criada inapreciable. La chiquilla, después que le dijo todas aquellas injurias, se puso a

repasar una media, en la cual tenía metida la mano izquierda como en un guante. Sobre la mesa

estaba su estuche de costura, que era una caja de tabacos. Dentro de ella había carretes, cintajos, un

canuto de agujas muy roñoso, un pedazo de cera blanca, botones y otras cosas pertinentes al arte de

la costura. La cartilla en que Papitos aprendía a leer estaba también allí, con las hojas sucias y

reviradas. El quinqué de la cocina con el tubo ahumado y sin pantalla, iluminaba la cara

gitanesca de la criada, dándole un tono de bronce rojizo, y la cara pálida y serosa del señorito con

sus ojeras violadas y sus granulaciones alrededor de los labios.


"¿Quieres que te tome la lección?" dijo Rubín cogiendo la cartilla.


-Ni falta... canijo, espátula, paice un garabito... No quiero que me tome lición -replicó la chica

remedándole la voz y el tono.


-No seas salvaje... Es preciso que aprendas a leer, para que seas mujer completa -dijo Rubín

esforzándose en parecer juicioso-. Hoy has estado un poco salida de madre, pero ya eso pasó.

Teniendo juicio, se te mirará siempre como de la familia.


-¡Mia este!... Me zampo yo a la familia... -chilló la otra remedándole y haciendo las morisquetas

diabólicas de siempre.


-No te abandonaremos nunca -manifestó el joven henchido de deseos de protección-. ¿Sabes lo

que te digo?... Para que lo sepas, chica, para que lo sepas, ten entendido que cuando yo me case...

cuando yo me case, te llevaré conmigo para que seas la doncella de mi señora.


Al soltar la carcajada se tendió Papitos para atrás con tanta fuerza, que el respaldo de la silla

crujió como si se rompiera.


-¡Casarse él, vusté!... memo, más que memo, ¡casarse! -exclamó-. Si la señorita dice que

vusté no se puede casar... Sí, se lo decía a doña Silvia la otra noche.


La indignación que sintió Maximiliano al oír este concepto fue tan viva, que de manifestarse en

hechos habría ocurrido una catástrofe. Porque tal ultraje no podía contestarse sino agarrando a

Papitos por el pescuezo y estrangulándola. El inconveniente de esto consistía en que Papitos tenía

mucha más fuerza que él.


-Eres lo más animal y lo más grosero... -balbució Rubín-, que he visto en mi vida. Si no te curas

de esas tonterías, nunca serás nada.


Papitos alargó el brazo izquierdo en que tenía la media, y asomando sus dedos por los agujeros, le

cogió la nariz al señorito y le tiró de ella.


-¡Que te estés quieta!... ¡vaya!... Tú no te has llevado nunca una solfa buena, y soy yo quien te la

va a dar... ¿Y por qué son esas risas estúpidas?... ¿Porque he dicho que me caso? Pues sí señor, me

caso porque me da la gana.


Tiempo hacía que Maximiliano deseaba hablar de aquella manera con alguien, y manifestar su

pensamiento libre y sin turbación. La confidencia que tan difícil era con otra persona, resultaba fácil

con la cocinerita, y el hombre se creció después de dichas las primeras palabras.


"Tú eres una inocente -le dijo poniéndole la mano en el hombro-, tú no conoces el

mundo, ni sabes lo que es una pasión verdadera".


Al llegar a este punto, Papitos no entendió ni jota de lo que su señorito le decía... Era un lenguaje

nuevo, como eran nuevas la expresión de él y la cara seria que puso. No ponía aquella cara cuando

contaba los cuentos.


"Porque verás tú -continuó Rubín, expresándose con alma-; el amor es la ley de las leyes, el amor

gobierna el mundo. Si yo encuentro la mujer que me gusta, que es la mitad, si no la totalidad de mi

vida, una mujer que me transforme, inspirándome acciones nobles y dándome cualidades que antes

no tenía, ¿por qué no me he de casar con ella? A ver, que me lo digan; que me den una razón, media

razón siquiera... Porque tú no me has de salir con argumentos tontos; tú no has de participar de esas

preocupaciones por las cuales...".


Al llegar aquí, el orador se embarulló algo, y no ciertamente por miedo a la dialéctica de su

contrario. Papitos, después de asombrarse mucho de la solemnidad con que el señorito hablaba y de

las cosas incomprensibles que le decía, empezó a aburrirse. Siguió Maximiliano descargando su

corazón, que otra coyuntura de desahogo como aquella no se le volvería a presentar, y por fin la niña

estiró el brazo izquierdo sobre la mesa, y como estaba tan fatigada del ajetreo de aquel día y de los

coscorrones, hizo del brazo almohada y reclinó su cabeza en ella. En aquel momento,

Maximiliano, exaltado por su propia elocuencia, se dejó decir: "La única razón que me dan es que si

ha sido o no ha sido esto o lo otro. Respondo que es falso, falsísimo. Si hay en su existencia días

vergonzosos, y no diré tanto como vergonzosos, días borrascosos, días desventurados, ha sido por

ley de la necesidad y de la pobreza, no por vicio... Los hombres, los señoritos, esa raza de Caín,

corrompida y miserable, tienen la culpa... Lo digo y lo repito. La responsabilidad de que tanta mujer

se pierda recae sobre el hombre. Si se castigara a los seductores y a los petimetres... la sociedad...".


Papitos dormía como un ángel, apoyada la mejilla sobre el brazo tieso, y conservando en la mano

de él la media, por cuyos agujeros asomaban los dedos. Dormía con plácido reposo, la cara seria,

como si aprobase inconscientemente las perrerías que el otro decía de los seductores, y aprovechara

la lección para cuando le tocara. El propio calor de sus palabras llevó a Maximiliano a una exaltación

que parecía insana. No podía estar quieto ni callado. Levantose y fue por los pasillos adelante,

hablando solo en baja voz o haciendo gestos. El pasillo estaba oscuro; pero él conocía tan bien todos

los rincones, que andaba por ellos sin vacilación ni tropiezo. Entró en la sala que también estaba a

oscuras, penetró en el gabinete de su tía, que a la misma boca de lobo se igualara en lo

tenebroso, y allí se le redobló la facundia, y la energía de sus declamaciones rayaba en frenesí.

Apoyando las cláusulas con enfático gesto, se le ocurrían frases de admirable efecto contundente,

frases capaces de tirar de espaldas a todos los individuos de la familia si las oyeran. ¡Qué lástima que

no estuviera allí su tía...! Como si la estuviera viendo, le soltó estas atrevidas expresiones: "Y para

que lo sepa usted de una vez, yo no cedo ni puedo ceder, porque sigo en esto el impulso de mi

conciencia, y contra la conciencia no valen pamplinas, ni ese cúmulo, ese cúmulo, sí señora, de...

preocupaciones rancias que usted me opone. Yo me caso, me caso, y me caso, porque soy dueño de

mis actos, porque soy mayor de edad, porque me lo dicta mi conciencia, porque me lo manda Dios; y

si usted lo aprueba, ella y yo le abriremos nuestros amantes brazos y será usted nuestra madre,

nuestra consejera, nuestra guía...".


Vamos, que sentía de veras no estuviese delante de él en el sillón de hule la propia viuda de

Jáuregui en imagen corpórea, porque de fijo le diría lo mismo que estaba diciendo ante su imagen

figurada y supuesta. Después salió otra vez al pasillo, donde continuó la perorata, paseándose de un

extremo a otro, y gesticulando a favor de la oscuridad. La soledad, el silencio de la noche y la poca

luz favorecen a los tímidos para su comedia de osados y lenguaraces, teniéndose a sí

mismos por público y envalentonándose con su fácil éxito. Maximiliano hablaba quedito; sus fuertes

manotadas no correspondían al diapasón bajo de las palabras, cuya vehemencia sofocada las hacía

parecer como un ensayo.


Cuando doña Lupe llamó a la puerta, su sobrino le abrió, y pasmose ella de que estuviera en pie

todavía. "¡Qué despabilado está el tiempo!" dijo la señora con cierto retintín, que hizo estremecer al

joven, limpiando súbitamente su espíritu de toda idea de independencia, como se limpia de sombras

un farol cuando aparece dentro de él la llama del gas. Al oír la campanilla, acudió la chica dando

traspiés y restregándose los ojos. Doña Lupe no dijo más que: "a la cama todo Cristo". Era muy

tarde y Papitos tenía que madrugar. El sobrino y la cocinerita entraron sin hacer ruido en sus

respectivas madrigueras, como los conejos cuando oyen los pasos del cazador.




- VII -


La declaración de Maximiliano había puesto a Fortunata en perplejidad grande y penosa. Aquella

noche y las siguientes durmió mal por la viveza del pensar y las contradictorias ideas que se le

ocurrían. Después de acostada tuvo que levantarse y se arrojó, liada en una manta, en el

sofá de la sala; pero no se quedaban las cavilaciones entre las sábanas, sino que iban con ella a donde

quiera que iba. La primera noche dominaron al fin, tras largo debate, las ideas afirmativas. "¡Casarme

yo, y casarme con un hombre de bien, con una persona decente...!". Era lo más que podía desear...

¡Tener un nombre, no tratar más con gentuza, sino con caballeros y señoras! Maximiliano era un

bienaventurado, y seguramente la haría feliz. Esto pensaba por la mañana, después de lavarse y

encender la lumbre, cuando cogía la cesta para ir a la compra. Púsose el manto y el pañuelo por la

cabeza, y bajó a la calle. Lo mismo fue poner el pie en la vía pública que sus ideas variaron.


"¡Pero vivir siempre con este chico... tan feo como es! Me da por el hombro, y yo le levanto

como una pluma. Un marido que tiene menor fuerza que la mujer no es, no puede ser marido. El

pobrecillo es un bendito de Dios; pero no le podré querer aunque viva con él mil años. Esto será

ingratitud, pero ¿qué le vamos a hacer?, no lo puedo remediar...".


Tan distraída estaba, que el carnicero le preguntó tres veces lo que quería sin obtener respuesta.

Por fin se enteró. "Hoy no llevo más que media libra de falda para el cocido y una chuletita de lomo.

Señor Paco, pésemelo bien".


-Tome usted, simpatía, y mande.


También compró dos onzas de tocino; luego una brecolera en el puesto de verduras de la

carnicería, y en la tienda de la esquina, arroz, cuatro huevos y una lata de pimientos morrones. Al

volver a su casa, revisó la lumbre y se puso a limpiar y a barrer. Mientras quitaba el polvo a los

muebles, volvió al tema: "No se encuentra todos los días un hombre que quiera echarse encima una

carga como esta".


Hizo la cama y después empezó a peinarse. Al ver en el espejo su linda cara pálida, diole por

emplear argumentos comparativos: "Porque ¡María Santisma!, si Maximiliano apostaba a feo, no

había quien le ganara... ¡Y qué mal huelen las boticas! Debió de haber seguido otra carrera... Dios me

favorezca... Si tuviera algún hijo me acompañaría con él; pero... ¡quia!...".


Después de esta reticencia, que por lo terminante parecía hija de una convicción profunda, siguió

contemplando y admirando su belleza. Estaba orgullosa de sus ojos negros, tan bonitos que, según

dictamen de ella misma, le daban la puñalada al Espiritui Santo. La tez era una preciosidad por su

pureza mate y su transparencia y tono de marfil recién labrado; la boca, un poco grande, pero fresca

y tan mona en la risa como en el enojo... ¡Y luego unos dientes! "Tengo los dientes -decía ella

mostrándoselos-, como pedacitos de leche cuajada". La nariz era perfecta. "Narices

como la mía, pocas se ven"... Y por fin, componiéndose la cabellera negra y abundante como los

malos pensamientos, decía: "¡Vaya un pelito que me ha dado Dios!". Cuando estaba concluyendo, se

le vino a las mientes una observación, que no hacía entonces por primera vez. Hacíala todos los días,

y era esta: "¡Cuánto más guapa estoy ahora que... antes! He ganado mucho".


Y después se puso muy triste. Los pedacitos de leche cuajada desaparecieron bajo los labios

fruncidos, y se le armó en el entrecejo como una densa nube. El rayo que por dentro pasaba decía

así: "¡Si me viera ahora...!". Bajo el peso de esta consideración estuvo un largo rato quieta y muda, la

vista independiente a fuerza de estar fija. Despertó al fin de aquello que parecía letargo, y volviendo a

mirarse, animose con la reflexión de su buen palmito en el espejo. "Digan lo que quieran, lo mejor que

tengo es el entrecejo... Hasta cuando me enfado es bonito... ¿A ver cómo me pongo cuando me

enfado? Así, así... ¡Ah, llaman!".


El campanillazo de la puerta la obligó a dejar el tocador. Salió a abrir con la peineta en una mano

y la toalla por los hombros. Era el redentor, que entró muy contento y le dijo que acabara de

peinarse. Como faltaba tan poco, pronto quedó todo hecho. Maximiliano la elogió por su resolución

de no tomar peinadoras. ¿Por qué las mujeres no se han de peinar solas? La que no

sabe que aprenda. Eso mismo decía Fortunata. El pobre chico no dejaba de expresar su admiración

por el buen arreglo y economía de su futura, haciendo por sus propias manos la tarea que

desempeñan mal esas bergantas ladronas que llaman criadas de servir. Fortunata aseguraba que

aquella costumbre suya no tenía mérito porque el trabajo le gustaba. "Eres una alhajita -le decía su

amante con orgullo-. En cuanto a las peinadoras, todas son unas grandes alcahuetas, y en la casa

donde entran no puede haber paz".


Más adelante tomarían alguna criada, porque no convenía tampoco que ella se matase a trabajar.

Estarían seguramente en buena posición, y puede que algunos días tuvieran convidados a su mesa. La

servidumbre es necesaria, y llegaría un día seguramente en que no se podrían pasar sin una niñera. Al

oír esto, por poco suelta la risa Fortunata; pero se contuvo, concretándose a decir en su interior:

"¡Para qué querrá niñeras este desventurado...!".


A renglón seguido, sacó el joven a relucir el tema del casorio, y dijo tales cosas que Fortunata no

pudo menos de rendir el espíritu a tanta generosidad y nobleza de alma. "Tu comportamiento decidirá

de su suerte -afirmó él-, y como tu comportamiento ha de ser bueno, porque tu alma tiene todos los

resortes del bien, estamos al cabo de la calle. Yo pongo sobre tu cabeza la corona de

mujer honrada; tú harás porque no se te caiga y por llevarla dignamente. Lo pasado, pasado está, y el

arrepentimiento no deja ni rastro de mancha, pero ni rastro. Lo que diga el mundo no nos importe.

¿Qué es el mundo? Fíjate bien y verás que no es nada, cuando no es la conciencia".


A Fortunata se le humedecieron los ojos, porque era muy accesible a la emoción, y siempre que

se le hablaba con solemnidad y con un sentido generoso, se conmovía aunque no entendiera bien

ciertos conceptos. La enternecían el tono, el estilo y la expresión de los ojos. Creyó entonces caso de

conciencia hacer una observación a su amigo.


"Piensa bien lo que haces -le dijo-, y no comprometas por mí tu...".


Quería decir dignidad; pero no dio con la palabra por el poco uso que en su vida había hecho de

vocablos de esta naturaleza. Pero se dio sus mañas para expresar toscamente la idea, diciendo:

"Calcula que los que me conozcan te van a llamar el marido de la Fortunata, en vez de llamarte por

tu nombre de pila. Yo te agradezco mucho lo que haces por mí; pero como te estimo no quiero verte

con...".


Quería decir con un estigma en la frente; pero ni conocía la palabra ni aunque la conociera la

habría podido decir correctamente. "No quiero que te tomen el pelo por mí", fue lo que

dijo, y se quedó tan fresca, esperando convencerle. Pero Maximiliano, fuerte en su idea y en su

conciencia, como dentro de un doble baluarte inexpugnable, se echó a reír. Semejantes argumentos

eran para él como sería para los poseedores de Gibraltar ver que les quisiera asaltar un enemigo

armado con una caña. ¡Valiente caso hacía él de las estupideces del vulgo!... Cuando su conciencia le

decía: "mira, hijo, este es el camino del bien; vete por él", ya podía venir todo el género humano a

detenerle; ya podían apuntarle con un cañón rayado. Porque él iba sacando un carácter de que aún

no se había enterado la gente, un carácter de acero, y todo lo que se decía de su timidez era

conversación. "Que tú seas buena, honrada y leal es lo que importa: lo demás corre de mi cuenta,

déjame a mí, tú déjame a mí".


Poco después almorzaba Fortunata, y Maximiliano estudiaba, cambiando de vez en cuando

algunas palabras. Toda aquella tarde dominaron en el espíritu de la joven las ideas optimistas, porque

él se dejó decir algo de su herencia, de tierras e hipotecas en Molina de Aragón, asegurando que sus

viñas podían darle tanto más cuanto. Por la noche avisaron para que les trajeran café, y vino el

mozo de la Paz con él. Olmedo y Feliciana entraron de tertulia. Estaban de monos y apenas se

hablaban, señal inequívoca de pelotera doméstica. Y es que si los estados más sólidos se

quebrantan cuando la hacienda no marcha con perfecta regularidad, aquella casa, hogar, familia o lo

que fuera, no podía menos de resentirse de las anomalías de un presupuesto cuyo carácter

permanente era el déficit. Feliciana tenía ya pignorado lo mejorcito de su ropa, y Olmedo había

perdido el crédito de una manera absoluta. Por la falta de crédito se pierden las repúblicas lo mismo

que las monarquías. Y no se hacía ya ilusiones el bueno de Olmedo acerca de la catástrofe próxima.

Sus amigos, que le conocían bien, descubrían en él menos entereza para desempeñar el papel de

libertino, y a menudo se le clareaba la buena índole al través de la máscara. A Maximiliano le

contaron que habían sorprendido a Olmedo en el Retiro estudiando a hurtadillas. Cuando le vieron

sus amigos, escondió los libros entre el follaje, porque le sabía mal que le descubrieran aquella

flaqueza. Daba mucha importancia a la consecuencia en los actos humanos, y tenía por deshonra el

soltar de improviso la casaca e insignias de perdulario. ¿Qué diría la gente, qué los amigos, qué los

mocosos, más jóvenes que él, que le tomaban por modelo? Hallábase en la situación de uno de esos

chiquillos que para darse aires de hombres encienden un cigarro muy fuerte y se lo empiezan a fumar

y se marean con él; pero tratan de dominar las náuseas para que no se diga que se han

emborrachado. Olmedo no podía aguantar más la horrible desazón, el asco y el vértigo que sentía;

pero continuaba con el cigarro en la boca haciendo que tiraba de él, pero sin chupar cosa mayor.


Feliciana, por su parte, había empezado a campar por sus respetos. Lo dicho, la honradez y el

amor eran cosas muy buenas; pero no daban de comer. El calavera de oficio no se permitió aquella

noche ninguna barrabasada. Sólo al entrar, y cuando los cuatro se sentaron a tomar café dijo con su

habitual desenfado: "Narices, ya está reunido aquí toíto el Demi-Monde". Fortunata y Feliciana no

comprendieron; pero Rubín se puso encarnado y se incomodó mucho; porque aplicar tales vocablos

a personas dispuestas a unirse en santo vínculo le parecía una falta de respeto, una grosería y una

cochinada, sí señor, una cochinada... Mas se calló por no armar camorra ni quitar a la reunión sus

tonos de circunspección y formalidad. Acordose de que nada había dicho a su amigo del casorio

proyectado, siendo evidente que Olmedo habló en términos tan liberales por ignorancia. Determinó,

pues, revelarle su pensamiento en la primera ocasión, para que en lo sucesivo midiera y pesara mejor

sus palabras.




- VIII -


Aquella noche fue también mala para Fortunata, pues se la pasó casi toda cavilando, discurriendo

sobre si el otro se acordaría o no de ella. Era muy particular que no le hubiese encontrado nunca en

la calle. Y por falta de mirar bien a todos lados no era ciertamente. ¿Estaría malo, estaría fuera de

Madrid? Más adelante, cuando supo que en Febrero y Marzo había estado Juanito Santa Cruz

enfermo de pulmonía, acordose de que aquella noche lo había soñado ella. Y fue verdad que lo soñó

a la madrugada, cuando su caldeado cerebro se adormeció, cediendo a una como borrachera de

cavilaciones. Al despertar ya de día, el reposo profundo aunque breve había vuelto del revés las

imágenes y los pensamientos en su mente. "A mi boticarito me atengo -dijo después que echó el

Padre Nuestro por las ánimas, de que no se olvidaba nunca-. Viviremos tan apañaditos". Levantose,

encendió su lumbre, bajó a la compra, y de tienda en tienda pensaba que Maximiliano podía dar un

estirón, echar más pecho y más carnes, ser más hombre, en una palabra, y curarse de aquel maldito

romadizo crónico que le obligaba a estarse sonando constantemente. De la bondad de su corazón no

había nada que decir, porque era un santo, y como se casara de verdad, su mujer había

de hacer de él lo que quisiera. Con cuatro palabritas de miel, ya estaba él contento y achantado. Lo

que importaba era no llevarle la contraria en todo aquello de la conciencia y de las misiones... aquí un

adjetivo que Fortunata no recordaba. Era sublimes; pero lo mismo daba; ya se sabía que era una

cosa muy buena.


Aquel día la compra duró algo más, pues habiéndole anunciado Maximiliano que almorzaría con

ella, pensaba hacerle un plato que a entrambos les gustaba mucho, y que era la especialidad culinaria

de Fortunata, el arroz con menudillos. Lo hacía tan ricamente, que era para chuparse los dedos.

Lástima que no fuera tiempo de alcachofas, porque las hubiera traído para el arroz. Pero trajo un

poco de cordero que le daba mucho aquel. Compró chuletas de ternera, dos reales de menudillos y

unas sardinas escabechadas para segundo plato.


De vuelta a su casa armó los tres pucheros con el minucioso cuidado que la cocina española exige,

y empezó a hacer su arroz en la cacerola. Aquel día no hubo en la cocina cacharro que no funcionara.

Después de freír la cebolla y de machacar el ajo y de picar el menudillo, cuando ninguna cosa

importante quedaba olvidada, lavose la pecadora las manos y se fue a peinar, poniendo más cuidado

en ello que otros días. Pasó el tiempo; la cocina despedía múltiples y confundidos olores.

¡Dios, con la faena que en ella había! Cuando llegó Rubín, a las doce, salió a abrirle su amiga con

semblante risueño. Ya estaba la mesa puesta, porque la mujer aquella multiplicaba el tiempo, y como

quisiera, todo lo hacia con facilidad y prontitud. Dijo el enamorado que tenía mucha hambre, y ella le

recomendó una chispita de paciencia. Se le había olvidado una cosa muy importante, el vino, y bajaría

a buscarlo. Pero Maximiliano se prestó a desempeñar aquel servicio doméstico, y bajó más pronto

que la vista.


Media hora después estaban sentados a la mesa en amor y compaña; pero en aquel instante se vio

Fortunata acometida bruscamente de unos pensamientos tan extraños, que no sabía lo que le pasaba.

Ella misma comparó su alma en aquellos días a una veleta. Tan pronto marcaba para un lado como

para otro. De improviso, como si se levantara un fuerte viento, la veleta daba la vuelta grande y ponía

la punta donde antes tenía la cola. De estos cambiazos había sentido ella muchos; pero ninguno como

el de aquel momento, el momento en que metió la cuchara dentro del arroz para servir a su futuro

esposo. No sabría ella decir cómo fue ni cómo vino aquel sentimiento a su alma, ocupándola toda; no

supo más sino que le miró y sintió una antipatía tan horrible hacia el pobre muchacho, que hubo de

violentarse para disimularla. Sin advertir nada, Maximiliano elogiaba el perfecto

condimento del arroz; pero ella se calló, echando para adentro, con las primeras cucharadas, aquel

fárrago amargo que se le quería salir del corazón. Muy para entre sí, dijo: "Primero me hacen a mí

en pedacitos como estos, que casarme con semejante hombre... ¿Pero no le ven, no le ven que ni

siquiera parece un hombre?... Hasta huele mal... Yo no quiero decir lo que me da cuando calculo que

toda la vida voy a estar mirando delante de mí esa nariz de rabadilla".


"Parece que estás triste, moñuca" le dijo Rubín, que solía darle este cariñoso mote.


Contestó ella que el arroz no había quedado tan bien como deseara. Cuando comían las chuletas,

Maximiliano le dijo con cierta pedantería de dómine: "Una de las cosas que tengo que enseñarte es a

comer con tenedor y cuchillo, no con tenedor sólo. Pero tiempo tengo de instruirte en esa y en otras

cosas más".


También le cargaba a ella tanta corrección. Deseaba hablar bien y ser persona fina y decente;

pero ¡cuánto más aprovechadas las lecciones si el maestro fuera otro, sin aquella destiladera de nariz,

sin aquella cara deslucida y muerta, sin aquel cuerpo que no parecía de carne, sino de cordilla!


Esta antipatía de Fortunata no estorbaba en ella la estimación, y con la estimación

mezclábase una lástima profunda de aquel desgraciado, caballero del honor y de la

virtud, tan superior moralmente a ella. El aprecio que le tenía, la gratitud, y aquella conmiseración

inexplicable, porque no se compadece a los superiores, eran causa de que refrenase su repugnancia.

No era ella muy fuerte en disimular, y otro menos alucinado que Rubín habría conocido que el

lindísimo entrecejo ocultaba algo. Pero veía las cosas por el lente de sus ideas propias, y para él todo

era como debía ser y no como era. Alegrose mucho Fortunata de que el almuerzo concluyese,

porque eso de estar sosteniendo una conversación seria y oyendo advertencias y correcciones no la

divertía mucho. Gustábale más el trajín de recoger la loza y levantar la mesa, operación en que puso

la mano no bien tomaron el café. Y para estar más tiempo en la cocina que en la sala, revisó los

pucheros, y se puso a picar la ensalada cuando aún no hacía falta. De rato en rato daba una vuelta

por la sala, donde Maximiliano se había puesto a estudiar. No le era fácil aquel día fijar su atención en

los libros. Estaba muy distraído, y cada vez que su amiga entraba, toda la ciencia farmacéutica se

desvanecía de su mente. A pesar de esto quería que estuviese allí, y aun se enojó algo por lo mucho

que prolongaba los ratos de cocina. "Chica, no trabajes tanto, que te vas a cansar. Trae tu labor y

siéntate aquí".


"Es que si me pongo aquí no estudias, y lo que te conviene es estudiar para que no pierdas el año

-replicó ella-. ¡Pues si lo pierdes y tienes que volverlo a estudiar...!".


Esta razón hizo efecto grande en el ánimo de Rubín. "No importa que estés aquí. Con tal que no

me hables, estudiaré. Viéndote, parece que comprendo mejor las cosas, y que se me abren las

compuertas del entendimiento. Te pones aquí, tú a tu costura, yo a mis libros. Cuando me siento muy

torpe, ¡pim!, te miro y al momento me despabilo".


Fortunata se rió un poco, y ausentándose un instante, trajo la costura.


"¿Sabes? -le dijo Rubín, apenas ella se sentó-. Mi hermano Juan Pablo se fue a Molina a arreglar

eso de la herencia de la tía Melitona. Mi tía Lupe le escribió y antes de venir a Madrid se plantó allá.

Escribe diciendo que no habrá grandes dificultades".


-¿De veras?, ¡vamos!... Más vale así.


-Como lo oyes. Aún no puedo decir lo que nos tocará a cada hermano. Lo que sí te aseguro es

que me alegro de esto por ti, exclusivamente por ti. Luego te quejarás de la Providencia. Porque

cuanto más aseguradas están las materialidades de la vida, más segura es la conservación del honor.

La mitad de las deshonras que hay en la vida no son más que pobreza, chica, pobreza. Créete que ha

venido Dios a vernos, y si ahora no nos portamos bien, merecemos que nos arrastren.


Fortunata hubiera dicho para sí: "¡Vaya un moralista que me ha salido!" pero no tenía noticia de

esta palabra, y lo que dijo fue: "Ya estoy de misionero hasta aquí", usando la palabra misionero con

un sentido doble, a saber: el de predicador y el de agente de aquello que Rubín llamaba su misión.




- IX -


Maximiliano comunicó a Olmedo sus planes de casamiento encargándole el mayor sigilo, porque

no convenía que se divulgasen antes de tiempo, para evitar maledicencias tontas. Creyó el gran perdis

que su amigo estaba loco, y en el fondo de su alma le compadecía, aunque admiraba el atrevimiento

de Rubín para hacer la más grande y escandalosa calaverada que se podía imaginar. ¡Casarse con

una...! Esto era un colmo, el colmo del buen fin, y en semejante acto había una mezcla horrenda de

ignominia y de abnegación sublime, un no sé qué de osadía y al mismo tiempo de bajeza, que levantó

al bueno de Rubín, a sus ojos, de aquel fondo de vulgaridad en que estaba. Porque Rubín podía ser

un tonto; pero no era un tonto vulgar, era uno de esos tontos que tocan lo sublime con la punta de los

dedos. Verdad que no llegan a agarrarlo; pero ello es que lo tocan. Olmedo, al mismo

tiempo que sondeaba la inmensa gravedad del propósito de su amigo, no pudo menos de reconocer

que a él, Olmedo, al perdulario de oficio, no se le había pasado nunca por la cabeza una majadería de

aquel calibre.


"Descuida, chico, lo que es por mí no lo sabrá nadie, ¡qué narices! Soy tu amigo ¿sí o no?, pues

basta ¡narices! Te doy mi palabra de honor; estate tranquilo".


La palabra de Ulmus sylvestris, cuando se trataba de algo comprendido en la jurisdicción de la

picardía, era sagrada. Pero en aquella ocasión pudo más el prurito chismográfico que el fuero del

honor picaresco, y el gran secreto fue revelado a Narciso Puerta (Pseudo-Narcisus odoripherus)

con la mayor reserva, y previo juramento de no transmitirlo a nadie. "Te lo digo en confianza, porque

sé que ha de quedar de ti para mí".


"Descuida, chico, no faltaba más... Ya tú me conoces".


En efecto, Narciso no lo dijo a nadie, con una sola excepción. Porque, verdaderamente, ¿qué

importaba confiar el secretillo a una sola persona, a una sola, que de fijo no lo había de propalar?


"Te lo digo a ti sólo, porque sé que eres muy discreto -murmuró Narciso al oído de su amigo

Encinas (Quercus gigantea)-. Cuidado con lo que te encargo... pero mucho cuidado.

Sólo tú lo sabes. No tengamos un disgusto".


-Hombre, no seas tonto... Parece que me conoces de ayer. Ya sabes que soy un sepulcro.


Y el sepulcro se abrió en casa de las de la Caña, con la mayor reserva se entiende, y después de

hacer jurar a todos de la manera más solemne que guardarían aquel profundo arcano. "¡Pero qué

cosas tiene usted, Encinas! No nos haga usted tan poco favor. Ni que fuéramos chiquillas, para ir con

el cuento y comprometerle a usted...".


Pero una de aquellas señoras creía que era pecado mortal no indicar algo a doña Lupe, porque

esta al fin lo tenía que saber, y más valía prepararla para tan tremendo golpe. ¡Pobre señora! Era un

dolor verla con aquella tranquilidad, tan ajena a la deshonra que la amenazaba. Total, que la noticia

llegó a la sutil oreja de doña Lupe a los tres días de haber salido del labio tímido de Rubinius

vulgaris.


Cuentan que doña Lupe se quedó un buen rato como quien ve visiones. Después dio a entender

que algo barruntaba ella, por la conducta anómala de su sobrino. ¡Casarse con una que ha tenido que

ver con muchos hombres! ¡Bah!, no sería cierto quizás. Y si lo era, pronto se había de saber; porque,

eso sí, a doña Lupe no se le apagaría en el cuerpo la bomba, y aquella misma noche o al día siguiente

por la mañana, Maximiliano y ella se verían las caras... Que la señora viuda de Jáuregui

estaba volada, lo probó la inseguridad de su paso al recorrer la distancia entre el domicilio de las de

la Caña y el suyo. Hablaba sola, y se le cayó el paraguas dos veces, y cuando se bajó a recogerlo, se

le cayó el pañuelo, y por fin, en vez de entrar en el portal de su casa, entró en el próximo. ¡Como

estuviera en casa el muy hipocritón, su tía le iba a poner verde! Pero no estaría seguramente, porque

eran las once de la noche, y el señoritingo no entraba ya nunca antes de las doce o la una... ¡Quién lo

había de decir; pero quién lo había de decir...!, aquel cuitado, aquella calamidad de chico, aquella

inutilidad, tan fulastre y para poco que no tenía aliento para apagar una vela, y que a los dieciocho ()

años, sí, bien lo podía asegurar doña Lupe, no sabía lo que son mujeres y creía que los niños que

nacen vienen de París; aquel hombre fallido enamorarse así, ¡y de quién!, ¡de una mujer perdida...!,

pero perdida... en toda la extensión de la palabra.


"¿Ha venido el señorito?" preguntó a su criada, y como esta le contestara que no, frunció los

labios en señal de impaciencia.


El desasosiego y la ira habrían llegado qué sé yo a dónde, si no se desahogaran un poco sobre la

inocente cabeza de Papitos, y se dice la cabeza, porque esta fue lo que más padeció en

aquel achuchón. Ha de saberse que Papitos era un tanto presumida, y que siendo su principal belleza

el cabello negro y abundante, en él ponía sus cinco sentidos. Se peinaba con arte precoz, haciéndose

sortijillas y patillas, y para rizarse el fleco, no teniendo tenazas, empleaba un pedazo de alambre

grueso, calentándolo hasta el rojo. Hubiera querido hacer estas cosas por la mañana; pero como su

ama se levantaba antes que ella, no podía ser. La noche, cuando estaba sola, era el mejor tiempo

para dedicarse con entera libertad a la peluquería elegante. Un pedazo de espejo, un batidor

desdentado, un poco de tragacanto y el alambre gordo le bastaban. Por mal de sus pecados, aquella

noche se había trabajado el pelo con tanta perfección, que... "¡hija, ni que fueras a un baile!" se había

dicho ella a sí misma, con risa convulsiva, al mirarse en el espejo por secciones de cara, porque de

una vez no se la podía mirar toda.


"Puerca, fantasmona, mamarracho -gritó doña Lupe destruyendo con manotada furibunda todos

aquellos perfiles que la chiquilla había hecho en su cabeza-. En esto pasas el tiempo... ¿No te da

vergüenza de andar con la ropa llena de agujeros, y en vez de ponerte a coser te da por atusarte las

crines? ¡Presumida, sinvergüenza! ¿Y la cartilla? Ni siquiera la habrás mirado... Ya, ya te daré yo

pelitos. Voy a llevarte a la barbería y a raparte la cabeza, dejándotela como un huevo".


Si le hubieran dicho que le cortaban la cabeza, no hubiera sentido la chica más terror.


"Eso, ahora el moquito y la lagrimita, después me envenenas la sangre con tus peinados

indecentes. Pareces la mona del Retiro... Estás bonita... sí... Pero qué, ¿también te has echado

pomada?".


Doña Lupe se olió la mano con que había estropeado impíamente el criminal flequillo. Al acercar

la mano a su nariz, hízolo con ademán tan majestuoso, que es lástima no lo reprodujera un buen

maestro de escultura.


"Gorrina... me has pringado la mano... ¡Uy, qué pestilencia!... ¿De dónde has sacado esta

porquería?".


-Me la dio el sito Maxi -respondió Papitos con humildad...


Esto llevó bruscamente las ideas de doña Lupe a la verdadera causa de su ira. Ocurriósele hacer

un reconocimiento en el cuarto de su sobrino, lo que agradeció mucho Papitos, porque de este modo

tenía fin de inmediato el sofoco que estaba pasando. "Vete a la cocina" le dijo la señora; y no

necesitó repetírselo, porque se escabulló como un ratoncillo que siente ruido. Doña Lupe encendió luz

en el cuarto de Maximiliano, y empezó a observar. "¡Si encontrara alguna carta! -pensó-. ¡Pero quia!

Ahora recuerdo que me han dicho que esa tarasca no sabe escribir. Es un animal en toda

la extensión de la palabra".


Registra por aquí, registra por allá, nada encontraba que sirviera de comprobación a la horrible

noticia. Abrió la cómoda, valiéndose de las llaves de la suya, y allí tampoco había nada. La hucha

estaba en su sitio y llena, quizás más pesada que antes. Retratos, no los vio por ninguna parte.

Hallábase doña Lupe engolfada en su investigación policíaca, sin descubrir rastro del crimen, cuando

entró Maximiliano. Papitos le abrió la puerta; dirigiose a su cuarto sorprendido de ver luz en él, y al

encarar con su tía, que estaba revolviendo el tercer cajón de la cómoda, comprendió que su secreto

había sido descubierto, y le corrieron escalofríos de muerte por todo el cuerpo. Doña Lupe supo

contenerse. Era persona de buen juicio y muy oportunista, quiero decir que no gustaba de hacer cosa

ninguna fuera de sazón, y para calentarle las orejas a su sobrino no era buena hora la media noche.

Porque seguramente ella había de alzar la voz y no convenía el escándalo. También era probable que

al chico le diera una jaqueca muy fuerte si le sofocaban tan a deshora, y doña Lupe no quería

martirizarle. Lelo y mudo estaba el estudiante en la puerta de su cuarto, cuando su tía se volvió hacia

él, y echándole una mirada muy significativa, le dijo: "Pasa; yo me voy. Duerme

tranquilo, y mañana te ajustaré las cuentas...". Se fue hacia su alcoba; pero no había dado diez pasos,

cuando volvió airada amenazándole con la mano y con un grito: "¡Grandísimo pillo!... Pero tente

boca. Quédese esto para mañana... A dormir se ha dicho".


No durmió Maximiliano pensando en la escena que iba a tener con su tía. Su imaginación

agrandaba a veces el conflicto haciéndolo tan hermosamente terrible como una escena de

Shakespeare; otras lo reducía a proporciones menudas. "¿Y qué, señora tía, y qué? -decía alzando

los hombros dentro de la cama, como si estuviera en pie-. He conocido una mujer, me gusta y me

quiero casar con ella. No veo el motivo de tanta... Pues estamos frescos... ¿Soy yo alguna

máquina?... ¿no tengo mi libre albedrío?... ¿Qué se ha figurado usted de mí?". A ratos se sentía tan

fuerte en su derecho, que le daban ganas de levantarse, correr a la alcoba de su tía, tirarle de un pie,

despertarla y soltarle este jicarazo: "Sepa usted que al son que me tocan bailo. Si mi familia se

empeña en tratarme como a un chiquillo, yo le probaré a mi familia que soy hombre". Pero se quedó

helado al suponer la contestación de su tía, que seguramente sería esta: "¿Qué habías tú de ser

hombre, qué habías de ser...?".


Cuando el buen chico se levantó al día siguiente, que era domingo, ya doña Lupe

había vuelto de misa. Entrole Papitos el chocolate, y, la verdad, no pudo pasarlo, porque se le había

puesto en el epigastrio la tirantez angustiosa, síntoma infalible de todas las situaciones apuradas, lo

mismo por causa de exámenes que por otro temor o sobresalto cualquiera. Estaba lívido, y la señora

debió de sentir lástima cuando le vio entrar en su gabinete, como el criminal que entra en la sala de

juicio. La ventana estaba abierta, y doña Lupe la cerró para que el pobrecillo no se constipase, pues

una cosa es la salud y otra la justicia. Venía el delincuente con las manos en los bolsillos y una gorrita

escocesa en la cabeza, las botas nuevas y la ropa de dentro de casa, tan mustio y abatido que era

preciso ser de bronce para no compadecerle. Doña Lupe tenía una falda de diario con muchos y

grandes remiendos admirablemente puestos, delantal azul de cuadros, toquilla oscura envolviendo el

arrogante busto, pañuelo negro en la cabeza, mitones colorados y borceguíes de fieltro gruesos y

blandos, tan blandos que sus pasos eran como los de un gato. El gabinetito era una pieza muy limpia.

Una cómoda y el armario de luna de forma vulgar eran los principales muebles. El sofá y sillería tenían

forro de crochet a estilo de casa de huéspedes, todo hecho por la señora de la casa.


Pero lo que daba cierto aspecto grandioso al gabinete era el retrato del difunto

esposo de doña Lupe, colgado en el sitio presidencial, un cuadrángano al óleo, perverso, que

representaba a D. Pedro Manuel de Jáuregui, alias el de los Pavos, vestido de comandante de la

Milicia Nacional, con su morrión en una mano y en otra el bastón de mando. Pintura más chabacana

no era posible imaginarla. El autor debía de ser una especialidad en las muestras de casas de vacas y

de burras de leche. Sostenía, no obstante, doña Lupe que el retrato de Jáuregui era una obra maestra,

y a cuantos lo contemplaban les hacía notar dos cosas sobresalientes en aquella pintura, a saber: que

donde quiera que se pusiese el espectador los ojos del retrato miraban al que le miraba, y que la

cadena del reloj, la gola, los botones, la carrillera y placa del morrión, en una palabra, toda la parte

metálica estaba pintada de la manera más extraordinaria y magistral.


Las fotografías que daban guardia de honor al lienzo eran muchas, pero colgadas con tan poco

sentimiento de la simetría, que se las creería seres animados que andaban a su arbitrio por la pared.


"Muy bien, Sr. D. Maximiliano, muy bien -dijo doña Lupe mirando severísimamente a su sobrino-.

Siéntate que hay para rato".




- III -


Doña Lupe la de los Pavos



- I -


Maximiliano no se sentó, doña Lupe sí, y en el centro del sofá debajo del retrato, como para dar

más austeridad al juicio. Repitió el "muy bien, Sr. D. Maximiliano" con retintín sarcástico. Por lo

general, siempre que su tía le daba tratamiento, llamándole señor don, el pobre chico veía la nube del

pedrisco sobre su cabeza.


"¡Estarse una matando toda la vida -prosiguió ella-, para sacar adelante al dichoso sobrinito,

sortearle las enfermedades a fuerza de mimos y cuidados, darle una carrera quitándome yo el pan de

la boca, hacer por él lo que no todas las madres hacen por sus hijos para que al fin!... ¡Buen pago,

bueno!... No, no me expliques nada, si estoy perfectamente informada. Sé quién es esa... dama ilustre

con quien te quieres casar. Vamos, que buena doncella te canta... ¿Y creerás que vamos a consentir

tal deshonra en la familia? Dime que todo es una chiquillada y no se hable más del asunto".


Maximiliano no podía decir tal cosa; pero tampoco podía decir otra, porque si en el

fondo de su ánimo empezaban a levantarse olas de entereza, esas olas reventaban y se descomponían

antes de llegar a la orilla, o sea a los labios. Estaba tan cortado, que sintiendo dentro de sí la energía

no la podía mostrar por aquella pícara emoción nerviosa que le embargaba. Dejó esparcir sus

miradas por la pared testera, como buscando por allí un apoyo. En ciertas situaciones apuradas y en

los grandes estupores del alma, las miradas suelen fijarse en algo insignificante y que nada tiene que

ver con la situación. Maximiliano contempló un rato el grupo fotográfico de las chicas de Samaniego,

Aurora y Olimpia, con mantilla blanca, enlazados los brazos, la una muy adusta, la otra sentimental.

¿Por qué miraba aquello? Su turbación le llevaba a colgar las miradas aquí y allí, prendiendo el

espíritu en cualquier objeto, aunque fueran las cabezas de los clavos que sostenían los retratos.


"Explícate, hombre -añadió doña Lupe, que era viva de genio-. ¿Es una niñería?".


-No, señora -respondió el acusado, y esta negación, que era afirmación, empezó a darle ánimos,

aligerándole un poco la angustia aquella de la boca del estómago.


-¿Estás seguro de que no es chiquillada? ¡Valiente idea tienes tú del mundo y de las mujeres,

inocente!... Yo no puedo consentir que una pindonga de esas te coja y te engañé para

timarte tu nombre honrado, como otros timan el reloj. A ti hay que tratarte siempre como a los niños

atrasaditos que están a medio desarrollar. Hay que recordar que hace cinco años todavía iba yo por

la mañana a abrocharte los calzones, y que tenías miedo de dormir solo en tu cuarto.


Idea tan desfavorable de su personalidad exasperaba al joven. Sentía crecer dentro la bravura;

pero le faltaban palabras. ¿Dónde demonios estaban aquellas condenadas palabras que no se le

ocurrían en trance semejante? El maldito hábito de la timidez era la causa de aquel silencio estúpido.

Porque la mirada de doña Lupe ejercía sobre él fascinación singularísima, y teniendo mucho que

decir, no lograba decirlo. "¿Pero qué diría yo?... ¿Cómo empezaría yo?" pensaba fijando la vista en

el retrato de Torquemada y su esposa, de bracete.


-Todo se arreglará -indicó doña Lupe en tono conciliador-, si consigo quitarte de la cabeza esas

humaredas. Porque tú tienes sentimientos honrados, tienes buen juicio... Pero siéntate. Me da fatiga

de verte en pie.


-Es menester que usted se entere bien -dijo Maximiliano al sentarse en el sillón, creyendo haber

encontrado un buen cabo de discurso para empezar-; se entere bien de las cosas... Yo... pensaba

hablar a usted...


-¿Y por qué no lo hiciste? ¡Qué tal sería ello!... ¡Vaya, que un chico delicadito como tú, meterse

con esas viciosonas...! Y no te quepa duda... Así, pronto entregarás la pelleja. Si caes enfermo, no

vengas a que te cuide tu tía, que para eso sí sirvo yo, ¿eh?, para eso sí sirvo, ingrato, tunante... ¿Y te

parece bien que cuando me miro en ti, cuando te saco adelante con tanto trabajo y soy para ti más

que una madre; te parece bien que me des este pago, infame, y que te me cases con una mujer de

mala vida?


Rubín se puso verde y le salió un amargor intensísimo del corazón a los labios.


"No es eso, tía, no es eso -sostuvo, entrando en posesión de sí mismo-. No es mujer de mala

vida. La han engañado a usted".


-El que me ha engañado eres tú con tus encogimientos y tus timideces... Pero ahora lo veremos.

No creas que vas a jugar conmigo; no creas que te voy a dejar hacer tu gusto. ¿Por quién me tomas,

bobalicón?... ¡Ah, si yo no hubiera tenido tanta confianza...! ¡Pero si he sido una tonta; si me creí que

tú no eras capaz de mirar a una mujer! Buena me la has dado, buena. Eres un apunte... en toda la

extensión de la palabra.


Maximiliano, al oír esto, estaba profundamente embebecido, mirando el retrato de Rufinita

Torquernada. La veía y no la veía, y sólo confusamente y con vaguedades de pesadilla,

se hacía cargo de la actitud de la señorita aquella, retratada sobre un fondo marino y figurando que

estaba en una barca. Vuelto en sí, pensó en defenderse; pero no podía encontrar las armas, es decir,

las palabras. Con todo, ni por un instante se le ocurría ceder. Flaqueaba su máquina nerviosa; pero la

voluntad permanecía firme.


"A usted la han informado mal -insinuó con torpeza-, respecto a la persona... que... Ni hay tal

vida airada ni ese es el camino... Yo pensaba decirle a usted: 'Tía, pues yo... quiero a esta persona,

y... mi conciencia...'".


-Cállate, cállate y no me saques la cólera, que al oírte decir que quieres a una tiota chubasca, me

dan ganas de ahogarte, más por tonto que por malo... y al oírte hablar de conciencia en este tratado,

me dan ganas de... Dios me perdone... ¿Sabes lo que te digo? -añadió alzando la voz-, ¿sabes lo que

te digo? Que desde este momento vuelvo a tratarte como cuando tenías doce años. Hoy no me sales

de casa. Ea, ya estoy yo en funciones con mis disciplinas... Y desde mañana me vuelves a tomar el

aceite de hígado de bacalao. Vete a tu cuarto y quítate las botas. Hoy no me pisas la calle.


Dios sabe lo que iba a contestar el acusado. Quedó suelta en el aire la primera palabra, porque

llegó una visita. Era el Sr. de Torquemada, persona de confianza en la casa, que al entrar

iba derecho al gabinete, a la cocina, al comedor o a donde quiera que la señora estuviese. La

fisonomía de aquel hombre era difícil de entender. Sólo doña Lupe, en virtud de una larga práctica,

sabía encontrar algunos jeroglíficos en aquella cara ordinaria y enjuta, que tenía ciertos rasgos de tipo

militar con visos clericales. Torquemada había sido alabardero en su mocedad, y conservando el

bigote y perilla, que eran ya entrecanos, tenía un no sé qué de eclesiástico, debido sin duda a la

mansedumbre afectada y dulzona, y a un cierto subir y bajar de párpados con que adulteraba su

grosería innata. La cabeza se le inclinaba siempre al lado derecho. Su estatura era alta, mas no

arrogante; su cabeza calva, crasa y escamosa, con un enrejado de pelos mal extendidos para cubrirla.

Por ser aquel día domingo, llevaba casi limpio el cuello de la camisa, pero la capa era el número dos,

con las vueltas aceitosas y los ribetes deshilachados. Los pantalones, mermados por el crecimiento de

las rodilleras, se le subían tanto que parecía haber montado a caballo sin trabillas. Sus botas, por ser

domingo, estaban aquel día embetunadas y eran tan chillonas que se oían desde una legua.


"¿Y cómo está la familia?" preguntó al tomar asiento, después de dar su mano siempre sudorosa a

doña Lupe y al sobrino.


-Perfectamente bien -dijo la señora observando con ansiedad el semblante de Torquernada-. ¿Y

en casa?


-No hay novedad, a Dios gracias.


Doña Lupe esperaba aquel día noticia de un asunto que le interesaba mucho. Como siempre se

ponía en lo peor para que las desgracias no la cogieran desprevenida, pensó, al ver entrar a su

agente, que le traía malas nuevas. Temió preguntarle. La cara de militar adulterado no expresaba más

que un interés decidido por la familia. Al fin Torquemada, que no gustaba de perder el tiempo, dijo a

su amiga:


"Vamos, doña Lupe, que hoy estamos de buena. ¿A que no me acierta usted la peripecia que le

traigo?".


La fisonomía de la señora se iluminó, pues sabía que su amigo llamaba peripecia a toda cobranza

inesperada. Echose él a reír, y metió mano al bolsillo interior de su americana.


"¡Ay! No me lo diga usted, D. Francisco -exclamó doña Lupe con incredulidad, cruzando las

manos-. ¿Ha pagado...?".


-Lo va usted a ver... Yo... tampoco lo esperaba. Como que fui anoche a decirle que el lunes se le

embargaría. Hoy por la mañana, cuando me estaba vistiendo para ir a misa, me le veo entrar. Creí

que venía a pedirme más prórrogas. Como siempre nos está engañando, que hoy, que mañana... Yo

no le creo ni la Biblia. Es muy fabulista. Pero en fin, pedradas de estas nos den todos los

días. "Señor de Torquemada -me dice muy serio-, vengo a pagarle a usted...". Me quedé lo que

llaman atónito. Como que no esperaba la peripecia. Finalmente, que me dio el guano, o sean ocho

mil reales, cogió su pagaré, y a vivir.


-Lo que yo le decía a usted -observó doña Lupe casi sin poder hablar, con la alegría atravesada

en la garganta-. El tal Joaquinito Pez es una persona decente. Él pasa sus apurillos como todos esos

hijos de familia que se dan buena vida, y un día tienen, otro no. De fijo que será jugador...


Torquemada hizo una separación de billetes, dando la mayor parte a doña Lupe.


"Los seis mil reales de usted... dos mil míos. Buen chiripón ha sido este. Yo los contaba, como

quien dice, perdidos, porque el tal Joaquinito está, según oí, con el agua al cuello. ¿Quién será el

desgraciado a quien ha dado el sablazo? A bien que a nosotros no nos importa".


-Como no le hemos de prestar más...


-Mire usted, doña Lupe -dijo Torquemada, haciendo una perfecta o con los dedos pulgar e índice

y enseñándosela a su interlocutora.




- II -


Doña Lupe contempló la o con veneración y escuchó:


"Mire usted, señora, estos señoritos disolutos son buenos parroquianos, porque no reparan en el

materialismo del premio y del plazo; pero al fin la dan, y la dan gorda. Hay que tener mucho ojo con

ellos. Al principio, el embargo les asusta; pero como lleguen a perder el punto una vez, lo mismo les

da fu que fa. Aunque usted les ponga en la publicidad de la Gaceta, se quedan tan frescos. Vea

usted al marquesito de Casa-Bojío; le embargué el mes pasado; le vendí hasta la lámina en que tenía

el árbol genealógico. Pues, finalmente, a los tres días me le vi en un faetón, como si tal cosa, y pasó

por junto a mí y las ruedas me salpicaron el barro de la calle... No es que me importe el materialismo

del barro; lo digo para que se vea lo que son... ¿Pues creerá usted que encontró después quien le

prestara? Ello fue al cuatro mensual; pero aun al cinco sería, como quien dice, el todo por el todo.

Verdad que no molestan, y si a mano viene, cuando piden prórroga, por tenerle a uno contento le dan

un destinillo para un sobrino, como hizo el chico de Pez conmigo... pero el materialismo del destino

no importa; a lo mejor la pegan y de canela fina, créame usted. Por eso, ya puede venir

ahora a tocar a esta puerta, que le he de mandar a plantar cebollino".


Al llegar aquí Torquemada sacó su sebosa petaca. Como tenía tanta confianza, iba a echar un

cigarro; ofreció a Maximiliano, y doña Lupe respondió bruscamente por él diciendo con desdén:

"Este no fuma".


Las operaciones previas de la fumada duraban un buen rato, porque Torquemada le variaba el

papel al cigarrillo. Después encendió el fósforo raspándolo en el muslo. "Como seguro -prosiguió-,

aunque da mucho que hacer, el chico de la tienda de ropas hechas, José María Vallejo. Allí me tiene

todos los primeros de mes, como un perro de presa... Mil duros me tiene allí, y no le cobro más que

veintiséis todos los meses. ¿Que se atrasa? "Hijo, yo tengo un gran compromiso y no te puedo

aguardar". Cojo media docena de capas, y me las llevo, y tan fresco... Y no lo hago por el

materialismo de las capas, sino para que mire bien el plazo. Si no hay más remedio, señora. Es

menester tratarles así, porque no guardan consideración. Se figuran que tiene uno el dinero para que

ellos se diviertan. ¿Se acuerda usted de aquellos estudiantes que nos dieron tanta guerra?, fue el

primer dinero de usted que coloqué. ¡Aquel Cienfuegos, aquel Arias Ortiz! Vaya unos peines. Si no

es por mí, no se les cobra... Y eran tan tunantes, que después que iban a casa

llorándome tocante a la prórroga, me los encontraba en el café atizándose bisteques... y vengan copas

de ron y marrasquino... Lo mismo que aquel tendero de la calle Mayor, aquel Rubio que tenía

peletería, ¿se acuerda usted? Un día, finalmente, me trajo su reloj, los pendientes de su mujer, y doce

cajas de pieles y manguitos, y aquella misma tarde, aquella mismísima tarde, señora, me le veo en la

Puerta del Sol, encaramándose en un coche para ir a los Toros... Si son así... quieren el dinero, como

quien dice, para el materialismo de tirarlo. Por eso estoy todo el santo día vigilando a José María

Vallejo, que es un buen hombre, sin despreciar a nadie. Voy a la tienda y veo si hay gente, si hay

movimiento; echo una guiñada al cajón; me entero de si el chico que va a cobrar las cuentas trae

guano; sermoneo al principal, le doy consejos, le recomiendo que al que paga no le crucifique. ¡Si es

la verdad, si no hay más camino...! Finalmente, el que se hace de manteca pronto se lo meriendan. Y

no lo agradecen, no señora, no agradecen el interés que me tomo por ellos. Cuando me ven entrar, ¡si

viera usted qué cara me ponen! No reparan que están trabajando con mi dinero. Y finalmente, ¿qué

eran ellos? Unos pobres pelagatos. Les parece que porque me dan veintiséis duros al mes, ya han

cumplido... Dicen que es mucho y yo digo que me lo tienen que agradecer, porque los

tiempos están malos, pero muy malos".


En toda la parte del siglo XIX que duró la larguísima existencia usuraria de D. Francisco

Torquemada, no se le oyó decir una sola vez siquiera que los tiempos fueran buenos. Siempre eran

malos, pero muy malos. Aun así, el ya tenía Torquemada dos casas en Madrid, y había empezado

sus negocios con doce mil reales que heredó su mujer el . Los un día mezquinos capitales de doña

Lupe, él se los había centuplicado en un par de lustros, siendo esta la única persona que asociaba a

sus oscuros negocios. Cobrábale una comisión insignificante, y se tomaba por los asuntos de ella

tanto interés como por los propios, en razón a la gran amistad que había tenido con el difunto

Jáuregui.


"Y con esta fecha y con esta facha me voy" dijo levantándose y colgándose la capa que se le caía

del hombro izquierdo.


-¿Tan pronto?


-Señora, que no he oído misa. Lo que le decía a usted, estaba vistiéndome para salir a oírla,

cuando entró Joaquinito a darme la gran peripecia.


-¡Buena ha sido, buena! -exclamó doña Lupe, oprimiendo contra su seno la mano en que tenía los

billetes, tan bien cogidos que no se veía el papel por entre los dedos.


-Quédate con Dios -dijo Torquemada a Maximiliano que sólo contestó al saludo con un ju ju...


Y salió al recibimiento, acompañado de doña Lupe. Maximiliano les sintió cuchicheando en la

puerta. Por fin se oyeron las botas chillonas del ex-alabardero bajando la escalera, y doña Lupe

reapareció en el gabinete. El júbilo que le causaba la cobranza de aquel dinero que creía perdido era

tan grande, que sus ojos pardos le lucían como dos carbones encendidos, y su boca traía bosquejada

una sonrisa. Desde que la vio entrar, conoció Maximiliano que su cólera se había aplacado. El guano,

como decía Torquemada, no podía menos de dulcificarla; y llegándose a donde estaba el delincuente,

que no se había movido de la butaca, le puso una mano en el hombro, empuñando fuertemente en la

otra los billetes, y le dijo:


"No, no te sofoques... no es para tomarlo así. Yo te digo estas cosas por tu bien...".


-Yo, realmente -repuso Maximiliano con serenidad, que más le asombró a él mismo que a doña

Lupe-, no me he sofocado... yo estoy tranquilo, porque mi conciencia...


Aquí se volvió a embarullar. Doña Lupe no le dio tiempo a desenvolverse porque se metió en la

alcoba, cerrando las vidrieras. Desde el gabinete la sintió Maximiliano trasteando.

Guardaba el dinero. Abriendo después la puerta, mas sin salir de la alcoba, la señora siguió hablando

con su sobrino:


"Ya sabes lo que te he dicho. Hoy no me sales a la calle... Y desde mañana empezarás a tomarme

el aceite de hígado de bacalao, porque todo eso que te da no es más que debilidad del cerebro...

Luego seguiremos con el fosfato, otra vez con el fosfato. No debiste dejar de tomarlo...".


Maximiliano, como no tenía delante a su tía, se permitió una sonrisa burlona. Miraba en aquel

momento a su tío el Sr. de Jáuregui, que le miraba también a él, como es consiguiente. No pudo

menos de observar que el digno esposo de su tía era horrendo; ni comprendía cómo doña Lupe no se

moría de miedo cuando se quedaba sola, de noche, en compañía de semejante espantajo.


"Con que ya sabes -dijo al aparecer en la puerta, abrochándose su cuerpo de merino negro, pues

se estaba disponiendo para salir-. Ya puedes ir a quitarte las botas. Estás preso".


Fuese el joven a su cuarto sin decir nada, y doña Lupe se quedó pensando en lo dócil que era. El

rigor de su autoridad, que el muchacho acataba siempre con veneración, sería remedio eficaz y

pronto del desorden de aquella cabeza. Bien lo decía ella. "En cuanto yo le doy cuatro gritos, le

pongo como una liebre. Trabajo les mando a esas lobas que me le quieran trastornar".


"¡Papitos...!" gritó la señora, y al punto se oyeron las patadas de la chica en el pasillo como las de

un caballo en el Hipódromo. Presentose con una patata en la mano y el cuchillo en la otra.


"Mira -le dijo su ama con voz queda-. Ten cuidado de ver lo que hace el señorito Maxi mientras

yo estoy fuera. A ver si escribe alguna carta o qué hace".


La mona se dio por enterada, y volvió a la cocina dando brincos.


"A ver -dijo la señora hablando consigo misma-, ¿se me olvidará algo?.. ¡Ah!, el portamonedas.

¿Qué hay que traer?... Fideos, azúcar... y nada más. ¡Ah!, el aceite de hígado de bacalao: lo que es

eso no se lo perdono. A cucharetazos es como se cura esto. Y ahora no habrá el realito de vellón por

cada toma. Ya es un hombre, quiero decir, ya no es un chiquillo".


Figúrese el lector cuál sería el asombro de doña Lupe la de los Pavos, cuando vio entrar en la

sala a su sobrino, no con zapatillas ni en tren de andar por casa, sino empaquetado para salir, con su

capa de vueltas encarnadas, su chaqué azul y su honguito de color de café. Tan estupefacta y colérica

estaba por la desobediencia del mancebo, que apenas pudo balbucir una protesta: "Pe...

pero...".


"Tía -dijo Maximiliano con voz alterada y temblorosa-, no pue... no puedo obedecer a usted...

Soy mayor de edad. He cumplido veinticinco años... Yo la respeto a usted; respéteme usted a mí".


Y sin esperar respuesta, dio media vuelta y salió de la casa a toda prisa, temiendo sin duda que su

tía le agarrase por los faldones.


Bien claro explicaba él su conducta, chismorreando consigo mismo: "Yo no sé defenderme con

palabras; yo no puedo hablar, y me aturullo y me turbo sólo de que mi tía me mire; pero me

defenderé con hechos. Mis nervios me venden; pero mi voluntad podrá más que mis nervios, y lo que

es la voluntad, bien firme la tengo ahora. Que se metan conmigo; que venga todo el género humano a

impedirme esta resolución; yo no discutiré, yo no diré una palabra; pero a donde voy, voy, y al que se

me ponga por delante, sea quien sea, le piso y sigo mi camino".




- III -


Doña Lupe se quedó que no sabía lo que le pasaba.


"¡Papitos, Papitos!... No, no te llamo... vete... ¿Pero has visto qué insolente? Si no es él, no es

él... Es que me le han vuelto del revés, me le han embrujado. ¿Habrá tunante? Si estoy

por seguirle y avisar a una pareja de Orden Público para que me le trinquen... Pero a la noche nos

veremos las caras. Porque tú has de volver, tú tienes que volver, sietemesino hipócrita... Papitos,

toma, toma; bájate por los fideos y el azúcar. Yo no salgo, no puedo salir. Creo que me va a dar

algo... Mira, te pasas por la botica y pides un frasco de aceite de hígado de bacalao, del que yo traía.

Ya saben ellos. Dices que yo iré a pagarlo... Oye, oye, no traigas eso. ¡Si no lo va a querer tomar...!

Tráete una vara. No, no traigas tampoco vara... Te pasas por la droguería y pides diez céntimos de

sanguinaria. A mí me va a dar algo...".


Estaba en efecto amenazada de un arrebato de sangre, y la cosa no era para menos. Nunca había

visto en su sobrino un rasgo de independencia como el que acababa de ver. Había sido siempre tan

poquita cosa, que donde le ponían allí se estaba. Voluntad propia, no la tuvo jamás. En ningún tiempo

fue preciso ponerle la mano encima, porque un fruncimiento de cejas bastaba para traerle a la

obediencia. ¿Qué había pasado en aquel cordero para convertirle en algo así como un leoncillo? La

mente de doña Lupe no podía descifrar misterio tan grande. Tras de la cólera y la confusión vino el

abatimiento, y se sentía tan rendida físicamente como si hubiera estado toda la mañana ocupada en

alguna faena penosa. Quitose con pausa los trapitos domingueros que se había

empezado a poner, y volvió a llamar a la mona para decirle: "No hagas más que unas sopas de ajo.

El señoritingo no vendrá a almorzar, y si viene le acusaré las cuarenta".


Tomando la sillita baja, que usaba cuando cosía, la colocó junto al balcón. Le dolía la cintura y al

sentarse exhaló un ¡ay! Para coser usaba siempre gafas. Se las puso, y sacando obra de su cesta de

costura, empezó a repasar unas sábanas. No le repugnaba a doña Lupe trabajar los domingos,

porque sus escrúpulos religiosos se los había quitado Jáuregui en tantos años de propaganda

matrimonial progresista. Púsose, pues, a zurcir en su sitio de costumbre, que era junto a la vidriera. En

el balcón tenía dos o tres tiestos, y por entre las secas ramas veía la calle. Como el cuarto era

principal, desde aquel sitio se vería muy bien pasar gente en caso de que la gente quisiese pasar por

allí. Pero la calle de Raimundo Lulio y la de Don Juan de Austria, que hace ángulo con ella, son de

muy poco tránsito. Parece aquello un pueblo. La única distracción de doña Lupe en sus horas

solitarias era ver quién entraba en el taller de coches inmediato o en la imprenta de enfrente, y si

pasaba o no doña Guillermina Pacheco en dirección del asilo de la calle de Alburquerque. Lugar y

ocasión admirables eran aquellos para reflexionar, con los trapos sobre la falda, la aguja

en la mano, los espejuelos calados, la cesta de la ropa al lado, el gato hecho una pelota de sueño a

los pies de su ama. Aquel día doña Lupe tenía, más que nunca, materia larga de meditaciones.


"¡Que se esté una sacrificada toda la vida para esto!... Él no lo sabe, ¿qué ha de saber, si es un

tontín? Le ponen el plato delante, ¿y qué sabe las agonías que ha costado ponérselo?... Pues si le

dijera yo que cada garbanzo, algunos días, tiempo ha, tenía el valor de una perla... según lo que

costaba traerlo a casa...! No sé qué habría sido de mí sin el Sr. de Torquemada, ni qué hubiera sido

de Maxi sin mí. ¡Lucida existencia sería la suya si no hubiera tenido más arrimo que el de sus

hermanos! Dime, bobo de Coria, ¿si yo no hubiera trabajado como una negra para defender el

panecillo y poner esta casa en el pie que tiene; si no discurriera tanto como discurro, calentándome

los sesos a todas horas y empleando en mil menudencias estas entendederas que Dios me ha dado,

¿qué habría sido de ti, ingratuelo?... ¡Ah! ¡Si viviera mi Jáuregui!".


El recuerdo de su difunto, que siempre se avivaba en la mente de doña Lupe cuando se veía en

algún conflicto, la enterneció. En todas sus aflicciones se consolaba con la dulce memoria de su

felicidad matrimonial, pues Jáuregui había sido el mejor de los hombres y el número uno

de los maridos. "¡Ay, mi Jáuregui!" exclamaba echando toda el alma en un suspiro.


Don Pedro Manuel de Jáuregui había servido en el Real Cuerpo de Alabarderos. Después se

dedicó a negocios, y era tan honrado, pero tan sosamente honrado, que no dejó al morir más que

cinco mil reales. Oriundo de la provincia de León, recibía partidas de huevos y otros artículos de

recoba. Todos los paveros leoneses, zamoranos y segovianos depositaban en sus manos el dinero

que ganaban, para que lo girase a los pueblos productores del artículo, y de aquí vino el apodo que le

dieron en Puerta Cerrada y que heredó doña Lupe. También recibía Jáuregui, por Navidad, remesas

de mantecadas de Astorga, y a su casa iban a cobrar y a dejar fondos todos los ordinarios de la

maragatería. En política hizo gran papel D. Pedro por ser uno de los corifeos de la Milicia Nacional, y

era tan sensato, que la única vez que se sublevó lo hizo al grito mágico de ¡Viva Isabel II! Falleció

aquel bendito, y doña Lupe se hubiera muerto también si el dolor matara. Y no se vaya a creer que le

faltaron pretendientes a la viudita, pues había, entre otros, un D. Evaristo Feijoo, coronel de ejército,

que le rondaba la calle y no la dejaba vivir. Pero la fidelidad a la memoria de su feo y honrado

Jáuregui se sobreponía en doña Lupe a todos los intereses de la tierra. Después vino la

crianza y cuidado de su sobrinito, que le dieron esa distracción tan saludable para las

desazones del alma. Torquemada y los negocios ayudáronla también a entretener su existencia y a

conllevar su dolor... Pasó tiempo, ganó dinero, y lentamente vino la situación en que la he descrito.

Frisaba ya doña Lupe en los cincuenta años, mas estaba tan bien conservada, que no parecía tener

más de cuarenta. Había sido en su mocedad frescachona de cuerpo y enjuta de rostro, y tenía cierto

parecido remoto con Juan Pablo. Sus ojos pardos conservaban la viveza de la juventud; pero tenía

cierta adustez jurídica en la cara, acentuada de líneas y seca de color. Sobre el labio superior, fino y

violado cual los bordes de una reciente herida, le corría un bozo tenue, muy tenue, como el de los

chicos precoces, vello finísimo que no la afeaba ciertamente; por el contrario, era quizás la única

pincelada feliz de aquel rostro semejante a las pinturas de la Edad Media, y hacía la gracia el tal bozo

de ir a terminarse sobre el pico derecho de la boca con una verruguita muy mona, de la cual salían

dos o tres pelos bermejos que a la luz brillaban retorcidos como hilillos de cobre. El busto era

hermoso, aunque, como se verá más adelante, había en él algo y aun algos de falseamiento de la

verdad.


Descollaba doña Lupe por la inteligencia y por el prurito de mostrarla a cada instante.

Así como a otras el amor propio les inspira la presunción, a la viuda de Jáuregui le infundía

convicciones de superioridad intelectual y el deseo de dirigir la conducta ajena, resplandeciendo en el

consejo y en todo lo que es práctico y gubernativo. Era una de esas personas que, no habiendo

recibido educación, parece que la han tenido cumplidísima, por lo bien que se expresan, por la

firmeza con que se imponen un carácter y lo sostienen, y por lo bien que disfrazan con las retóricas

sociales las brutalidades del egoísmo humano.


De la memoria de su Jáuregui llevó el pensamiento a su sobrino. Eran sus dos amores. Subiéndose

las gafas que se le habían deslizado hasta la punta de la nariz, prosiguió así: "Pues conmigo no juega.

Le pongo en la calle como tres y dos son cinco. Tendré que hacer un esfuerzo, porque le quiero

como debe de quererse a los hijos... ¡Yo que tenía la ilusión de casarle con Rufina o al menos con

Olimpia!... No, me gusta mucho más Rufina Torquemada. Cuidado que soy tonta. Al verle tan

huraño, y que se escondía cuando entraba doña Silvia con su hija, creía que hablarle a este chico de

mujeres era como mentarle al diablo la cruz. Fíese usted de apariencias. Y ahora resulta que hace

meses sostiene a una mujer, y se pasa el día entero con ella y... Vamos, yo tengo que ver esto para

creerlo... Y otra cosa: ¿cómo se las arreglará para mantenerla?... La hucha está allí con

su peso de siempre...".


Doña Lupe, al llegar aquí, se engolfó en cavilaciones tan abstrusas que no es posible seguirla. Su

mente se sumergía y salía a flote, como un madero arrojado en medio de las bravas olas. La buena

señora estuvo así toda la tarde. Llegada la noche, deseaba ardientemente que el sobrino entrase de la

calle para descargar sobre él todo el material de lavas que el volcán de su pecho no podía contener.

Entró el sietemesino muy tarde, cuando su tía estaba ya comiendo y se había servido el cocido.

Maximiliano se sentó a la mesa sin decir nada, muy grave y algo azorado. Empezó a comer con

apetito la sopa fría, echando miradas indagatorias e inquietas a su señora tía, que evitaba el mirarle...

por no romper... "Debo contenerme -pensaba ella-, hasta que coma... Y parece que tiene

ganitas...". A ratos el joven daba hondos suspiros mirando a su tía, cual si deseara tener una

explicación con ella. Más de una vez quiso doña Lupe romper en denuestos; pero el silencio y la

compostura de su sobrino la contenían, haciéndole temer que se repitiera el rasgo varonil de aquella

mañana. Por fin, apenas cató el joven unas pasas que de postre había, se levantó para ir a su cuarto;

y apenas le vio doña Lupe de espalda, se le encendieron bruscamente los ánimos y corrió tras él,

conteniendo las palabras que a la boca se le salían. Estaba el pobre chico encendiendo el

quinqué de su cuarto, cuando la señora apareció en la puerta, gritando con toda la fuerza de sus

pulmones: "Zascandil".


No se inmutó Maximiliano ni aun cuando doña Lupe, repitiendo su apóstrofe, llegó al cuarto o al

quinto zascandil. Y como si esta palabra fuera el tapón de su ira, tras ella corrieron en vena

abundante las quejas por lo que el chico había hecho aquella mañana. "Y no quiero hablar ahora del

motivo -añadió ella-; de esa moza que te has echado... y que sin duda empieza por pegarte su mala

educación. Voy a la patochada de esta mañana. ¿Crees que tu tía es algún trapo viejo?".


El muchacho se sentó en la silla que junto a la cama estaba, y apoyando el codo en esta, aguantó

el achuchón, sin mirar a su juez. Tenía un palillo entre los dientes, y lo llevaba de un lado para otro de

la boca con nerviosa presteza. Ya se le había quitado el gran temor que la hermana de su padre le

infundía. Como ciertos cobardes se vuelven valientes desde que disparan el primer tiro, Maximiliano,

una vez que rompió el fuego con la hombrada de aquella mañana, sentía su voluntad libre del freno

que le pusiera la timidez. Dicha timidez era un fenómeno puramente nervioso, y en ella tenían no poca

parte también sus rutinarios hábitos de subordinación y apocamiento. Mientras no hubo

en su alma una fuerza poderosa, aquellos hábitos y la diátesis nerviosa formaron la costra o apariencia

de su carácter; pero surgió dentro la energía, que estuvo luchando durante algún tiempo por

mostrarse, rompiendo la corteza. La timidez o falsa humildad endurecía esta, y como la energía

interior no encontraba un auxilio en la palabra, porque la sumisión consuetudinaria y la cortedad no le

habían permitido educarla para discutir, pasaba tiempo sin que la costra se rompiera. Por fin, lo que

no pudieron hacer las palabras, lo hizo un acto. Roto el cascarón, Maximiliano se encontró más

valiente y dispuesto a medirse con la fiera. Lo que antes era como levantar una montaña, parecíale ya

como alzar del suelo un pañuelo.


Oyó en calma los desahogos de su tía. ¡Cuántos argumentos se podían oponer a los que la buena

señora disparaba con más ardor que lógica! Pero lo que es en argumentar con palabras ¡qué diablo!,

todavía no estaba él fuerte. Argumentaba con hechos. En esto sí que se pintaba solo. Cuando su tía

tomó respiro dejándose caer sofocada en la silla próxima a la mesa, Maximiliano rompió a hablar a su

vez; pero no era aquello razonar, era como si cogiera su corazón y lo volcara sobre la cama, lo

mismo que había volcado la hucha después de cascarla.


"La quiero tanto -dijo sin mirar a su tía, y encontrando palabras relativamente fáciles para

expresar sus sentimientos-, la quiero tanto, que toda mi vida está en ella, y ni ley ni familia ni el mundo

entero me pueden apartar de ella... Si me ponen en esta mano la muerte y en esta otra dejar de

quererla y me obligan a escoger, preferiré mil veces morirme, matarme o que me maten... La quise

desde el momento en que la vi, y no puedo dejar de quererla, sino dejando de vivir... de modo que es

tontería oponerse a lo que tengo pensado, porque salto por encima de todo y si me ponen delante

una pared la paso... ¿Ve usted cómo rompen los jinetes del Circo de Price los papeles que les ponen

delante cuando saltan sobre los caballos? Pues así rompo yo una pared si me la ponen entre ella y

yo".




- IV -


Este símil hubo de impresionar vivamente a la gran doña Lupe, que contempló un rato a su sobrino

con más lástima que ira.


"Yo me he llevado chascos en mi vida -dijo meneando la cabeza como los muñecos que tienen un

alambre en el pescuezo-; pero un chasco como este no me lo he llevado nunca. Me la has dado

completa, a fondo, de maestro... Cierto que no tengo poder sobre ti... Si te pierdes, bien

perdido estás. No me vengas a mí después con arrumacos. Te crié, te eduqué, he sido para ti una

madre. ¿No te parece que debías haberme dicho: 'pues tía, esto hay'?".


-Cierto que sí -replicó vivamente Maximiliano-, pero me daba reparo, tía. Ahora que me he

soltado paréceme la cosa más fácil del mundo. De esta falta le pido a usted perdón, porque

reconozco que me porté mal. Pero se me trababa la lengua cuando quería decir algo, y me entraban

sudores... Me acostumbré a no hablar a usted más que de si me dolía o no la cabeza, de que se me

había caído un botón, de si llovía o estaba seco y otras tonterías así... Oiga usted ahora, que después

de callar tanto me parece que reviento si no le cuento a usted todo. La conocí hace tres meses.

Estaba pobre, había sido muy desgraciada...


-Sí, sí, me han dicho que es muy corrida. Tienes buenas tragaderas -afirmó doña Lupe con

crueldad.


-No haga usted caso... los hombres son muy malos. ¿No conviene usted conmigo en que los

hombres son muy malos? Y dígame usted ahora. ¿No es acción noble traer al buen camino a una

alma buena que se ha descarriado?


-¡Y tú, tú -chilló la de Jáuregui con espanto, persignándose-, te has metido a pastor!


-Pero aguárdese usted, tía. No juzgue usted las cosas tan de ligero -insistió Maximiliano,

apurado por no saber expresarse bien-. ¡Si ella está arrepentida! Ni ha sido tampoco tan mala

como a usted le han dicho. Si es un ángel...


-¡De cornisa! Buen provecho.


-Créame usted, y cuando la conozca...


-¡Yo... conocerla yo! De eso está libre... Repito que buen provecho te haga tu oveja, mejor

dicho, tu cabra descarriada.


-Pero si no es eso... es que yo no me expreso bien. Dígame una cosa, ¿el querer ser honrada no

es lo mismo que serlo? ¿Dice usted que no? Pues yo no lo veo así, yo no lo veo así.


-¿Cómo ha de ser lo mismo querer ser una cosa que serlo?


-En el terreno moral sí... Si conmigo es honrada y sin mí podría no serlo, ¿cómo quiere usted que

yo le diga, anda y vete a los demonios? ¿No es más natural y humano que la acoja y la salve? Pues

qué, las obras grandes y ¿cómo diré?... cristianas, ¿se han de mirar por el lado del egoísmo?


Creyó el pobre muchacho que había puesto una pica en Flandes con este argumento, y observó el

efecto que en su tía había hecho. La verdad es que doña Lupe se quedó un instante algo confusa sin

saber qué responder. Al fin le contestó con desdén:


"Estás loco. Esas cosas no se le ocurren a nadie que tenga sesos. Me voy, te dejo, porque si

estoy aquí, te pego, no tengo más remedio que romperte encima el palo de una escoba,

y la verdad, si eres poco hombre para ese amor tan sublime, aún lo eres menos para recibir una

paliza".


Maximiliano la sujetó por el vestido y la obligó a sentarse otra vez.


"Óigame usted... tía. Yo la quiero a usted mucho; yo le debo a usted la vida, y aunque usted se

empeñe en reñir conmigo, no lo ha de conseguir... Vamos a ver. Lo que yo hago ahora, lo que la tiene

a usted tan enojada es, según voy viendo, una acción noble, y mi conciencia me la aprueba, y estoy

satisfecho de ella como si tuviera a Dios dentro de mí diciéndome: bien, bien... Porque usted no me

puede hacer creer que estamos en el mundo sólo para comer, dormir, digerir la comida y pasearnos.

No; estamos para otra cosa. Y si yo siento dentro de mí una fuerza muy grande, pero muy grande,

que me impulsa a la salvación de otra alma lo he de realizar, aunque se hunda el mundo".


-Lo que tú tienes -afirmó doña Lupe queriendo sostener su papel-, es la tontería que te rebosa por

todo el cuerpo... y nada más. No me engatusarás con palabritas. Vaya que de la noche a la mañana

has aprendido unos términos y unos floreos de frases que me tienen pasmada... Estás hecho un

poeta... en toda la extensión de la palabra; yo siempre he tenido a los poetas por unos grandes

embusteros... tontos de atar... Tú no eres ya el sobrinito que yo crié. ¡Cómo me has

engañado!... ¡Una mujer, una manceba, un belén...!, y ahora viene la de me caso, y a Roma por todo.

Anda, ya no te quiero; ya no soy tu tiita Lupe... No te echo de mi casa por lástima, porque espero

que todavía has de arrepentirte y me has de pedir perdón.


Maximiliano, ya completamente sereno, movió la cabeza expresando duda.


"El perdón ya lo pedí por haber callado, y ya no tengo que pedir más perdones. Todavía hay algo

que usted no sabe y que le quiero decir. ¿Cómo la he mantenido durante tres meses? ¡Ay, tía! Rompí

la hucha; tenía tres mil y pico de reales, lo bastante para que viva con modestia, porque es muy

económica, sumamente económica, tía, y no gasta más que lo preciso".


Esta revelación hizo vacilar un momento la ira de doña Lupe. ¡Era económica!... El joven sacó la

hucha, y mostrándola a su tía, reveló el suceso como la cosa más natural del mundo, reproduciéndolo

a lo vivo. "Mire usted, cogí la hucha vieja, después de traer esta, que es enteramente igual. Machaqué

la llena; cogí el oro y la plata y pasé a esta el cobre, añadiendo dos pesetas en cuartos para que

pesara lo mismo... ¿Quiere usted verlo?".


Antes que doña Lupe respondiera, Maximiliano estrelló la hucha contra el suelo, y las piezas de

cobre inundaron la habitación.


"Ya veo, va veo que no tienes desperdicio -observó doña Lupe recogiendo la calderilla-. ¿Y

cuando se te acabe el dinero? ¿Vendrás a que yo te dé? ¡Ay, qué equivocado estás!".


-Cuando se me acabe, Dios me socorrerá por algún lado -dijo Maximiliano con fe.


Estaba excitadísimo y tenía el rostro encendido. Doña Lupe no había visto nunca tanto brillo en

aquellos ojos ni animación semejante en aquella cara. Cuando entre los dos hubieron recogido las

piezas, la tía las envolvió en un número de La Correspondencia, y arrojando el paquete sobre la

cómoda, dijo con soberano menosprecio:


"Ahí tienes para el regalo de boda".


Maximiliano guardó en la cómoda el pesado paquete, y después se puso la capa. Doña Lupe no

se atrevió a retenerle, pues aunque su corazón se llenó de sentimientos de soberbia y autoridad, nada

de esto pudo traducirse al exterior, porque en el momento de intentarlo, un freno inexplicable la

contuvo. Sentía desvanecida su autoridad sobre el enamorado joven; veía una fuerza efectiva y

revolucionaria delante de su fuerza histórica, y si no le tenía miedo, era innegable que aquel repentino

tesón la infundía algún respeto.


Aquella mujer que dormía a pierna suelta después de haber estrangulado, en connivencia con

Torquemada, a un infeliz deudor, estaba intranquila ante los problemas de conciencia

que le había planteado su sobrino tan candorosamente. Si quería tanto a esa mujer, ¿con qué derecho

oponerse a que se casara con ella? Y si tenía la tal inclinaciones honradas, y buen síntoma de

honradez era el ser tan económica, ¿quién cargaba con la responsabilidad de atajarla en el camino de

la reforma? Doña Lupe empezó a llenarse de escrúpulos. Su corazón no era depravado sino en lo

tocante a préstamos; era como los que tienen un vicio, que fuera de él, y cuando no están atacados

de fiebre, son razonables, prudentes y discretos.


Al día siguiente, después de otro altercado con su sobrino, apuntaron vagamente en su alma las

ideas de transacción. Ya no cabía duda de que la pasión de Maximiliano era tenaz y profunda, y de

que le prestaba energías incontrastables. Ponerse frente a ella era como ponerse delante de una ola

muy hinchada en el momento de reventar. Doña Lupe reflexionó mucho todo aquel día, y como tenía

un gran sentido de la realidad, empezó a reconocer el poder que ejercen sobre nuestras acciones los

hechos consumados, y el escaso valor de las ideas contra ellos. Lo de Maxi sería un disparate, ella

seguía creyendo que era una burrada atroz; mas era un hecho, y no había otro remedio que admitirlo

como tal. Pensó entonces con admirable tino que cuando en el orden privado, lo mismo

que en el público, se inicia un poderoso impulso revolucionario, lógico, motivado, que arranca de la

naturaleza misma de las cosas y se fortifica en las circunstancias, es locura plantársele delante; lo

práctico es sortearlo y con él dejarse ir aspirando a dirigirlo y encauzarlo. Pues a sortear y dirigir

aquella revolución doméstica; que atajarla era imposible, y el que se le pusiera delante, arrollado sería

sin remedio... De esta idea provino la relativa tolerancia con que habló a su sobrino en la segunda

noche de confianzas, la maña con que le fue sacando noticias y pormenores de su novia, sin aparentar

curiosidad, aventurándose a darle algunos consejos. Verdad que entre col y col le soltaba ciertas

frescuras; pero esto era muy estudiado para que Maxi no viera el juego. "No cuentes conmigo para

nada; allá te las hayas... Ya te he dicho que no quiero saber si tu novia tiene los ojos negros o

amarillos. A mí no me vengas con zalamerías. Te oigo por consideración; pero no me importa. ¿Que

la vaya yo a ver? ¡Estás tú fresco...!".


A Maximiliano le había dado su metamorfosis una penetración intermitente. En ocasiones poseía la

vista rápida y segura del ingenio superior; en ocasiones era tan ciego que no veía tres sobre un burro.

Las pasiones exaltadas producen estas pasmosas diferencias en la eficacia de una facultad, y hacen a

los hombres romos o agudos cual si estuviera el espíritu sometido a una influencia

lunática. Aquel día leyó el joven en el corazón de doña Lupe y apreció sus disposiciones

pacificadoras, a pesar de las frases estudiadas con que las quería disimular. Hizo además un

razonamiento que demuestra la agudeza genial que adquiría en ciertos momentos de verdadero estro,

adivinando por arte de inspiración los arcanos del alma de sus semejantes. El razonamiento fue este:

"Mi tía se ablanda; mi tía se da a partido. Y como Fortunata no le debe dinero, ni se lo deberá nunca,

porque estoy yo para impedirlo, ha de llegar día en que sean amigas".




- V -


Porque doña Lupe era tal y como su sobrino la pintaba en aquella breve consideración; era

juiciosa, razonable, se hacía cargo de todo, miraba con ojos un tanto escépticos las flaquezas

humanas, y sabía perdonar las ofensas y hasta las injurias; pero lo que es una deuda no la perdonaba

nunca. Había en ella dos personas distintas, la mujer y la prestamista. El que quisiera estar bien con

ella y gozar de su amistad, tuviese mucho cuidado de que las dos naturalezas no se confundieran

nunca. Un simple pagaré, extendido y firmado de la manera más cordial del mundo, bastaba a

convertir la amiga en basilisco, la mujer cristiana en inquisidora.


La doble personalidad de esta señora tenía un signo externo en su cuerpo, una representación

fatal, obra de la cirugía, que en este punto fue una ciencia justiciera y acusadora. A doña Lupe le

faltaba un pecho, por amputación a consecuencia del tumor scirroso () de que padeció en vida de su

marido. Como presumía de buen cuerpo y usaba corsé dentro de casa, aquella parte que le faltaba la

suplió con una bien construida pelota de algodón en rama. A la vista, después de vestida, ofrecía

gallardo conjunto; pero tras de la ropa, sólo la mitad de su seno era de carne; la otra mitad era

insensible y bien se le podía clavar un puñal sin que le doliese. Lo mismo era su corazón; la mitad de

carne, la mitad de algodón. La índole de las relaciones que con las personas tuviese determinaba el

predominio de tal o cual mitad. No mediando ningún pagaré, daba gusto de tratar con aquella señora;

mas como las circunstancias la hicieran inglesa, ya estaba fresco el que se metiese con ella.


Y no había sido así en vida de su marido. Verdad que en aquel tiempo venturoso, no manejaba

más dinero que el que Jáuregui le daba para el gasto de la casa. Después de viuda, viéndose con

cuatro cachivaches y cinco mil reales, imaginó fundar una casa de huéspedes, pero Torquemada se lo

quitó de la cabeza, ofreciéndose a colocarle sus dineros con buen interés y toda la

seguridad posible. El éxito y las ganancias engolosinaron a doña Lupe, que adquirió gradual y

rápidamente todas las cualidades del perfecto usurero, y echó el medio pecho de algodón,

haciéndose insensible, implacable y dura cuando de la cobranza puntual de sus créditos se trataba.

Los primeros años de esta vida pasó la señora grandes apuros, porque los réditos, aun con ser tan

crecidos, no le bastaban al sostenimiento de su casa. Pero a fuerza de orden y economía fue saliendo

adelante, y aun hizo verdaderos milagros atendiendo a las medicinas que Maximiliano necesitaba y a

los considerables gastos de su carrera. Quería mucho a su sobrino y se afanaba porque nada le

faltara. Este mérito grande no se le podía negar. Lo que dijo del garbanzo que tenía el valor de una

perla, es muy cierto. Pero no lo es que hubiese practicado la usura por el solo interés de dar carrera

al sietemesino. Esto se lo decía ella a sí propia en sus soliloquios; pero era uno de esos sofismas con

que quiere cohonestarse y ennoblecerse el egoísmo humano. Doña Lupe trabajaba en préstamos

por pura afición que le infundió Torquemada, y sin sobrino y sin necesidades habría hecho lo mismo.


Cuando vinieron los años bonancibles y el capitalito de la viuda ascendió a dos mil

duros, iniciose un periodo de buena suerte que debía de ser pronto increíble

prosperidad. Cayó en las combinadas redes de los dos prestamistas un pobre señor, más

desgraciado que perverso (que había sido director general y vivía con gran rumbo a pesar de estar a

la cuarta pregunta), y no quiero decir cómo le pusieron. Los dos mil duros de doña Lupe crecieron

como la espuma en el término de tres años, renovando obligaciones, acumulando intereses y

aumentando estos cada año desde dos por ciento mensual, que era el tipo primitivo, a cuatro. A la

pobre víctima le sacó Torquemada mucho más, porque se adjudicó sus muebles riquísimos por un

pedazo de pan; pero el tal se lo tenía muy bien merecido. Después se rehízo con un destino en la

administración de Cuba; se volvió a perder, tornó a reponerse en Filipinas, y ahora está por cuarta

vez en poder de los vampiros. Como ya no hay dinero en las colonias, parece difícil que este

desventurado haga la quinta pella. Dicen que América para los americanos. ¡Vaya una tontería!

América para los usureros de Madrid.


En la fecha en que nuestra narración coge a doña Lupe, tenía ya un caudalito de diez mil duros,

parte asegurado en acciones del Banco y parte en préstamos con pagaré legalizado, figurando mucha

mayor cantidad de la percibida por el deudor. El ex-alabardero era enemigo del

materialismo de las hipotecas con seguridad legal y rédito prudente. Los préstamos arriesgados con

premio muy subido eran su delicia y su arte predilecto, porque aun cuando alguno no se cobrase

hasta la víspera del Juicio Final, la mayor parte de las víctimas caían atontadas por el miedo al

escándalo, y se doblaba el dinero en poco tiempo. Tenía olfato seguro para rastrear a las personas

pundonorosas, de esas que entregan el pellejo antes que permitir andar en lenguas de la fama, y con

estas se metía hasta el fondo, se atracaba de deudor.


Poco a poco fue transmitiendo su manera de ser, de obrar y sentir a su compinche, como se pasa

la imagen de un papel a otro por medio del calco o el estarcido. Cada vez que D. Francisco le llevaba

dinero cobrado, un problema de usura resuelto y finiquito, se alegraba tanto la viudita que se le abrían

los poros, y por aquellas vías se le entraba el carácter de Torquemada a posesionarse del suyo e

informarlo de nuevo.


La esposa de Torquemada estaba hecha tan a semejanza de este, que doña Lupe la oía y la

trataba como al propio don Francisco. Y con el trato frecuente que las dos señoras tenían, doña

Silvia llegó también a ejercer gran influencia sobre su amiga, imprimiendo en esta algunos rasgos de su

fisonomía moral. Era hombruna, descarada y cuando se ponía en jarras hacía temblar a medio mundo.

Más de una vez aguardó en la calle a un acreedor, con acecho de asesino apostado,

para insultarle sin piedad delante de la gente que pasaba. A esto no llegó ni podía llegar la de

Jáuregui, porque tenía ciertas delicadezas de índole y de educación que se sobreponían a sus enconos

de usurera. Pero sí fueron juntas alguna vez a la casa de una infeliz viuda que les debía dinero, y

después de apremiarla inútilmente para que les pagara, echaron miradas codiciosas hacia los muebles.

Las dos harpías cambiaron breves palabras frente a la víctima, que por poco se muere del susto. "A

usted le conviene esta copa-brasero -dijo doña Silvia-, y a mí aquella cómoda". Hicieron subir a los

mozos de cordel y se llevaron los citados objetos, después de quitarle a la cómoda la ropa y a la

copa el fuego. La deudora se avino a todo por perder de vista a las dos infernales mujeres que tanto

pavor le causaban.


La copa aquella estaba en la sala de doña Lupe; mas no se encendía nunca. Maximiliano sabía su

procedencia, así como la de un bargueño y un armario soberbio que en la alcoba estaban. La mesa en

que el estudiante escribía entró en la casa de la misma manera, y la vajilla buena que se usaba en

ciertos días fue adquirida por la quinta parte de su valor, en pago de un pico que adeudaba una amiga

íntima. Doña Silvia había hecho el negocio, que doña Lupe no se atreviera a tanto. Un

centro de plata, dos bandejas del mismo metal y una tetera que la señora mostraba con orgullo,

habían ido a la casa empeñadas también por una amiga íntima y allí se quedaron por insolvencia.

Maximiliano se había enterado de muchos pormenores concernientes a los manejos de su tía. Las

alhajas, vestidos de señora, encajes y mantones de Manila que pasaban a ser suyos, tras largo

cautiverio, vendíalos por conducto de una corredora llamada Mauricia la Dura. Esta iba a la casa con

frecuencia en otros tiempos; pero ya apenas corría, y doña Lupe la echaba muy de menos, porque

aunque era muy alborotada y disoluta, cumplía siempre bien. Asimismo había podido observar

Maximiliano en su propia casa lo implacable que era su tía con los deudores, y de este conocimiento

vino el inspirado juicio que formuló de esta manera: "Si me caso con Fortunata y si la suerte nos trae

escaseces, antes pediremos limosna por las calles que pedir a mi tía un préstamo de dos pesetas...

Mientras más amigos, más claros".







- IV -


Nicolás y Juan Pablo Rubín.-Propónense nuevas artes y medios de redención



- I -


Hallábase doña Lupe, en el fondo de su alma, inclinada a la transacción lenta que imponían las

circunstancias; mas no quiso dar su brazo a torcer ni dejar de mostrar una inflexibilidad prudente,

hasta tanto que viniese Juan Pablo y hablaran tía y sobrino de la inaudita novedad que había en la

familia. Una mañana, cuando Maximiliano estaba aún en la cama no bien dormido ni despierto, sintió

ruido en la escalera y en los pasillos. Oyó primero patadas y gritos de mozos que subían baúles,

después la voz de su hermano Juan Pablo; y lo mismo fue oírla, que sentir renovado en su alma aquel

pícaro miedo que parecía vencido.


No tenía malditas ganas de levantarse. Oyó a su tía regateando con los mozos por si eran tres o

eran dos y medio. Después, le pareció que Juan Pablo y su tía hablaban en el comedor. ¡Si le estaría

contando aquello...! Seguramente, porque su tía era muy novelera, y no le gustaba de que ciertas

cosas se le enranciaran dentro del cuerpo. Oyó luego que su hermano se lavaba en el

cuarto inmediato, y cuando doña Lupe entró para llevarle toallas, cuchichearon largo rato.

Maximiliano calculó que probablemente hablarían de la herencia; pero no las tenía todas consigo.

Trataba de darse ánimos considerando que su hermano era el más simpático de la familia, el de más

talento y el que mejor se hacía cargo de las cosas.


Levantose al fin de mala gana. Ya lavado y vestido, vacilaba en salir, y se estuvo un ratito con la

mano en el picaporte. Doña Lupe tocó a la puerta, y entonces ya no hubo más remedio que salir.

Estaba pálido y daba lástima verle. Abrazó a su hermano, y en el mirar de este, en el tono de sus

palabras, conoció al punto que sabía la grande, increíble historia. No tenía ganas el joven de

explicaciones ni disputas aquella hora, y como era un poco tarde se apresuró a irse a la clase. Mas no

tuvo sosiego en ella, ni cesó de pensar en lo que su hermano diría y haría. Esta perplejidad le

arrancaba suspiros. El miedo, el pícaro miedo era su principal enemigo. Conveníale, pues, quitarse

pronto la máscara ante su hermano como se la había quitado ante doña Lupe, pues hasta que lo

hiciera no se reintegraría en el uso de su voluntad. Si Juan Pablo salía por la tremenda, quizás era

mejor, porque así no estaba Maximiliano en el caso de guardarle consideraciones; pero

si se ponía en un pie de astucias diplomáticas, fingiendo ceder para resistir con la inercia, entonces...

Esto ¡ay!, lo temía más que nada.


Pronto había de salir de dudas. Cuando Maximiliano entró a almorzar, ya estaba Juan Pablo

sentado a la mesa, y a poco llegó doña Lupe con una bandeja de huevos fritos y lonjas de jamón.

Gozosa estaba aquel día la señora, porque Papitos se portaba bien, como siempre que había aumento

de trabajo. "Es tan novelera esta mona -decía-, que cuando tenemos mucho que hacer parece que se

multiplica. Lo que ella quiere es lucirse, y como vea ocasiones de lucimiento, es un oro. Cuando

menos hay que hacer es cuando la pega. Me la traje a casa hecha una salvajita, y poco a poco le he

ido quitando mañas. Era golosa, y siempre que iba a la tienda por algo, lo había de catar. ¿Creerás

que se comía los fideos crudos?... La recogí de un basurero de Cuatro Caminos, hambrienta, cubierta

de andrajos. Salía a pedir y por eso tenía todos los malos hábitos de la vagancia. Pero con mi sistema

la voy enderezando. Porrazo va, porrazo viene, la verdad es que sacaré de ella una mujer en toda la

extensión de la palabra".


-Está tan malo el servicio en Madrid -observó Juan Pablo-, que no debe usted mirarle mucho los

defectos.


Durante todo el almuerzo hablaron del servicio, y a cada cosa que decían miraban a Maximiliano

como impetrando su asentimiento. El joven observó que su hermano estaba serio con él, pero aquella

seriedad indicaba que le reconocía hombre, pues hasta entonces le trató siempre como a un niño. El

estudiante esperaba burlas, que era lo que más temía, o una reprimenda paternal. Ni una cosa ni otra

se apuntaba en el lenguaje indiferente y frío de Juan Pablo. Este, después de almorzar, sintiose

amagado de la jaqueca y se echó de muy mal humor en su cama. Toda la tarde y parte de la noche

estuvo entre las garras de aquella desazón más molesta que grave. No eran sus ataques tan penosos

como los de Maximiliano, y generalmente le era fácil anegar el dolor hemicráneo en la onda del sueño.

Ya sabía que el cansancio de los viajes consecutivos le producía el ataque, y que este se pasaba en la

noche mas no por esto lo llevaba con paciencia. Renegando de su suerte estuvo hasta muy tarde, y al

fin descansó con sosegado sueño.


En tanto, doña Lupe hacía mil consideraciones sobre el apático desdén con que Juan Pablo

recibiera la noticia de aquello. Había fruncido el ceño; después había opinado que su hermano era

loco, y por fin, alzando los hombros, dijo: "¿Yo qué tengo que ver? Es mayor de edad. Allá se las

haya".


Lo mismo Maximiliano que su tía habían notado que Juan Pablo estaba triste. Primero lo

atribuyeron a cansancio; pero notaron luego que después de las doce horas de sueño reparador,

estaba más triste aún. No sostenía ninguna conversación. Parecía que nada le interesaba, ni aun la

herencia, de la que hablaba poco, aunque siempre en términos precisos.


"¿Sabes que tu hermano lo ha tomado con calma?" dijo doña Lupe a Maxi una noche.


-¿Qué?


-El asunto tuyo. Dos veces le he hablado. ¿Y sabes lo que hace? Alzar los hombros, sacudir la

ceniza del cigarro con el dedo meñique, y decir que ahí se las den todas.


El enamorado oía con júbilo estas palabras, que eran para él un gran consuelo. Indudablemente

Juan Pablo observaba la prudente regla de respetar los sentimientos y propósitos ajenos para que le

respetaran los suyos. Hablaba tan poco, que doña Lupe tenía que sacarle las palabras con cuchara.

"O está también haciendo el trovador -decía doña Lupe-, o le pasa algo. Estoy yo divertida con mis

sobrinos. Todos están con murria. Al menos Maxi es franco y dice lo que quiere".


Hubiera hurgado doña Lupe a su sobrino mayor para que le relevase la causa de su tristeza; pero

como presumía fuese cosa de política, no quiso tocar este punto delicado por no armar

camorra con Juan Pablo, que era o había sido carlista, al paso que doña Lupe era liberal, cosa

extraña, liberal en toda la extensión de la palabra. Después de servir a D. Carlos en una posición

militar administrativa, Rubín había sido expulsado del Cuartel Real. Sus íntimos amigos le oyeron

hablar de calumnias y de celadas traidoras; pero nada se sabía concretamente. Dejaba escapar de su

pecho exclamaciones de ira, juramentos de venganza y apóstrofes de despecho contra sí mismo.

"¡Bien merecido lo tengo por meterme con esa gente!". Cuando llegó a Madrid echado de la corte

de D. Carlos, fue a casa de su tía, según costumbre antigua; pero apenas paraba en la casa. Dormía

fuera, comía también fuera, casi siempre en los cafés o en casa de alguna amiga, y doña Lupe se

desazonaba juzgando con razón que semejante vida no se ajustaba a las buenas prácticas morales y

económicas. De repente, el misántropo volvió al Norte, diciendo que regresaría pronto, y mientras

estuvo fuera se supo la muerte de Melitona Llorente. La primera noticia que de la herencia tuvo Juan

Pablo diósela su tía paterna por una carta que le dirigió a Bayona. Preparábase a volver a España, y

la carta aquella con la noticia que llevaba aceleró su vuelta. Entró por Santander, se fue a Zaragoza

por Miranda y de allí a Molina de Aragón. Diez días estuvo en esta villa, donde ninguna

dificultad de importancia le ofreció la toma de posesión del caudal heredado. Este

ascendía a unos treinta mil duros entre inmuebles y dinero dado a rédito sobre fincas; y descontadas

las mandas y los derechos de traslación de dominio, quedaban unos veintisiete mil duros. Cada

hermano cobraría nueve mil. Juan Pablo, al llegar a Madrid, escribió a Nicolás para que también

viniese, con objeto de estar reunidos los tres hermanos y tratar de la partición.


He dicho que doña Lupe rehuía el hablar de política con Juan Pablo. En realidad, ella no entendía

jota de política, y si era liberal, éralo por sentimiento, como tributo a la memoria de su Jáuregui y por

respeto al uniforme de miliciano nacional que este tan gallardamente ostentaba en su retrato. Pero si le

hubieran dicho que explicara los puntos esenciales del dogma liberal, se habría visto muy apurada

para responder. No sabía más sino que aquellos malditos carcas eran unos indecentes que nos

querían traer la Inquisición y las caenas. Había respirado aquella señora aires tan progresistas durante

su niñez y en los gloriosos veinte años de su unión con Jáuregui, que no quería ni oír hablar de

absolutismo. No comprendía cómo su sobrino, un muchacho tan listo, había cometido la borricada de

hacerse súbdito de aquel zagalón de D. Carlos, un perdido, un zafiote, un déspota en toda la

extensión de la palabra.


En la cuestión religiosa, las ideas de doña Lupe se adaptaban al criterio de su difunto esposo, que

era el más juicioso de los hombres y sabía dar a Dios lo que es de Dios y al César, etc... Este

estribillo lo repetía muy orgullosamente la viuda siempre que saltaba una oportunidad, añadiendo que

creía cuanto la Santa Madre Iglesia manda creer; pero que mientras menos trato tuviera con curas,

mejor. Oía su misa los domingos y confesaba muy de tarde en tarde; mas de este paso regular no la

sacaba nadie.


Desde un día en que disputando con su sobrino sobre este tema, se amontonaron los dos y por

poco se tiran los trastos a la cabeza, no quiso doña Lupe volver a mentar a los carcundas delante de

Juan Pablo. Y cuando le vio venir del Cuartel Real, corrido y humillado, tuvo la señora una alegría tal

que con dificultad podía disimularla. Se acordaba de su Jáuregui y de las cosas oportunas y

sapientísimas que este decía sobre todo desgraciado que se metía con curas, pues era lo mismo que

acostarse con niños. "Y no aprenderá -pensaba doña Lupe-; todavía es capaz de volver a las

andadas, y de ir allá a quitarle motas al zángano de Carlos Siete.




- II -


Durmiose Maxi aquella noche arrullado por la esperanza. Síntoma de conciliación era que su tía no

le hablaba ya con ira, y aun parecía tenerle en verdadero concepto de hombre o de varón. A veces,

hasta parecía que la insigne señora le tenía cierto respeto. ¡Si no hay como mostrarse duro y decidido

para que le respeten a uno...! Por lo demás, doña Lupe había vuelto a cuidarle con su acostumbrada

solicitud. Le ponía en la mesa los platos de su gusto, y en su cuarto nada faltaba para su regalo y

comodidad. En fin, que el pobre chico estaba satisfecho; sentía que el terreno se solidificaba bajo sus

plantas, y se reconocía más árbitro de su destino, y casi triunfante en la descomunal batalla que estaba

dando a su familia.


En cuanto a Juan Pablo, no había nada que temer. Los dos hermanos no tenían ocasiones de

hablar mucho, porque el primogénito, después de almorzar, se marchaba a uno de los cafés de la

Puerta del Sol y allí se estaba las horas muertas. Por la noche o venía muy tarde o no venía. La idea

de que su hermano andaba de picos pardos regocijaba a Maxi porque "ahora se verá -decía-, quién

es más juicioso, quién cumple mejor las leyes de la moral. Que no nos venga aquí

echándosela de plancheta con su neísmo".


En suma, que mi hombre se veía más respetado y considerado desde que se las tuvo tiesas con su

tía la mañana de marras. La única persona que no participaba ni poco ni mucho de este respeto era

Papitos, que cada día le trataba con familiaridad más chocarrera. "Feo, cara de pito, memo en polvo

-decíale sacando un trozo de lengua tal que casi parecía inverosímil-. Valiente mico está vusté... Verá

cómo no le dejan casar... Sí, para vusté estaba. Bobo, más que bobo". Maximiliano la despreciaba y

se lo decía: "Lárgate de aquí, sinvergüenza, o te quito todas las muelas de una bofetada". "¿Vusté,

vusté?, ja, ja. Si le cojo, del primer borleo va a parar al tejado".


Más valía no hacerle caso. Era una inocente que no sabía lo que se decía. Estaba Papitos

arreglando el cuarto de sito Maxi, donde se puso la cama para el cura, que debía llegar al día

siguiente por la mañana. No veía el estudiante con buenos ojos este arreglo, porque siempre que su

hermano Nicolás venía a Madrid y dormía en aquel cuarto le espantaba el sueño con sus ronquidos.

Eran sus fauces y conducto nasal trompeta de Jericó con diferentes registros a cual peor. Maxi se

ponía tan nervioso, que a veces tenía que salirse de la cama y del cuarto. Lo que más le incomodaba

era que a la mañana siguiente el cura sostenía que no había dormido nada.


Indicó a doña Lupe que le librara de este martirio poniendo a Nicolás en otra habitación. ¿Pero

dónde, si no había más aposentos en la casa? La señora le prometió ponerle la cama en su propia

alcoba si el cura roncaba mucho la primera noche. "Pero ahora que me acuerdo, yo también ronco...

En fin, ya se arreglará. Aunque sea en la sala te podrás quedar".


Llegó Nicolás Rubín a la mañanita siguiente, y Maxi le vio entrar como un enemigo más con quien

tendría que batirse. El carácter sacerdotal de su hermano le impresionaba, pues por mucho que su tía

y él hablaran contra el neísmo, un cura siempre es una autoridad en cualquier familia. A este hermano

le quería Maxi menos que a Juan Pablo, sin duda por haber vivido ausente de él durante su niñez.


Los dos hermanos mayores almorzaron juntos, mas no hablaron ni palotada de política, por no

chocar con doña Lupe. Precisamente Nicolás fue quien metió a Juan Pablo por el aro carlista,

prometiéndole villas y castillos. Habíale dado recomendaciones para elevadas personas del Cuartel

Real y para unos clérigos de caballería que residían en Bayona. Pero nada, como digo, se habló en la

mesa. No se les ocultaba que su tía sabía hacer guardar los respetos debidos a la entidad de Jáuregui,

presente siempre en la casa por ficción mental, de que era símbolo el feo retrato que en

el gabinete estaba. Hablaban del tiempo, de lo mal que se vivía en Toledo, de que el viento se había

llevado toda la flor del albaricoque, y de otras zarandajas, honrando sin melindres el buen almuerzo.


De sobremesa, Juan Pablo propuso, puesto que estaban todos reunidos, tratar algunos puntos de

la herencia, que debían ponerse en claro. Él no quería propiedad rústica, y si sus hermanos lo

aprobaban, recibiría su parte en metálico e hipotecas. Otras hipotecas y las tierras serían para Nicolás

y Maximiliano. Estos se conformaron con lo que su hermano proponía, y a doña Lupe le dieron ganas

de tomar cartas en el asunto; pero no se atrevió a intervenir en un negocio que no le incumbía. No

tuvo más remedio que tragar saliva y callarse. Después le dijo a Maximiliano: "Habéis sido unos

tontos. Tu hermano quiere su parte en metálico para gastarla en cuatro días. Es una mano rota. ¿A mí

qué me va ni me viene? Pues más te habría valido recibir lo tuyo en dinero contante, que bien

colocado por mí, te habría dado una rentita bien segura. Y si no, lo has de ver. Yo quiero saber cómo

te las vas tú a gobernar con tanto olivo, tanto parral y ese pedazo de monte bajo que dicen que te

toca. Lo mismo que el majagranzas de Nicolás; a todo decía que sí. Por de pronto

tendréis que tomar un administrador que os robará los ojos, y os dará cada cuenta que Dios tirita.

¡Qué par de zopencos sois! Yo te miraba y te quería comer con los ojos, dándote a entender que te

resistieras; y tú, hecho un marmolillo... Y luego quieres echártela de hombre de carácter. Bonito

camino, sí señor, bonito camino tomas".


Otra cosa había propuesto también el primogénito, a la que accedieron gustosos los otros dos

hermanos. Cuando murió D. Nicolás Rubín, todos los ingleses cobraron con las existencias de la

tienda, a excepción de uno, que había sido el mejor y más fiel amigo del difunto en sus días buenos y

malos. Este acreedor era Samaniego, el boticario de la calle del Ave María, y su crédito ascendía,

con el interés vencido de seis por ciento, a sesenta y tantos mil reales. Propuso Juan Pablo

satisfacerlo como un homenaje a la justicia y a la buena memoria de su querido padre, y se votó

afirmativamente por unanimidad. La misma doña Lupe aprobó este acuerdo, que si recortaba un

poco el capital de la herencia, era un acto de lealtad y como una consagración póstuma de la

honradez de su infeliz hermano. Samaniego no había reclamado nunca el pago de su deuda, y esta

delicadeza pesaba más en el ánimo de los Rubín para pagarle. Ambas familias se visitaban a menudo,

tratándose con la mayor cordialidad, y aun se llegó a decir que Juan Pablo no miraba

con malos ojos a la mayor de las hijas del boticario, llamada Aurora, y de cuyas virtudes, talento y

aptitud para el trabajo se hacía toda lenguas doña Lupe.


Aprobadas la partición propuesta por Juan Pablo y la cancelación del crédito de Samaniego.


Maximiliano, con estas cosas, se sentía cada vez más fuerte. Había tomado acuerdos en consejo

de familia, luego era hombre. Si tenía la personalidad legal, ¿cómo no tener la otra? Figurábase que

algo crecía y se vigorizaba dentro de él, y hasta llegó a imaginar que si le pusieran en una báscula

había de pesar más que antes de aquellas determinaciones. Sin duda tenía también más robustez

física, más dureza de músculos, más plenitud de pulmones. No obstante, estaba sobre ascuas hasta

que su hermano el cleriguito no se explicase. Podría suceder muy bien que cuando todo iba como una

seda, saliese con ciertas mistiquerías propias de su oficio, sacando el Cristo de debajo de la sotana

y alborotando la casa.


La noche del mismo día en que se trató de la herencia, supo Nicolás lo que pasaba, y no lo tomó

con tanta calma como Juan Pablo. Su primer arranque fue de indignación. Tomó una actitud

consternada y meditabunda, haciendo el papel de hombre entero, a quien no asustan las

dificultades y que tiene a gala el presentarles la cara. Las relaciones entre Nicolás y la viuda, que

habían sido frías hasta un par de meses antes de los sucesos referidos, eran en la fecha de estos muy

cordiales, y no porque tía y sobrino tuviesen conformidad de genio, sino por cierta coincidencia en

procederes económicos que atenuaba la gran disparidad entre sus caracteres. Doña Lupe no había

simpatizado nunca con Nicolás; primero, porque las sotanas en general no la hacían feliz; segundo,

porque aquel sobrino suyo no se dejaba querer. No tenía las seducciones personales de Juan Pablo,

ni la humildad del pequeño. Su fisonomía no era agradable, distinguiéndose por lo peluda, como antes

se indicó. Bien decía doña Lupe que así como el primogénito se llevara todos los talentos de la

familia, Nicolás se había adjudicado todos los pelos de ella. Se afeitaba hoy, y mañana tenía toda la

cara negra. Recién afeitado, sus mandíbulas eran de color pizarra. El vello le crecía en las manos y

brazos como la yerba en un fértil campo, y por las orejas y narices le asomaban espesos mechones.

Diríase que eran las ideas, que cansadas de la oscuridad del cerebro se asomaban por los balcones

de la nariz y de las orejas a ver lo que pasaba en el mundo.


Cargábanle a doña Lupe sus pretensiones sermonarias y cierta grosería entremezclada

con la soberbia clerical. Las relaciones entre una y otro eran puramente de fórmula, hasta que a

Nicolás, en uno de los viajes que hizo a Madrid, se le ocurrió entregar a la tía sus ahorros para que se

los colocara, y véase aquí cómo se estableció entre estas dos personas una corriente de simpatía

convencional que había de producir la amistad. Era como dos países separados por esenciales

diferencias de raza y antagonismos de costumbres, y unidos luego por un tratado de comercio. Lo

contrario pasó entre Juan Pablo y doña Lupe. Esta le tuvo en otro tiempo mucho cariño y apreciaba

sus grandes atractivos personales; pero ya le iba dando de lado en sus afectos. No le perdonaba sus

hábitos de despilfarro y el poco aprecio que hacía del dinero gastándolo tan sin sustancia. Ni una sola

vez, ni una, le había dado un pico para que se lo colocase a rédito. Siempre estaba a la cuarta

pregunta, y como pudiera sacarle a su tía alguna cantidad por medio de combinaciones dignas del

mejor hacendista, no dejaba de hacerlo, y a la viuda se le requemaba la sangre con esto. Véase,

pues, cómo se entendía mejor con el más antipático de sus sobrinos que con el más

simpático.




- III -


Conocedor Nicolás de la tremenda noticia, le faltó tiempo para pegar la hebra de su soporífero

sermón, sólo interrumpido cuando Papitos trajo la ensalada. Porque Nicolás Rubín no podía dormir si

no le ponían delante a punto de las once una ensalada de lechuga o escarola, según el tiempo, bien

aliñada, bien meneada, con el indispensable ajito frotado en la ensaladera, y la golosina del apio en su

tiempo. Había comido muy bien el dichoso cura, circunstancia que no debe notarse, pues no hay

memoria de que dejara de hacerlo cumplidamente ningún día del año. Pero su estómago era un

verdadero molino, y a las tres horas de haberse llenado, había que cargarlo otra vez. "Esto no es más

que debilidad -decía poniendo una cara grave y a veces consternada-, y no hay idea de los esfuerzos

que he hecho por corregirla. El médico me manda que coma poco y a menudo".


Cayó sobre aquel forraje de la ensalada, e inclinaba la cara sobre ella como el bruto sobre la

cavidad del pesebre lleno de yerba.


"Le diré a usted, tía -murmuraba con el gruñido que la masticación le permitía-. Yo no soy de

mucho comer, aunque lo parezca".


-Podías serlo más. Come, hijo, que el comer no es pecado gordo.


-Le diré a usted, tía...


No le dijo nada, porque la operación aquella de mascar los jugosos tallos de la escarola absorbía

toda su atención. Los gruesos labios le relucían con la pringue, y esta se le escurría por las comisuras

de la boca formando un hilo corriente, que hubiera descendido hasta la garganta si los cañones de la

mal rapada barba no lo detuvieran. Tenía puesto un gorro negro de lana con borlita que le caía por

delante al inclinar la cabeza, y se retiraba hacia atrás cuando la alzaba. A doña Lupe (no lo podía

remediar) le daba asco el modo de comer de su sobrino, considerando que más le valía saber menos

de cosas teológicas y un poquito más de arte de urbanidad. Como estaban los dos solos, dábale

bromas sobre aquello del comer poco y a menudo; pero él se apresuró a variar la conversación,

llevándola al asunto de Maxi.


"Una cosa muy seria, tía, pero que muy seria".


-Sí que lo es; pero creo muy difícil quitársela de la cabeza.


-Eso corre de mi cuenta... ¡Oh! Si no tuviera yo otras montañas que levantar en vilo... -dijo el

clérigo apartando de sí la ensaladera, en la cual no quedaba ni una hebra-. Verá usted... verá usted si

le vuelvo yo del revés como un calcetín. Para esas cosas me pinto...


No pudo concluir la frase, porque le vino de lo hondo del cuerpo a la boca una tan voluminosa

cantidad de gases, que las palabras tuvieron que echarse a un lado para darle salida. Fue tan sonada

la regurgitación, que doña Lupe tuvo que apartar la cara, aunque Nicolás se puso la palma de la mano

delante de la boca a guisa de mampara. Este movimiento era una de las pocas cosas relativamente

finas que sabía.


"...me pinto solo -terminó, cuando ya los fluidos se habían difundido por el comedor-. Verá usted,

en cuanto llegue le echo el toro... ¡Oh!, es mi fuerte. Me parece que ya está ahí".


Oyose la campanilla, y la misma doña Lupe abrió a su sobrino. Lo mismo fue entrar este en el

comedor que conocer en la cara impertinente de su hermano que ya sabía aquello... No le dio

Nicolás tiempo a prepararse, porque de buenas a primeras le embocó de este modo:


"Siéntese usted aquí, caballerito, que tenemos que hablar. Vaya, que me ha dejado frío lo que

acabo de saber. Estamos bien. Con que...".


La mano tiesa volvió a ponerse delante de la boca, a punto que se atascaban las palabras,

sufriendo la cabeza como una trepidación.


"Con que aquí hace cada cual lo que le da la gana, sin tener en cuenta las leyes divinas ni

humanas, y haciendo mangas y capirotes de la religión, de la dignidad de la familia...".


Maximiliano, que al principiar el réspice, estaba anonadado, se rehízo de súbito, y

todas las fuerzas de su espíritu se pronunciaron con varonil arranque. Tal era el síntoma característico

del hombre nuevo que en él había surgido. Roto el hielo de la cortedad desde el momento en que la

tremenda cuestión salía a vista pública, le brotaban del fondo del alma aquellos alientos grandes para

su defensa. Discutir, eso no; pero lo que es obrar, sí, o al menos demostrar con palabras breves y

enfáticas su firme propósito de independencia...


"¡Bah! -exclamó apartando la vista de su hermano con un movimiento desdeñoso de la cabeza-.

No quiero oír sermones. Yo sé bien lo que debo hacer".


Dijo, y levantándose se marchó a su cuarto.


-Bien, muy bien -murmuró el cura quedándose corrido, mirando a doña Lupe y a Papitos, la cual

se pasmaba de aquel mirar que parecía una consulta-. Y qué mal educadito y que rabiosito se ha

vuelto. Bien, muy bien; pero muy...


Un metro cúbico de gas se precipitó a la boca con tanta violencia, que Nicolás tuvo que ponerse

tieso para darle salida franca, y a pesar de lo furioso que estaba, supo cuidar de que la mano

desempeñara su obligación. Doña Lupe también parecía indignada, aunque si se hubiera ido a

examinar bien el interior de la digna señora, se habría visto que en medio del enojo que

su dignidad le imponía, nacía tímidamente un sentimiento extraño de regocijo por aquella misma

independencia de su sobrino. ¡Si sería efectivamente un hombre, un carácter entero...! Siempre le

disgustó a ella que fuera tan encogido y para poco. ¿Por qué no se había de alegrar de ver en él un

rasgo siquiera de personalidad árbitra de sí misma? "Hay que ver por dónde sale este demonches de

chico -pensaba con cierta travesura-. ¡Y qué geniazo va sacando!".


"Pero muy bien, perfectamente bien -dijo el cura apoyando las manos en los brazos del sillón,

para enderezar el cuerpo-. Verás ahora, grandísimo piruétano, cómo te pongo yo las peras a cuarto.

Tía, buenas noches. Ahora va a ser la gorda. Acostados los dos, hablaremos".


Encerrose Nicolás en su alcoba, que era la de su hermano, y ambos se metieron en la cama. Doña

Lupe se puso fuera a escuchar. Al principio no oyó más que el crujir de los hierros de la cama del

clérigo, que era muy mala y endeble, y en cuanto se movía el desgraciado ocupador de ella volvíase

toda una pura música, la que unida al ruido de los muelles del colchón veterano, hubiera quitado el

sueño a todo hombre que no fuese Nicolás Rubín. Después oyó doña Lupe la voz de Maxi, opaca,

pero entera y firme. Nicolás no le dejaba meter baza; pero el otro se las tenía tiesas... ¡Terrible duelo

entre el sermón y el lenguaje sincero de los afectos! Ponía singular atención doña Lupe a

la voz del sietemesino, y se hubiera alegrado de oír algo estupendo, categórico y que se saliera de lo

común; pero no podía distinguir bien los conceptos, porque la voz de Maxi era muy apagada y

parecía salir de la cavidad de una botella. En cambio los gritos del cura se oían claramente desde el

pasillo. "Miren por dónde sale ahora este... -pensó doña Lupe volviendo la cara con desdén-. ¡Qué

tendrán que ver Santo Tomás ni el padre Suárez con...!". Al fin dejó de oírse la voz cavernosa del

sacerdote, y en cambio se percibió un silbido rítmico, al que siguieron pronto mugidos como los del

aire filtrándose por los huecos de un torreón en ruinas.


"Ya está roncando ese... -dijo doña Lupe retirándose a su alcoba-. ¡Qué noche va a pasar el otro

pobre!".


Serían las nueve de la mañana siguiente, cuando Nicolás pidió a Papitos su chocolate. Salió del

cuarto con la cara muy mal lavada, y algunas partes de ella parecían no haber visto más agua que la

del bautismo.


"¿Ese chocolate?" preguntó en el comedor, resobándose las manos una con otra, como si quisiera

sacar fuego de ellas.


-Ahora mismo.


El chocolate había de ser con canela, hecho con leche, por supuesto, y en ración de dos

onzas. Le habían de acompañar un bollo de tahona, varios bizcochitos y agua con azucarillo. Y

aún decía Nicolás que tomaba chocolate no por tomarlo, sino nada más que por fumarse un cigarrillo

encima.


-¿Y qué resultó anoche? -preguntó doña Lupe al ponerle delante todo aquel cargamento.


-Pues nada, que no hay quien le apee -respondió el clérigo, sumergiendo el primer bizcochito en el

espeso líquido-. Lo que usted decía: no es posible quitárselo de la cabeza. Una de dos, o matarle o

dejarle, y como no le hemos de matar... Al fin convenimos en que yo vería hoy a esa... cabra loca.


-No me parece mal.


-Y según la impresión que me haga, determinaremos.


-¿Vais juntos?


-No, yo solo, quiero ir solo. Además él está hoy con jaqueca.


-¿Con jaqueca? ¡Pobrecito!


Doña Lupe corrió a ver a Maximiliano, que después de empezar a vestirse, había tenido que

echarse otra vez en la cama. Provocado sin duda por las emociones de aquellos días, por el largo

debate con su hermano Nicolás, y más aún quizás por los insufribles ronquidos de este, apareció el

temido acceso. Desde media noche sintió Maxi un entorpecimiento particular dentro de la cabeza,

acompañado del presagio del mal. La atonía siguió, con el deseo de sueño no satisfecho

y luego una punzada detrás del ojo izquierdo, la cual se aliviaba con la compresión bajo la ceja. El

paciente daba vueltas en la cama buscando posturas, sin encontrar la del alivio. Resolvíase luego la

punzada en dolor gravitativo, extendiéndose como un cerco de hierro por todo el cráneo. El trastorno

general no se hacía esperar, ansiedad, náuseas, ganas de moverse, a las que seguían inmediatamente

ganas más vivas todavía de estarse quieto. Esto no podía ser, y por fin le entraba aquella desazón

epiléptica, aquel maldito hormigueo por todo el cuerpo. Cuando trató de levantarse parecíale que la

cabeza se le abría en dos o tres cascos, como se había abierto la hucha a los golpes de la mano del

almirez. Sintió entrar a su tía. Doña Lupe conocía tan bien la enfermedad, que no tenía más que verle

para comprender el periodo de ella en que estaba.


"¿Tienes ya el clavo? -le preguntó en voz muy baja-. Te pondré láudano".


Había aparecido el clavo, que era la sensación de una baguetilla de hierro caliente atravesada

desde el ojo izquierdo a la coronilla. Después pasaba al ojo derecho este suplicio, algo atenuado ya.

Doña Lupe, tan cariñosa como siempre, le puso láudano, y arreglando la cama y cerrando bien las

maderas, le dejó para ir a hacer una taza de té, porque era preciso que tomase algo. El

enfermo dijo a su tía que si iba Olmedo a buscarle para ir a clase, le dejase pasar para hacerle un

encargo. Fue Olmedo, y Maximiliano le rogó corriese a avisar a Fortunata la visita del clérigo, para

que estuviese prevenida. "Oye, adviértele que tenga mucho cuidado con lo que dice; que hable sin

miedo y con sinceridad; basta con esto. Dile cómo estoy y que no la podré ver hasta mañana".




- IV -


El aviso, puntualmente transmitido por Olmedo, de la visita del cura puso a Fortunata en gran

confusión. Pareciole al pronto un honor harto grande, luego compromiso, porque la visita de persona

tan respetable indicaba que la cosa iba de veras. No se conceptuaba, además, con bastante finura

para recibir a sujetos de tanta autoridad. "¡Un señor eclesiástico!... ¡qué vergüenza voy a pasar!

Porque de seguro me preguntará cosas como cuando una se va a confesar... ¿Y cómo me pondré?

¿Me vestiré con los trapitos de cristianar, o de cualquier manera?... Quizás sea mejor ponerme hecha

un pingo, a lo pobre, para que no crea... No, no es propio. Me vestiré decente y modestita".

Despachados los más urgentes quehaceres del día, peinose con mucha sencillez, se puso su vestido

negro, las botas nuevas; púsose también su pañuelo de lana oscuro, sujeto con un

imperdible de metal blanco que representaba una golondrina, y mirándose al espejo, aprobó su

perfecta facha de mujer honesta. Antes de arreglarse había almorzado precipitadamente, con poca

gana, porque no le gustaban visitas tan serias, ni sabía lo que en ellas había de decir. La idea de soltar

alguna barbaridad o de no responder derechamente a lo que se le preguntara, le quitó el apetito... Y

bien mirado, ¿qué necesidad tenía ella de visitas de curas? Pero no tuvo tiempo de pensar mucho en

esto, porque de repente... tilín. Era próximamente la una y media.


Corrió a abrir la puerta. El corazón le saltaba en el pecho. La figura negra avanzó por el pasillo

para entrar en la salita. Fortunata estaba tan turbada que no acertó a decirle que se sentase y dejara

la canaleja. Maxi, que al hablar de la familia se dejaba guiar más por el amor propio que por la

sinceridad, le había hecho mil cuentos hiperbólicos de Nicolás, pintándole como persona de mucha

virtud y talento, y ella se los había creído. Por esto se desilusionó algo al ver aquella figura tosca de

cura de pueblo, aquellas barbas mal rapadas y la abundancia de vello negro que parecía cultivado

para formar cosecha. La cara era desagradable, la boca grande y muy separada de la nariz corva y

chica; la frente espaciosa, pero sin nobleza; el cuerpo fornido, las manos largas, negras y

poco familiarizadas con el jabón; la tez morena, áspera y aceitosa. El ropaje negro del

cura revelaba desaseo, y este detalle bien observado por Fortunata la ilusionó otra vez respecto a la

santidad del sujeto, porque en su ignorancia suponía la limpieza reñida con la virtud. Poco después,

notando que su futuro hermano político olía, y no a ámbar, se confirmó en aquella idea.


"Parece que está usted como asustada -dijo Nicolás con fría sonrisa clerical-. No me tenga usted

miedo. No me como a la gente. ¿Se figura usted a lo que vengo?".


-Sí señor... no... digo, me figuro. Maximiliano...


-Maximiliano es un tarambana -afirmó el clérigo con la seguridad burlesca del que se siente frente

a un interlocutor demasiado débil-, y usted lo debe conocer como lo conozco yo. Ahora ha dado en

la simpleza de casarse con usted... No, si no me enfado. No crea usted que la voy a reñir. Yo soy

moro de paz, amiga mía, y vengo aquí a tratar la cosa por las buenas. Mi idea es esta: ver si es usted

una persona juiciosa, y si como persona juiciosa comprende que esto del casorio es una botaratada;

ni más ni menos... Y si lo reconoce así, pretendo, esta, esta es la cosa, que usted misma sea quien se

lo quite de la cabeza... ni menos ni más.


Fortunata conocía La Dama de las Camelias, por haberla oído leer. Recordaba la escena

aquella del padre suplicando a la dama que le quite de la cabeza al chico la tontería de

amor que le degrada, y sintió cierto orgullo de encontrarse en situación semejante. Más por

coquetería de virtud que por abnegación, aceptó aquel bonito papel que se le ofrecía, ¡y vaya si era

bonito! Como no le costaba trabajo desempeñarlo por no estar enamorada ni mucho menos,

respondió en tono dulce y grave:


"Yo estoy dispuesta a hacer todo lo que usted me mande".


-Bien, muy bien, perfectamente bien -dijo Nicolás, orgulloso de lo que creía un triunfo de su

personalidad, que se imponía sólo con mostrarse-. Así me gusta a mí la gente. ¿Y si le mando que no

vuelva a ver más a mi hermano, que se escape esta noche para que cuando él vuelva mañana no la

encuentre?


Al oír esto, Fortunata vaciló.


"Lo haré, sí, señor -contestó al fin, cuidando luego de buscar inconvenientes al plan del

sacerdote-. ¿Pero a dónde iré yo que él no venga tras de mí? Al último rincón de la tierra ha de ir a

buscarme. Porque usted no sabe lo desatinado que está por... esta su servidora".


-¡Oh!, lo sé, lo sé... A buena parte viene. ¿De modo que usted cree que no adelantamos nada con

darle esquinazo?... Esta es la cosa.


-Nada, señor, pero nada -declaró ella, disgustada ya del papel de Dama de las

Camelias, porque si el casarse con Maximiliano era una solución poco grata a su alma,

la vida pública la aterraba en tales términos, que todo le parecía bien antes que volver a ella.


-Bien, perfectamente bien -afirmó Nicolás dándose aires de persona que medita mucho las cosas,

y razona a lo matemático-. Ya tenemos un punto de partida, que es la buena disposición de usted...

esta es la cosa. Respóndame ahora. ¿No tiene usted quién la ampare si rompe con mi hermano?


-No señor.


-¿No tiene usted familia?


-No señor.


-Pues está usted aviada... De forma y manera -dijo cruzando los brazos y echando el cuerpo

atrás-, que en tal caso no tiene más remedio que... que echarse a la buena vida... al amor libre... a...

Ya usted me entiende.


-Sí, señor, entiendo... no tengo más camino -manifestó la joven con humildad.


-¡Tremenda responsabilidad para mí! -exclamó el curita moviendo la cabeza y mirando al suelo, y

lo repitió hasta unas cinco veces en tono de púlpito.


En aquel instante le vinieron al pensamiento ideas distintas de las que había llevado a la visita, y

más conformes con su empinada soberbia clerical. Había ido con el propósito de romper aquellos

lazos, si la novia de su hermano no se prestaba medianamente a ello; pero cuando la vio

tan humilde, tan resignada a su triste suerte, entrole apetito de componendas y de mostrar sus

habilidades de zurcidor moral. "He aquí una ocasión de lucirme -pensó-. Si consigo este triunfo, será

el más grande y cristiano de que puede vanagloriarse un sacerdote. Porque figúrense ustedes que

consigo hacer de esta samaritana una señora ejemplar y tan católica como la primera... figúrenselo

ustedes...". Al pensar esto, Nicolás creía estar hablando con sus colegas. Tomaba en serio su oficio

de pescador de gente, y la verdad, nunca se le había presentado un pez como aquel. Si lo sacaba de

las aguas de la corrupción, "¡qué victoria, señores, pero qué pesca!". En otros casos semejantes,

aunque no de tanta importancia, en los cuales había él mangoneado con todos sus ardides

apostólicos, alcanzó éxitos de relumbrón que le hicieron objeto de envidia entre el clero toledano. Sí;

el curita Rubín había reconciliado dos matrimonios que andaban a la greña, había salvado de la

prostitución a una niña bonita, había obligado a casarse a tres seductores con las respectivas

seducidas; todo por la fuerza persuasiva de su dialéctica... "Soy de encargo para estas cosas" fue lo

último que pensó, hinchado de vanidad y alegría como caudillo valeroso que ve delante de sí una gran

batalla. Después se frotó mucho las manos, murmurando: "Bien, bien; esta es la cosa".

Era el movimiento inicial del obrero que se aligera las manos antes de empezar una ruda faena, o del

cavador que se las escupe antes de coger la azada. Después dijo bruscamente y sonriendo:


"¿Me permite usted echar un cigarrillo?".


-Sí, señor, pues no faltaba más... -replicó Fortunata, que esperaba el resultado de aquel meditar y

del frote de las manos.


-Pues sí -declaró gravemente Nicolás, chupando su cigarrillo-, me falta valor para lanzarla a usted

al mundo malo; mejor dicho, la caridad y el ministerio que profeso me vedan hacerlo. Cuando un

náufrago quiere salvarse, ¿es humano darle una patada desde la orilla? No; lo humano es alargarle

una mano o echarle un palo para que se agarre... esta es la cosa.


-Sí, señor -indicó Fortunata agradecida-, porque yo soy náu...


Iba a decir náufraga; pero temiendo no pronunciar bien palabra tan difícil, la guardó para otra

ocasión, diciendo para sí: "No metamos la pata sin necesidad".


"Pues lo que yo necesito ahora -agregó Rubín terciándose el manteo sobre las piernas, y

accionando como un hombre que necesita tener los brazos libres para una gran faena-, es ver en

usted señales claras de arrepentimiento y deseo de una vida regular y decente; lo que yo necesito

ahora es leer en su interior, en su corazón de usted. Vamos allá. ¿Hace mucho tiempo

que no se confiesa usted?".


La Samaritana se puso colorada, porque le daba vergüenza de decir que hacía lo menos diez o

doce años que no se había confesado. Por fin lo declaró.


"Perfectamente -dijo Nicolás, acercando su sillón al sofá en que la joven estaba-. Le prevengo a

usted que tengo mucha experiencia de esto. Hace cinco años que practico el confesonario, y que las

cazo al vuelo. Quiero decir que a mí no hay mujer que me engañe".


Fortunata tuvo miedo y Nicolás aproximó más el sillón. Aunque estaban solos, ciertas cosas

debían decirse en voz baja.


"Vamos a ver, ¿quién fue el primero?" preguntó el presbítero llevándose la mano tiesa a la boca,

porque con la pregunta querían salir también ciertos gases.


Contó ella lo de Juanito Santa Cruz, pasando no poca vergüenza, y dando a conocer la triste

historia incoherente.


"Abrevie usted. Hay muchos pormenores que ya me los sé, como me sé el Catecismo... Que le

dio a usted palabra de casamiento y que usted fue tan boba que se lo creyó. Que un día la cogió

descuidada y sola... Bah, bah... lo de siempre. Después habrá usted conocido a otros muchos

hombres, ¿a cuántos próximamente?".


Fortunata miró al techo, haciendo un cálculo numérico.


"Es difícil decir... Lo que es conocer...".


El sacerdote se sonrió. "Quiero decir tratar con intimidad; hombres con quienes ha vivido usted en

relaciones de un mes, de dos... esta es la cosa. No me refiero a los conocimientos de un instante, que

eso vendrá después".


"Pues serán..." dijo ella pasando un rato muy malo.


-Vamos, no se asuste usted del número.


-Pues podrán ser... como unos ocho... Deje usted que me acuerde bien...


-Basta ya; lo mismo da ocho que doce o que ochocientos doce. ¿Le repugna a usted la memoria

de esos escándalos?


-¡Oh!, sí, señor... Crea usted que...


-Que no los puede ver ni pintados. Lo creo... ¡Valientes pillos! Sin embargo, dígame usted: ¿No

volvería a tener amistad con alguno de ellos, si la solicitara?


Con ninguno... -dijo Fortunata.


-¿De veras? Piénselo usted bien.


Fortunata lo pensó, y al cabo de un ratito, la lealtad y buena fe con que se confesaba mostráronse

en esta declaración:


"Con uno... qué sé yo... Pero no puede ser".


-Déjese usted de que pueda o no pueda ser. Ese uno, esa excepción de su hastío es el primero,

ese tal D. Juanito. No necesita usted confirmarlo. Me sé estas historias al dedillo. ¿No

ve usted, hija mía, que he sido confesor de las Arrepentidas de Toledo durante cinco años largos de

talle?


-Pero no puede ser. Está casado, es muy feliz, y no se acuerda de mí.


-A saber, a saber... Pero en fin, usted confiesa que es el único sujeto a quien de veras quiere, el

único por quien de veras siente apetito de amores y esa cosa, esa tontería que ustedes las mujeres...


-El único.


-Y a los demás que los parta un rayo.


-A los demás, nada.


-¿Y a mi hermano?... esta es la cosa.


Lo brusco de la pregunta aturdió a la penitente. No la esperaba, ni se acordaba para nada en

aquel momento del pobre Maxi. Como era tan sincera no pensó ni por un momento en alterar la

verdad. Las cosas claras. Además, el clérigo aquel parecíale muy listo, y si le decía una cosa por otra

conocería el embuste.


"Pues a su hermano de usted, tampoco".


-Perfectamente -dijo el curita, acercando su sillón todo lo más que acercarse podía.




- V -


Para que ningún malicioso interprete mal las bruscas aproximaciones del sillón de

Nicolás Rubín al asiento de su interlocutora, conviene hacer constar de una vez que era

hombre de temple fortísimo, o más propiamente hablando, frigidísimo. La belleza femenina no le

conmovía o le conmovía muy poco, razón por la cual su castidad carecía de mérito. La carne que a él

le tentaba era otra, la de ternera por ejemplo, y la de cerdo más, en buenas magras, chuletas

riñonadas o solomillo bien puesto con guisantes. Más pronto se le iban los ojos detrás de un jamón

que de una cadera, por suculenta que esta fuese, y la mejor falda para él era la que da nombre al

guisado. Jactábase de su inapetencia mujeril haciendo de ella una estupenda virtud; pero no

necesitaba andar a cachetes con el demonio para triunfar. Las embestidas del sillón eran simplemente

un hábito de confianza, adquirido con el uso del secreto penitenciario.


"Lo que se llama querer... -dijo Fortunata haciendo esfuerzos para expresarse claramente-,

querer, ¿entiende usted?, no; pero aprecio, estimación sí".


-¿De modo que no hay lo que llaman ilusión?...


-No señor.


-Pero hay esa afición tranquila, que puede ser principio de una amistad constante, de ese afecto

puro, honesto y reposado que hace la felicidad de los matrimonios.


Fortunata no se atrevió a responder claro. Le parecía mucho lo que el eclesiástico

proponía. Recortándolo algo se podía aceptar.


"Puedo llegar a quererle con el trato...".


-Perfectamente... Porque es preciso que usted se fije bien en una cosa: eso de la ilusión es pura

monserga, eso es para bobas. Ilusionarse con un caballerete porque tenga los ojos así o asado,

porque tenga el bigotito de esta manera, el cuerpo derecho y el habla dengosa, es propio de hembras

salvajes. Amar de ese modo no es amar, es perversión, es vicio, hija mía. El verdadero amor es el

espiritual, y la única manera de amar es enamorarse de la persona por las prendas del alma. Las

mujeres de estos tiempos se dejan pervertir por las novelas y por las ideas falsas que otras mujeres

les imbuyen acerca del amor. ¡Patraña y propaganda indecente que hace Satanás por mediación de

los poetas, novelistas y otros holgazanes! Diranle a usted que el amor y la hermosura física son

hermanos, y le hablarán a usted de Grecia y del naturalismo pagano. No haga usted caso de patrañas,

hija mía, no crea en otro amor que en el espiritual, o sea en las simpatías de alma con alma...


La prójima adivinaba más que entendía esto, que era contrario a sus sentimientos; pero como lo

decía un sabio, no había más remedio que contestar a todo que sí. Viendo que hacía indicaciones

afirmativas con la cabeza, el cura se animaba, añadiendo con énfasis:


"Sostener otra cosa es renegar del catolicismo y volver a la mitología... esta es la cosa".


-Claro -apuntó la joven; pero en su interior se preguntaba qué quería decir aquello de la

mitología... porque de seguro no sería cosa de mitones.


Aquel clérigo, arreglador de conciencias, que se creía médico de corazones dañados de amor, era

quizás la persona más inepta para el oficio a que se dedicaba, a causa de su propia virtud, estéril y

glacial, condición negativa que, si le apartaba del peligro, cerraba sus ojos a la realidad del alma

humana. Practicaba su apostolado por fórmulas rutinarias o rancios aforismos de libros escritos por

santos a la manera de él, y había hecho inmensos daños a la humanidad arrastrando a doncellas

incautas a la soledad de un convento, tramando casamientos entre personas que no se querían, y

desgobernando, en fin, la máquina admirable de las pasiones. Era como los médicos que han

estudiado el cuerpo humano en un atlas de Anatomía. Tenía recetas charlatánicas para todo, y las

aplicaba al buen tun tun, haciendo estragos por donde quiera que pasaba.


"De esta manera, hija mía -añadió lleno de fatuidad-, puede darse el caso de que una mujer

hermosa llegue a amar entrañablemente a un hombre feo. El verdadero amor, fíjese usted en esto y

estámpelo en su memoria, es el de alma por alma. Todo lo demás es obra de la

imaginación, la loca de la casa.


A Fortunata le hizo gracia esta figura.


"¿Quién hace caso de la imaginación? -prosiguió él, oyéndose, y muy satisfecho del efecto que

creía causar-. Cuando la loca le alborote a usted, no se dé por entendida, hija. ¿Haría usted caso de

una persona que pasara ahora por la calle diciendo disparates? Pues lo mismo es, exactamente lo

mismo. A la imaginación se la mira con desprecio, y se hace lo contrario de lo que ella inspira.

Comprendo que usted, por la vida mala que ha llevado y por no haber tenido a su lado buenos

ejemplos, no podrá durante algún tiempo meter en cintura a la loca de la casa; pero aquí estamos

para enseñarla. Aquí me tiene a mí, y me parece que sé lo que traigo entre manos... Empecemos.

Para que usted sea digna de casarse con un hombre honrado, lo primerito es que me vuelva los ojos a

la religión, empezando por edificarse interiormente.


-Sí señor -respondió humildemente la prójima, que entendía lo de la religión; pero no lo de la

edificación. Para ella edificar era lo mismo que hacer casas,


-Bien. ¿Está usted dispuesta a ponerse bajo mi dirección y a hacer todo lo que yo le mande?

-propuso el cura con la hinchazón de vanidad que le daba aquel papel sublime de lañador de almas

cascadas.


-Sí señor.


-¿Y cómo estamos de doctrina cristiana?


Dijo esto con un tonillo de superioridad impertinente, lo mismo que dicen algunos médicos: "a ver

la lengua".


-Yo... la dotrina -replicó la penitente temblando...- muy mal. No sé nada.


El capellán no hizo aspavientos. Al contrario, le gustaba que sus catecúmenos estuvieran rasos y

limpios de toda ciencia, para poder él enseñárselo todo. Después meditó un rato, las manos cruzadas

y dando vuelta a los pulgares uno sobre otro. Fortunata le miraba en silencio. No podía dudar de que

era hombre muy sabedor de cosas del mundo y de las flaquezas humanas, y pensó que le convenía

ponerse bajo su dirección. En aquel momento hallábase bajo la influencia de ideas supersticiosas

adquiridas en su infancia respecto a la religión y al clero. Su catecismo era harto elemental y se

reducía a dos o tres nociones incompletas, el Cielo y el Infierno, padecer aquí para gozar allá, o lo

contrario. Su moral era puramente personal, intuitiva y no tenía nada que ver con lo poco que

recordaba de la doctrina cristiana. Formó del hermano de Maxi buen concepto, porque se lavaba

poco y sabía mucho y no reñía a las pecadoras, sino que las trataba con dulzura, ofreciéndoles el

matrimonio, la salvación, y hablándoles del alma y otras cosas muy bonitas.


"Todo depende de que usted sepa mandar a paseo a la loquilla -continuó Nicolás saliendo de su

abstracción-. Ya sabe usted lo que Jesús le dijo a la samaritana cuando habló con ella en el pozo, en

una situación parecida a la que ahora tenemos usted y yo...".


Fortunata se sonrió, afectando entender la cita; pero se había quedado a oscuras.


"Si usted quiere mejorar de vida y edificársenos interiormente para adquirir la fuerza necesaria,

aquí me tiene. ¿Pues para qué estamos? Cuando yo considere segura la reforma de usted, quizás no

ponga tantos peros al casorio con mi hermano. El pobre está loco por usted; me dijo anoche que si

no le dejamos casar se muere. Mi tía quiere quitárselo de la cabeza; mas yo le dije: "Calma, calma,

las cosas hay que verlas despacio. No nos precipitemos, tía", y por eso me vine aquí. Me

comprometo a curarle a usted esa enfermedad de la imaginación que consiste en tener cariño al

hombre indigno que la perdió. Conseguido esto, amará usted al que ha de ser su marido, y lo amará

con ilusión espiritual, no de los sentidos... ni más ni menos. ¡Oh, he alcanzado yo tantos triunfos de

estos; he salvado a tanta gente que se creía dañada para siempre! Convénzase usted, en esto, como

en otras cosas, todo es ponerse a ello, todo es empezar... Imagínese usted lo bien que estará cuando

se nos reforme; vivirá feliz y considerada, tendrá un nombre respetable, y habrá quien la

adore, no por sus gracias personales, que maldito lo que significan, sino por las espirituales, que es lo

que importa. Al principio tendrá usted que hacer algunos esfuerzos; será preciso que se olvide de su

buen palmito. Esto es quizás lo más difícil, pero hagámonos la cuenta de que la única hermosura

verdad es la del alma, hija mía, porque de la del cuerpo dan cuenta los gusanos...".


Esto le pareció muy bien a la pecadora, y decía que sí con la cabeza.


"Pues vamos a cuentas. ¿Usted quiere que establezcamos la posibilidad, esta es la cosa, la

posibilidad de casarse con un Rubín?".


-Sí señor -respondió Fortunata con cierto miedo, espantada aún por aquello de los gusanos.


-Pues es preciso que se nos someta usted a la siguiente prueba -dijo el cura, tapándose un

bostezo, porque eran ya las cuatro y no habría tenido inconveniente en tomar una friolera-. Hay en

Madrid una institución religiosa de las más útiles, la cual tiene por objeto recoger a las muchachas

extraviadas y convertirlas a la verdad por medio de la oración, del trabajo y del recogimiento. Unas,

desengañadas de la poca sustancia que se saca al deleite, se quedan allí para siempre; otras salen ya

edificadas, bien para casarse, bien para servir en casas de personas respetabilísimas.

Son muy pocas las que salen para volver a la perdición. También entran allí señoras decentes a expiar

sus pecados, esposas ligeras de cascos que han hecho alguna trastada a sus maridos, y otras que

buscan en la soledad la dicha que no tuvieron en el bullicio del mundo.


Fortunata seguía dando cabezadas. Había oído hablar de aquella casa, que era el convento de las

Micaelas.


"Perfectamente; así se llama. Bueno, usted va allá y la tenemos encerradita durante tres, cuatro

meses o más. El capellán de la casa es tan amigo mío, que es como si fuera yo mismo. Él la dirigirá a

usted espiritualmente, puesto que yo no puedo hacerlo porque tengo que volverme a Toledo. Pero

siempre que venga a Madrid, he de ir a tomarle el pulso y a ver cómo anda esa educación, sin

perjuicio de que antes de entrar en el convento, le he de dar a usted un buen recorrido de doctrina

cristiana para que no se nos vaya allá enteramente cerril. Si pasado un plazo prudencial, me resulta

usted en tal disposición de espíritu que yo la crea digna de ser mi hermana política, podría quizás

llegar a serlo. Yo le respondo a usted de que, como este indigno capellán dé el pase, toda la familia

dirá amén".


Estas palabras fueron dichas con sencillez y dulzura. Eran una de sus mejores y más estudiadas

recetas, y tenía para ello un tonillo de convicción que hacía efecto grande en las

inexpertas personas a quienes se dirigían.


En Fortunata fue tan grande el efecto, que casi casi se le saltaron las lágrimas. Indudablemente era

muy de agradecer el interés que aquel bondadoso apóstol de Cristo se tomaba por ella. Y todo sin

regaños, sin manotadas, tratándola como un buen pastor trataría a la más querida de sus ovejas. A

pesar de esta excelente disposición de su ánimo, la infeliz vacilaba un poco. De una parte le seducía la

vida retirada, silenciosa y cristiana del claustro. Bien pudiera ser que allí se cerrase por completo la

herida de su corazón. Había que probarlo al menos. De otra parte la aterraba lo desconocido, las

monjas... ¿cómo serían las monjas?, ¿cómo la tratarían? Pero Nicolás se adelantó a sus temores,

diciéndole que eran las señoras más indulgentes y cariñosas que se podían ver. A la samaritana se le

aguaron los ojos, y pensó en lo que sería ella convertida de chica en señora, la imaginación limpia de

aquella maleza que la perdía, la conciencia hecha de nuevo, el entendimiento iluminado por mil cosas

bonitas que aprendería. La misma imaginación, a quien el maestro había puesto que no había por

donde cogerla, fue la que le encendió fuegos de entusiasmo en su alma, infundiéndole el orgullo de ser

otra mujer distinta de lo que era.


"Pues sí, pues sí... quiero entrar en las Micaelas" afirmó con arranque.


-Pues nada, a purificarse tocan. ¿Ve usted cómo nos hemos entendido? -dijo el clérigo con

alegría, levantándose-. Cansado ya de tanto discutir, yo le dije a mi hermano: Si tu pasión es tan

fuerte que no la puedes combatir, pon el pleito en mis manos, tonto, que yo te lo arreglaré. Si es mi

oficio; si para eso estamos; si no sé hacer otra cosa... ¿Para qué serviría yo si no sirviera para

enderezar torceduras de estas?


El orgullo se le rezumía por todos los poros como si fuera sudor; los ojos le brillaban. Cogió la

canaleja, diciendo:


"Volveré por aquí. Hablaré a mi hermano y a mi tía. Tenemos ya una gran base de arreglo, que es

su conformidad de usted con todo lo que le mande este pobre sacerdote".


Fortunata al darle la mano se la besó.


Las últimas palabras de la visita fueron referentes al mal tiempo, a que él no podía estar en Madrid

sino dos semanas, y por fin a la jaqueca que tenía Maximiliano aquel día.


"Es mal de familia. Yo también las padezco. Pero lo que principalmente me trae descompuesto

ahora es un pícaro mal de estómago... debilidad, dicen que es debilidad... Tengo que comer muy a

menudo y muy poca cantidad... esta es la cosa... Es efecto del excesivo trabajo... ¡qué le

vamos a hacer! Al llegar esta hora se me pone aquí un perrito... lo mismo que un perrito que me

estuviera mordiendo. Y como no le eche algo al condenado, me da muy mal rato".


-Si quiere usted... aguarde usted... yo... -dijo Fortunata pasando revista mental a su pobre

despensa.


-Quite usted allá, criatura... No faltaba más... ¿Piensa que no me puedo pasar...? No es que yo

apetezca nada; lo tomo hasta con asco; pero me sienta bien, conozco que me sienta bien.


-Si quiere usted, traeré... No tengo en casa; pero bajaré a la tienda...


-Quite usted allá... no me lo diga ni en broma... Vaya, abur, abur... Y cuidarse, cuidarse mucho,

¿eh?, que andan pulmonías.


El clérigo salió y fue a casa de un amigo donde le solían dar, en aquella crítica hora, el remedio de

su debilidad de estómago.




- VI -


En la noche de aquel memorable día, y cuando la jaqueca se le calmó, pudo enterarse Maxi de

que su hermano había ido a la calle de Pelayo, y de que sus impresiones "no habían sido malas"

según declaración del propio cura. Daba este mucha importancia a su apostolado, y cuando le caía en

las manos uno de aquellos negocios de conquista espiritual, exageraba los peligros y

dificultades para dar más valor a su victoria. El otro se abrasaba en impaciencia; mas no conseguía

obtener de Nicolás sino medias palabras. "Allá veremos... estas no son cosas de juego... Ya tengo

las manos en la masa... no es mala masa; pero hay que trabajarla a pulso... esta es la cosa. He de

volver allá... Es preciso que tengas paciencia... ¿pues tú qué te crees?". El pobre chico no veía las

santas horas de que llegase el día para saber por ella pormenores de la conferencia. Fortunata le vio

entrar sobre las diez, pálido como la cera, convaleciente de la jaqueca, que le dejaba mareos,

aturdimiento y fatiga general. Se echó en el sofá; cubriole su amiga la mitad del cuerpo con una manta,

púsole almohadas para que recostase la cabeza, y a medida que esto hacía, le aplacaba la curiosidad

contándole precipitadamente todo.


Aquella idea de llevarla al convento como a una casa de purificación, pareciole a Maxi prueba

estupenda del gran talento catequizador de su hermano. A él le había pasado vagamente por la

cabeza algo semejante; mas no supo formularlo. ¡Qué insigne hombre era Nicolás! ¡Ocurrirle

aquello!... Tamizada por la religión, Fortunata volvería a la sociedad limpia de polvo y paja, y

entonces ¿quién osaría dudar de su honorabilidad? El espíritu del sietemesino, revuelto desde el fondo

a la superficie por la pasión, como un mar sacudido por furioso huracán, se corría,

digámoslo así, de una parte a otra, explayándose en toda idea que se le pusiese delante. Así, lo

mismo fue presentársele la idea religiosa, que tenderse hacia ella y cubrirla toda con impetuosa y

fresca onda. ¡La religión, qué cosa tan buena!... ¡Y él, tan torpe, que no había caído en ello! No era

torpeza sino distracción. Es que andaba muy distraído. Y su manceba, que más bien era ya novia, se

le apareció entonces con aureola resplandeciente y se revistió de ideales atributos. Creeríase que el

amor que le inspiraba se iba a depurar aún más, haciéndose tan sutil como aquel que dicen le tenía a

Beatriz el Dante, o el de Petrarca por Laura, que también era amor de lo más fino.


Nunca había sido Maximiliano muy dado a lo religioso; pero en aquel instante le entraron de

sopetón en el espíritu unos ardores de piedad tan singulares, unas ganas de tomarse confianzas con

Cristo o con la Santísima Trinidad, y aun con tal o cual santo, que no sabía lo que le pasaba. El amor

le conducía a la devoción, como le habría conducido a la impiedad, si las cosas fuesen por aquel

camino. Tan bien le pareció el plan de su hermano, que el gozo le reprodujo el dolor de cabeza,

aunque levemente. Comprimiéndose con dos dedos de la mano la ceja izquierda, habló a Fortunata

de lo buenas que debían de ser aquellas madres Micaelas, de lo bonito que sería el

convento, y de las preciosas y utilísimas cosas que allí aprendería, soltando como por ensalmo la

cáscara amarga y trocándose en señora, sí, en señora tan decente, que habría otras lo mismo, pero

más no... más no.


A Fortunata se le comunicó el entusiasmo. ¡La religión! Tampoco ella había caído en esto.

¡Cuidado que no ocurrírsele una cosa tan sencilla...! Lo particular era que veía su purificación como

se ve un milagro cuando se cree en ellos, como convertir el agua en vino o hacer de cuatro peces

cuarenta.


"Dime una cosa -preguntó a Maxi, acordándose de que era bella-. ¿Y me pondrán tocas

blancas?".


-Puede que sí -replicó él con seriedad-. No puedo asegurártelo; pero es fácil que sí te las pongan.


Fortunata cogió una toalla y echándosela por la cabeza, se fue a mirar al espejo. Acordose

entonces de una cosa esencial, esto es, que en la nueva existencia, la hermosura física no valía un pito

y que lo que importaba y tenía valor era la del alma. Observando la cara que tenía Maxi aquel día y lo

pálido que estaba, consideró que las prendas morales del joven empezaban a transparentarse en su

rostro, haciéndole menos desagradable... Entrevió una mudanza radical en su manera de ver las

cosas. "¡Quién sabe -se dijo-, lo que pasará después de estar allí tratando con las

monjas, rezando y viendo a todas horas la custodia! De seguro me volveré otra sin sentirlo. Yo saco

la cuenta de lo bueno que puede sucederme, por lo malo que me ha sucedido. Calculo que esto es

como cuando una teme llegar a la cosa más mala del mundo y dice una: 'jamás llegaré a eso'. Y ¿qué

pasa?, que luego llega una y se asombra de verse allí, y dice: 'parecía mentira'. Pues lo mismo será

con lo bueno. Dice una: 'jamás llegaré tan arriba', y sin saber cómo, arriba se encuentra".


Maximiliano se quedó a almorzar; pero la irritación de su estómago y la desgana hubieron de

contenerle en la más prudente frugalidad. Ella en cambio tenía buen apetito, porque había trabajado

mucho aquella mañana y quizás porque estaba contenta y excitada. De aquí tomó pie el redentor para

hablar de lo mucho que comía su hermano Nicolás. Esto desilusionó un poco a Fortunata, que se

quedó como lela, mirando a su amante, y deteniendo el tenedor a poca distancia de la boca. Creía

ella que los curas de mucho saber y virtud debían de conocerse en el poco uso que hacían del agua y

jabón, y también en que su alimento no podía ser sino yerbas cocidas y sin sal.


Toda la tarde estuvieron platicando acerca de la ida al convento y también sobre cosas

relacionadas con la parte material de su existencia futura. "En la partición -dijo con

cierto énfasis Maximiliano-, me tocan fincas rústicas. Mi tía se enfadó porque deseaba para mí el

dinero contante; pero yo no soy de su opinión; prefiero los inmuebles".


Fortunata apoyó esta idea con un signo de cabeza; mas no estaba segura de lo que significaba la

palabra inmueble, ni quería tampoco preguntarlo. Ello debía de ser lo contrario de muebles. Maxi la

sacó de dudas más tarde, hablando de sus olivares y viñas y de la buena cosecha que se anunciaba;

por lo cual vino a entender que inmuebles es lo mismo que decir árboles. También ella prefería las

propiedades de campo a todas las demás clases de riqueza. Después que se retiró su amante, se

quedó pensando en su fortuna, y todo aquel fárrago de olivos, parrales y carrascales que tenía metido

en la cabeza le impidió dormir hasta muy tarde, enderezando aún más sus propósitos por la vía de la

honradez.


"A ver, ¿qué tal?... ¿cómo es?... ¿es guapa?" había preguntado doña Lupe a Nicolás con vivísima

curiosidad.


Aunque el insigne clérigo no tenía cierta clase de pasiones, sabía apreciar el género a la vista. Hizo

con los dedos de su mano derecha un manojo, y llevándolos a la boca los apartó al instante,

diciendo:


"Es una mujer... hasta allí".


Doña Lupe se quedó desconcertada. A los peligros ya conocidos debían unirse los que ofrece por

sí misma toda belleza superior dentro de la máquina del matrimonio. "Las mujeres casadas no deben

ser muy hermosas" dijo la señora promulgando la frase con acento de convicción profunda.


Hízole otras mil preguntas para aplacar su ardentísima curiosidad; cómo estaba vestida y peinada;

qué tal se expresaba; cómo tenía arreglada la casa, y Nicolás respondía echándoselas de observador.

Sus impresiones no habían sido malas, y aunque no tenía bastantes datos para formar juicio del

verdadero carácter de la prójima, podía anticipar, fiado en su experiencia, en su buen ojo y en un

cierto no sé que, presunciones favorables. Con esto la curiosidad de doña Lupe se acaloraba más, y

ya no podía tener sosiego hasta no meter su propia nariz en aquel guisado. Visitar a la tal no le

parecía digno, habiendo hecho tantos aspavientos en contra suya; pero estar muchos días sin verla y

averiguarle las faltas, si las tenía, era imposible. Hubiera deseado verla por un agujerito. Con el

sobrinillo no quería la señora dar su brazo a torcer, y siempre se mostraba intolerante, aunque ya con

menos fuego. Pareciole buena idea aquello de purificarla en las Micaelas, y aunque a nadie lo dijo,

para sí consideraba aquel camino como el único que podía conducir a una solución.

Rabiaba por echarle la vista encima al basilisco, y como su sobrino no le decía que fuera a verla, este

silencio hacíala rabiar más. Un día ya no pudo contenerse, y cogiendo descuidado a Maxi en su

cuarto, le embocó esto de buenas a primeras: "No creas que voy yo a rebajarme a eso...".


-¿A qué, señora?


-A visitar a tu... no puedo pronunciar ciertas palabras. Me parece indecoroso que yo vaya allá, a

pesar de todos esos proyectos de legía eclesiástica que le vais a dar.


-Señora, si yo no he dicho a usted nada...


-Te digo que no iré... no iré.


-Pero tía...


-No hay tía que valga. No me lo has dicho; pero lo deseas. ¿Crees que no te leo yo los

pensamientos? ¡Qué podrás tú disimular delante de mí! Pues no, no te sales con la tuya. Yo no voy

allá sino en el caso de que me llevéis atada de pies y manos.


-Pues la llevaremos atada de manos y pies -dijo Maxi, riendo.


Lo deseaba, sí; pero como tenía su criterio formado y su invariable línea de conducta trazada, no

daba un valor excesivo a lo que de la visita pudiera resultar. Véase por dónde la fuerza de las

circunstancias había puesto a doña Lupe en una situación subalterna, y el pobre chico,

que meses antes no se atrevía a chistar delante de ella, miraba a su tía de igual a igual. La dignidad de

su pasión había hecho del niño un hombre, y como el plebeyo que se ennoblece, miraba a su antiguo

autócrata con respeto, pero sin miedo.


Como Nicolás visitaba algunos días a Fortunata para enseñarle la doctrina cristiana, doña Lupe se

ponía furiosa. Tantas idas y venidas decía ella que le tenían revuelto el estómago. Pero el sentimiento

que verdaderamente la hacía chillar era como envidia de que fuese Nicolás y no pudiera ir ella. Por

este motivo andaban tía y sobrino algo desavenidos. Corría Marzo, y el día de San José dijo Nicolás

en la mesa: "Tía, ya hay fresa". Pero la indirecta no hizo efecto en la económica viuda. Volvió a la

carga el clérigo en diferentes ocasiones: "¡Qué fresa más rica he visto hoy! Tía, ¿a cómo estará ahora

la fresa?".


-No lo sé, ni me importa -replicó ella-, porque como no la pienso traer hasta que no se ponga a

tres reales...


Nicolás dio un suspiro, mientras doña Lupe decía para sí: "Como no comas más fresa que la que

yo te ponga, tragaldabas, aviado estás".


Y como doña Lupe era algo golosa, trajo un día un cucurucho de fresa, bien escondido entre la

mantilla; mas no lo puso en la mesa. Concluida la comida, y mientras Nicolás leía La

Correspondencia o El Papelito en el comedor, doña Lupe se encerraba en su cuarto para comerse

la fresa bien espolvoreada con azúcar. En cuanto el cura se echaba a la calle, salía doña Lupe de su

escondite para ofrecer a Maximiliano un poco de aquella sabrosa fruta, y entraba en su cuarto con el

platito y la cucharilla. Agradecía mucho estas finezas el chico, y se comía la golosina. Mirábale comer

su tía con expectante atención, y cuando quedaban en el plato no más que seis o siete fresas, se lo

quitaba de las manos diciendo: "Esto para Papitos que está con cada ojo como los de un besugo".


La chiquilla se comía las fresas, y después, con los lengüetazos que le daba al plato, lo dejaba

como si lo hubiera lavado.




- VII -


Juan Pablo prestaba atención muy escasa al asunto de Maximiliano y a todos los demás asuntos

de la familia, como no fuera el de la herencia. Su anhelo era cobrar pronto para pagar sus trampas.

Entraba de noche muy tarde, y casi siempre comía fuera, lo que agradecía mucho doña Lupe, pues

Nicolás con su voracidad puntual le desequilibraba el presupuesto de la casa. La misantropía que le

entró a Juan Pablo desde su desairado regreso del Cuartel Real no se alteró en aquellos días que

sucedieron a la herencia. Hablaba muy poco, y cuando doña Lupe le nombraba el

casorio de Maxi, como cuando se le pega a uno un alfilerazo para que no se duerma, alzaba los

hombros, decía palabras de desdén hacia su hermano y nada más. "Con su pan se lo coma... ¿Y a mí

qué?".


De carlismo no se hablaba en la casa, porque doña Lupe no lo consentía. Pero una mañana, los

dos hermanos mayores se enfrascaron de tal modo en la conversación, más bien disputa, que no

hicieron maldito caso de la señora. Juan Pablo estaba lavándose en su cuarto, entró Nicolás a decirle

no sé qué, y por si el cura Santa Cruz era un bandido o un loco, se fueron enzarzando, enzarzando

hasta que...


"¿Quieres que te diga una cosa? -gritaba el primogénito, descomponiéndose-. Pues don Carlos no

ha triunfado ya por vuestra culpa, por culpa de los curas. Hay que ir allá, como he ido yo, para

hacerse cargo de las intrigas de la gentualla de sotana, que todo lo quiere para sí, y no va más que a

desacreditar con calumnias y chismes a los que verdaderamente trabajan. Yo no podía estar allí; me

ahogaba. Le dije a Dorregaray: 'mi general, no sé cómo usted aguanta esto', y él se alzaba de

hombros, ¡poniéndome una cara...! No pasaba día sin que los lechuzos le llevaran un cuento a don

Carlos. Que Dorregaray andaba en tratos con Moriones para rendirse, que Moriones le

había ofrecido diez millones de reales, en fin, mil indecencias. Cuando llegó a mi noticia

que me acusaban de haber ido al Cuartel General de Moriones a llevar recados de mi jefe, me volé, y

aquella misma tarde, habiéndome encontrado a la camarilla en el atrio de la iglesia de San Miguel, me

lié la manta a la cabeza, y por poco se arma allí un Dos de Mayo. "Aquí no hay más traidores que

ustedes. Lo que tienen es envidia del traidor, si le hubiera, por el provecho que saque de su traición.

No digo yo por diez millones; pero por diez mil ochavos venderían ustedes al Rey, y toda su

descendencia; ladrones infames, tíos de Judas". En fin, que si no acierta a pasar el coronel Goiri, que

me quería mucho, y me coge a la fuerza y me arranca de allí y me lleva a mi casa, aquella tarde sale el

redaño de un cura a ver la puesta del sol. Estuve tres días en cama con un amago de ataque cerebral.

Cuando me levanté, pedí una audiencia a Su Majestad. Su contestación fue ponerme en la mano el

canuto y el pasaporte para la frontera. En fin, que los engarza-rosarios dieron conmigo en tierra,

porque no me prestaba a ayudarles en sus maquinaciones contra los leales y valientes. Por las sotanas

se perdió don Carlos V, y al VII no le aprovechó la lección. Allá se las haya. ¿No querías religión?,

pues ahí la tienes; atrácate de curas, indigéstate y revienta.


-Es una apreciación tuya -dijo Nicolás moderando su ira-, que no me parece muy fundada... esta

es la cosa.


-¿Tú qué sabes lo que es el mundo y la realidad? Estás en babia.


-Y tú, me parece que estás algo ido, porque cuidado que has dicho disparates.


-Cállate la boca, estúpido... -dijo Nicolás, sulfurándose.


-¿Sabes lo que te digo? -gritó Juan Pablo, alzando arrogante la voz-, que a mí no se me manda

callar, ¿estamos? He tenido el honor de decirle cuatro frescas al obispo de Persépolis, y quien no

teme a las sotanas moradas, ¿qué miedo ha de tener a las negras?...


-Pues yo te digo... -agregó Nicolás descompuesto, trémulo y no sabiendo si amenazar con los

puños o simplemente con las palabras-, yo te digo que eres un chisgarabís.


-¿Qué alboroto es este? -clamó doña Lupe entrando a poner paz-. ¡Vaya con los caballeros

estos! Ya les dije otra vez a los señores ojalateros, que cuando quisieran disputar por alto se fueran a

hacerlo a la calle. En mi casa no quiero escándalos.


-Es que con este bruto no se puede discutir... -dijo Nicolás, que casi no podía respirar de tan

sofocado como estaba.


Juan Pablo no decía nada, y siguió vistiéndose, volviendo la espalda a su hermano.


"¡Vaya un genio que has echado! -le dijo doña Lupe, sin que él la mirara-. Podías considerar que

tu hermano es sacerdote... Y sobre todo, no vengas echándotela de plancheta; porque si te salió mal

el pase a la infame facción, y has tenido que volverte con las manos en la cabeza, ¿qué culpa

tenemos los demás?".


Juan Pablo no se dignó contestar. Doña Lupe cogió por un brazo al cura y se lo llevó consigo

temerosa de que se enzarzaran otra vez. En el comedor estaba Maximiliano sentado ya para

almorzar. Había oído la reyerta sin dársele una higa de lo que resultara. Allá ellos. A Nicolás no le

quitó su berrinchín el apetito, pues ninguna turbación del ánimo, por grande que fuera, le podía privar

de su más característica manifestación orgánica. Los tres oyeron gritos en la calle, y doña Lupe puso

atención, creyendo que era un extraordinario de periódico anunciando triunfos del ejército liberal

sobre los carlistas. En aquellos días del año , menudeaban los suplementos de periódico,

manteniendo al vecindario en continua ansiedad.


"Papitos -dijo la señora-, toma dos cuartos y bájate a comprar el extraordinario de la Gaceta.

Veréis cómo habla de alguna buena tollina que les han dado a los tersos".


Nicolás que tenía un oído sutilísimo, después de callar un rato y hacer callar a todos,

dijo: "Pero, tía, no sea usted chiflada. Si no hay tal pregón de extraordinario. Lo que dice la voz,

claramente se oye... El freeeesero... fresa".


-Puede que así sea -replicó doña Lupe, guardando su portamonedas más pronto que la vista-.

Pero está tan verde, que es un puro vinagre...


-Todo sea por Dios -se dejó decir Nicolás suspirando-. Peor lo pasó Jesús, que pidió agua y le

dieron hiel.


Mascando el último bocado, salió Maximiliano para irse a clase, llevando la carga de sus libros, y

mucho después almorzó Juan Pablo solo. Aquellos almuerzos servidos a distintas horas molestaban

mucho a doña Lupe. ¿Se creían sus sobrinos que aquella casa era una posada? El único que tenía

consideración, el que menos guerra daba y el que menos comía era Maxi, el de la pasta de ángel,

siempre comedido, aun después de que le volvieron tarumba los ojos de una mujer. Sobre esto

reflexionaba doña Lupe aquella tarde, cosiendo en la sillita, junto al balcón de la calle, sin más

compañía que la del gato.


"Dígase lo que se quiera, es el mejor de los tres -pensaba, metiendo y sacando la aguja-, mejor

que el egoistón de Nicolás, mejor que el tarambana de Juan Pablo... ¿Que se quiere casar con una...?

Hay que ver, hay que ver eso. No se puede juzgar sin oír... Podría suceder que no

fuera... Se dan casos... ¡Vaya!... Y está enamorado como un tonto... ¿Y qué le vamos a hacer? Dios

nos tenga de su mano".


Entró Nicolás de la calle y preguntado por doña Lupe, dijo que venía de casa del basilisco. Aquel

día se mostró más satisfecho, llegando a asegurar que su catecúmena comprendía bien las cosas de

religión, y que en lo moral parecía ser de buena madera, con lo que llegó a su colmo la curiosidad de

la viuda y ya no le fue posible sostener por más tiempo el papel desdeñoso que representaba.


"Tanto te empeñarás -dijo al estudiante aquella noche-, que al fin lo vas a conseguir".


-¿Qué, tía?


-Que vaya yo en persona a ver a esa... Pero conste que si voy es contra mi voluntad.


Maximiliano, que era bondadoso y quería estar bien con ella, no quiso manifestarle indiferencia.

"Pues sí, tía, si usted va a verla, se lo agradeceremos toda nuestra vida".


-Ninguna falta me hacen vuestros agradecimientos, si es que me decido a ir, que todavía no lo sé...


-Sí, tía.


-Ni voy, si es que me decido, porque me lo agradezcáis, sino por medir con mis propios ojos toda

la hondura del abismo en que te quieres arrojar, a ver si hallo aún modo de apartarte de él.



-Mañana mismo, tía; yo la acompaño a usted -dijo entusiasmado el chico-. Verá usted mi abismo,

y cuando lo vea me empujará.


Y fue al día siguiente doña Lupe, vestida con los trapitos de cristianar, porque antes había ido a la

gran función del asilo de doña Guillermina, por invitación de esta, de lo que estaba muy satisfecha.

Quería dar el golpe, y como tenía tanto dominio sobre sí y se expresaba con tanta soltura, juzgaba

fácil darse mucho lustre en la visita.


Así fue en efecto. Pocas veces en su vida, ni aun en los mejores días de Jáuregui, se dio doña

Lupe tanto pisto como en aquella entrevista, pues siendo el basilisco tan poco fuerte en artes sociales

y hallándose tan cohibida por su situación y su mala fama, la otra se despachó a su gusto y se

empingorotó hasta un extremo increíble. Trataba doña Lupe a su presunta sobrina con urbanidad;

pero guardando las distancias. Había de conocerse hasta en los menores detalles, que la visitada era

una moza de cáscara amarga, con recomendables pretensiones de decencia, y la visitante una señora,

y no una señora cualquiera, sino la señora de Jáuregui, el hombre más honrado y de más sanas

costumbres que había existido en todo tiempo en Madrid o por lo menos en Puerta Cerrada. Y su

condición de dama se probaba en que después de haber hecho todo lo posible, en la

primera parte de la visita, por mostrar cierta severidad de principios, juzgó en la segunda que venía

bien caerse un poco del lado de la indulgencia. El verdadero señorío jamás se complace en humillar a

los inferiores. Doña Lupe se sintió con unas ganas tan vivas de protección con respecto a Fortunata,

que no podría llevarse cuenta de los consejos que le dio y reglas de conducta que se sirvió trazarle.

Es que se pirraba por proteger, dirigir, aconsejar y tener alguien sobre quien ejercer dominio...


Una de las cosas que más gracia le hicieron en Fortunata, fue su timidez para expresarse. Se le

conocía en seguida que no hablaba como las personas finas, y que tenía miedo y vergüenza de decir

disparates. Esto la favoreció en opinión de doña Lupe, porque el desenfado en el lenguaje habría sido

señal de anarquía en la voluntad. "No se apure usted -le decía la viuda, tocándole familiarmente la

rodilla con su abanico-; que no es posible aprender en un día a expresarse como nosotras. Eso

vendrá con el tiempo y el uso y el trato. Pronunciar mal una palabra no es vergüenza para nadie, y la

que no ha recibido una educación esmerada no tiene la culpa de ello".


Fortunata estaba pasando la pena negra con aquella visita de tantismo cumplido, y un color se le

iba y otro se le venía, sin saber cómo contestar a las preguntas de doña Lupe ni si

sonreír o ponerse seria. Lo que deseaba era que se largara pronto. Hablaron de la ida al convento,

resolución que la tía de Maxi alabó mucho, esforzándose en sacar de su cabeza los conceptos más

alambicados y los vocablos más requetefinos. A tal extremo hubo de llegar en esto, que Fortunata

quedose en ayunas de muchas cosas que le oyó. Por fin llegó el instante de la despedida, que

Fortunata deseaba con ansia y temía, considerándose incapaz de decir con claridad y sosiego todas

aquellas fórmulas últimas y el ofrecimiento de la casa. La de Jáuregui lo hizo como persona corrida en

esto; Fortunata tartamudeó, y todo lo dijo al revés.


Maximiliano habló poco durante la visita. No hacía más que estar al quite, acudiendo con el

capote allí donde Fortunata se veía en peligro por torpeza de lenguaje. Cuando salió doña Lupe,

creyó que debía acompañarla hasta la calle, y así lo hizo.


"Si es una bobona... -dijo la viuda a su sobrino-; tal para cual... Parece que la han cogido con

lazo. En manos de una persona inteligente, esta mujer podría enderezarse, porque no debe de tener

mal fondo. Pero yo dudo que tú...".




- VIII -


Doña Lupe era persona de buen gusto y apreció al instante la hermosura del basilisco sin ponerle

reparos, como es uso y costumbre en juicios de mujeres. Aun aquellas que no tienen pretensiones de

belleza se resisten a proclamar la ajena. "Es bonita de veras -decía para sí la viuda, camino de su

casa-, lo que se llama bonita. Pero es una salvaje que necesita que la domestiquen". Los deseos de

aprender que Fortunata manifestaba le agradaron mucho, y sintió que se agitaban en su alma, con

pruritos de ejercitarse, sus dotes de maestra, de consejera, de protectora y jefe de familia. Poseía

doña Lupe la aptitud y la vanidad educativas, y para ella no había mayor gloria que tener alguien

sobre quien desplegar autoridad. Maxi y Papitos eran al mismo tiempo hijos y alumnos, porque la

señora se hacía siempre querer de los seres inferiores a quienes educaba. El mismo Jáuregui había

sido también, al decir de la gente, tan discípulo como marido.


Volvió, pues, a su casa la tía de Maximiliano revolviendo en su mente planes soberbios. La pasión

de domesticar se despertaba en ella delante de aquel magnífico animal que estaba pidiendo una mano

hábil que lo desbravase. Y véase aquí cómo a impulsos de distintas pasiones, tía y

sobrino vinieron a coincidir en sus deseos; véase cómo la tirana de la casa concluyó por mirar con

ojos benévolos a la misma persona de quien había dicho tantas perrerías. Mucho agradecía esto el

joven, y juzgando por sí mismo, creía que la indulgencia de doña Lupe se derivaba de un afecto,

cuando en rigor provenía de esa imperiosa necesidad que sienten los humanos de ejercitar y poner en

funciones toda facultad grande que poseen. Por esto la viuda no cesaba de pensar en el gran partido

que podía sacar de Fortunata, desbastándola y puliéndola hasta tallarla en señora, e imaginaba una

victoria semejante a la que Maximiliano pretendía alcanzar en otro orden. La cosa no sería fácil,

porque el animal debía tener muchos resabios; pero mientras más grandes fueran las dificultades, más

se luciría la maestra. De repente le entraban a la señora de Jáuregui recelos punzantes, y decía: "Si no

puede ser, si es mucha mujer para medio hombre. Si no existiera este maldito desequilibrio de sangre,

él con su cariño y yo con lo mucho que sé, domaríamos a la fiera; pero esta moza se nos tuerce el

mejor día, no hay duda de que se nos tuerce".


Media semana estuvo en esta lucha, ya queriendo ceder para oficiar de maestra, ya perseverando

en sus primitivos temores e inclinándose a no intervenir para nada... Pero con las amigas

tenía que representar otros papeles, pues era vanidosa fuera de casa, y no gustaba nunca de aparecer

en situación desairada o ridícula. Cuidaba mucho de ponerse siempre muy alta, para lo cual tenía que

exagerar y embellecer cuanto la rodeaba. Era de esas personas que siempre alaban desmedidamente

las cosas propias. Todo lo suyo era siempre bueno: su casa era la mejor de la calle, su calle la mejor

del barrio, y su barrio el mejor de la villa. Cuando se mudaba de cuarto, esta supremacía domiciliaria

iba con ella a donde quiera que fuese. Si algo desairado o ridículo le ocurría, lo guardaba en secreto;

pero si era cosa lisonjera, la publicaba poco menos que con repiques. Por esto cuando se corrió

entre las familias amigas que el sietemesino se quería casar con una tarasca, no sabía la de los Pavos

cómo arreglarse para quedar bien. Dificilillo de componer era aquello, y no bastaba todo su talento a

convertir en blanco lo negro, como otras veces había hecho.


Varias noches estuvo en la tertulia de las de la Caña completamente achantada y sin saber por

dónde tirar. Pero desde el día en que vio a Fortunata, se sacudió la morriña, creyendo haber

encontrado un punto de apoyo para levantar de nuevo el mundo abatido de su optimismo. ¿En qué

creeréis que se fundó para volver a tomar aquellos aires de persona superior a todos los

sucesos? Pues en la hermosura de Fortunata. Por mucho que se figuraran de su belleza, no tendrían

idea de la realidad. En fin, que había visto mujeres guapas, pero como aquella ninguna. Era una

divinidad en toda la extensión de la palabra.


Pasmadas estaban las amigas oyéndola, y aprovechó doña Lupe este asombro para acudir con el

siguiente ardid estratégico: "Y en cuanto a lo de su mala vida, hay mucho que hablar... No es tanto

como se ha dicho. Yo me atrevo a asegurar que es muchísimo menos".


Interrogada sobre la condición moral y de carácter de la divinidad, hizo muchas salvedades y

distingos: "Eso no lo puedo decir... No he hablado con ella más que una vez. Me ha parecido

humilde, de un carácter apocado, de esas que son fáciles de dominar por quien pueda y sepa

hacerlo". Hablando luego de que la metían en las Micaelas, todas las presentes elogiaron esta

resolución, y doña Lupe se encastilló más en su vanidad, diciendo que había sido idea suya y

condición que puso para transigir, que después de una larga cuarentena religiosa podía ser admitida

en la familia, pues las cosas no se podían llevar a punto de lanza, y eso de tronar con Maximiliano y

cerrarle la puerta, muy pronto se dice; pero hacerlo ya es otra cosa.


Entre tanto, acercábase el día designado para llevar el basilisco a las Micaelas. Nicolás Rubín

había hablado al capellán, su compañero de Seminario, el cual habló a la Superiora, que era una

dama ilustre, amiga íntima y pariente lejana de Guillermina Pacheco. Acordada la admisión en los

términos que marca el reglamento de la casa, sólo se esperaba para realizarla a que pasasen los días

de Semana Santa. El Jueves salieron Maxi y su amiga a andar algunas estaciones, y el Viernes muy

tempranito fueron a la Cara de Dios, dándose después un largo paseo por San Bernardino. Fortunata

estaba, con la religión, como chiquillo con zapatos nuevos, y quería que su amante le explicase lo que

significan el Jueves Santo y las Tinieblas, el Cirio Pascual y demás símbolos. Maxi salía del paso con

dificultad, y allá se las arreglaba de cualquier modo, poniendo a los huecos de su ignorancia los

remiendos de su inventiva. La religión que él sentía en aquella crisis de su alma era demasiado alta y

no podía inspirarle verdadero interés por ningún culto; pero bien se le alcanzaba que la inteligencia de

Fortunata no podía remontarse más arriba del punto a donde alcanzan las torres de las iglesias

católicas. Él sí; él iba lejos, muy lejos, llevado del sentimiento más que de la reflexión, y aunque no

tenía base de estudios en qué apoyarse, pensaba en las causas que ordenan el universo e

imprimen al mundo físico como al mundo moral movimiento solemne, regular y matemático. "Todo lo

que debe pasar, pasa -decía-, y todo lo que debe ser, es". Le había entrado fe ciega en la acción

directa de la Providencia sobre el mecanismo funcionante de la vida menuda. La Providencia dictaba

no sólo la historia pública sino también la privada. Por debajo de esto ¿qué significaban los símbolos?

Nada. Pero no quería quitarle a Fortunata su ilusión de las imágenes, del gori gori y de las pompas

teatrales que se admiran en las iglesias, porque, ya se ve... la pobrecilla no tenía su inteligencia

cultivada para comprender ciertas cosas, y a fuer de pecadora, convenía conservarla durante algún

tiempo sujeta a observación, en aquel orden de ideas relativamente bajo, que viene a ser algo como

sanitarismo moral o policía religiosa.


El entusiasmo que la joven sentía era como los encantos de una moda que empieza. Iban, pues,

los dos amantes, como he dicho, por aquellos altozanos de Vallehermoso, ya entre tejares, ya por

veredas trazadas en un campo de cebada, y al fin se cansaron de tanta charla religiosa. A Rubín se le

acabó su saber de liturgia, y a Fortunata le empezaba a molestar un pie, a causa de la apretura de la

bota. El calzado estrecho es gran suplicio, y la molestia física corta los vuelos de la

mente. Habían pasado por junto a los cementerios del Norte, luego hicieron alto en los depósitos de

agua; la samaritana se sentó en un sillar y se quitó la bota. Maximiliano le hizo notar lo bien que lucía

desde allí el apretado caserío de Madrid con tanta cúpula y detrás un horizonte inmenso que parecía

la mar. Después le señaló hacia el lado del Oriente una mole de ladrillo rojo, parte en construcción, y

le dijo que aquel era el convento de las Micaelas donde ella iba a entrar. Pareciéronle a Fortunata

bonitos el edificio y su situación, expresando el deseo de entrar pronto, aquel mismo día si era

posible. Asaltó entonces el pensamiento de Rubín una idea triste. Bueno era lo bueno, pero no lo

demasiado. Tanta piedad podía llegar a ser una desgracia para él, porque si Fortunata se

entusiasmaba mucho con la religión y se volvía santa de veras, y no quería más cuentas con el mundo,

sino quedarse allí encerradita adorando la custodia durante todo el resto de sus días... ¡Oh!, esta idea

sofocó tanto al pobre redentor, que se puso rojo. Y bien podía suceder, porque algunas que entraban

allí cargadas de pecados se corregían de tal modo y se daban con tanta gana a la penitencia, que no

querían salir más, y hablarles de casarse era como hablarles del demonio... Pero no, Fortunata no

sería así; no tenía ella cariz de volverse santa en toda la extensión de la palabra, como

diría doña Lupe. Si lo fuera, Maximiliano se moriría de pena, se volvería entonces protestante, masón,

judío, ateo.


No manifestó estos temores a su querida, que estaba con un pie calzado y otro descalzo, mirando

atentamente las idas y venidas de una procesión de hormigas. Únicamente le dijo: "Tiempo tienes de

entrar. No conviene tampoco que te dé muy fuerte".


Era preciso seguir. Volvió a ponerse la bota y... ¡ay!, ¡qué dolor!, lo malo fue que aquel día,

Viernes Santo, no había coches, y no era posible volver a casa de otra manera que a pie.


"Nos hemos alejado mucho -dijo Maximiliano ofreciéndole su brazo-. Apóyate y así no cojearás

tanto... ¿Sabes lo que pareces así, llevada a remolque?... pues una embarazada fuera de cuenta, que

ya no puede dar un paso, y yo parezco el marido que pronto va a ser padre". No pudo menos de

hacerla reír esta idea, y recordando que la noche anterior, Maximiliano, en las efusiones epilépticas de

su cariño, había hablado algo de sucesión, dijo para su sayo: "De eso sí que estás tú libre".


El jueves siguiente fue conducida Fortunata a las Micaelas.




- V -


Las Micaelas por fuera



- I -


Hay en Madrid tres conventos destinados a la corrección de mujeres. Dos de ellos están en la

población antigua, uno en la ampliación del Norte, que es la zona predilecta de los nuevos institutos

religiosos y de las comunidades expulsadas del centro por la incautación revolucionaria de sus

históricas casas. En esta faja Norte son tantos los edificios religiosos que casi es difícil contarlos. Los

hay para monjas reclusas, y para las religiosas que viven en comunicación con el mundo y en batalla

ruda con la miseria humana, en estas órdenes modernas derivadas de la de San Vicente de Paúl, cuya

mortificación consiste en recoger ancianos, asistir enfermos o educar niños. Como por encanto hemos

visto levantarse en aquella zona grandes pelmazos de ladrillo, de dudoso valer arquitectónico, que

manifiestan cuán positiva es aún la propaganda religiosa, y qué resultados tan prácticos se obtienen

del ahorro espiritual, o sea la limosna, cultivado por buena mano. Las Hermanitas de los Pobres, las

Siervas de María y otras, tan apreciadas en Madrid por los positivos auxilios que

prestan al vecindario, han labrado en esta zona sus casas con la prontitud de las obras de contrata.

De institutos para clérigos sólo hay uno, grandón, vulgar y triste como un falansterio. Las Salesas

Reales, arrojadas del convento que les hizo doña Bárbara, tienen también domicilio nuevo, y otras

monjas históricas, las que recogieron y guardaron los huesos de D. Pedro el Cruel, acampan allá

sobre las alturas del barrio de Salamanca.


La planicie de Chamberí, desde los Pozos y Santa Bárbara hasta más allá de Cuatro Caminos, es

el sitio preferido de las órdenes nuevas. Allí hemos visto levantarse el asilo de Guillermina Pacheco, la

mujer constante y extraordinaria, y allí también la casa de las Micaelas. Estos edificios tienen cierto

carácter de improvisación, y en todos, combinando la baratura con la prisa, se ha empleado el ladrillo

al descubierto, con ciertos aires mudéjares y pegotes de gótico a la francesa. Las iglesias afectan, en

las frágiles escayolas que las decoran interiormente, el estilo adamado con pretensiones de elegante

de la basílica de Lourdes. Hay, pues, en ellas una impresión de aseo y arreglo que encanta la vista, y

una deplorable manera arquitectónica. La importación de los nuevos estilos de piedad, como el del

Sagrado Corazón, y esas manadas de curas de babero expulsados de Francia, nos han

traído una cosa buena, el aseo de los lugares destinados al culto; y una cosa mala, la perversión del

gusto en la decoración religiosa. Verdad que Madrid apenas tenía elementos de defensa contra esta

invasión, porque las iglesias de esta villa, además de muy sucias, son verdaderos adefesios como arte.

Así es que no podemos alzar mucho el gallo. El barroquismo sin gracia de nuestras parroquias, los

canceles llenos de mugre, las capillas cubiertas de horribles escayolas empolvadas y todo lo demás

que constituye la vulgaridad indecorosa de los templos madrileños, no tiene que echar nada en cara a

las cursilerías de esta novísima monumentalidad, también armada en yesos deleznables y con derroche

de oro y pinturas al temple, pero que al menos despide olor de aseo, y tiene el decoro de los sitios en

que anda mucho la santidad de la escoba, del agua y el jabón.


El caserón que llamamos Las Micaelas estaba situado más arriba del de Guillermina, allá donde

las rarificaciones de la población aumentan en términos de que es mucho más extenso el suelo baldío

que el edificado. Por algunos huecos del caserío se ven horizontes esteparios y luminosos, tapias de

cementerios coronadas de cipreses, esbeltas chimeneas de fábricas como palmeras sin ramas,

grandes extensiones de terreno mal sembrado para pasto de las burras de leche y de las

cabras. Las casas son bajas, como las de los pueblos, y hay algunas de corredor con habitaciones

numeradas, cuyas puertas se ven por la medianería. El edificio de las Micaelas había sido una casa

particular, a la que se agregó un ala interior costeando dos lados de la huerta en forma de medio

claustro, y a la sazón se le estaba añadiendo por el lado opuesto la iglesia, que era amplia y del estilo

de moda, ladrillo sin revoco modelado a lo mudéjar y cabos de cantería de Novelda labrada en ojival

constructivo. Como la iglesia estaba aún a medio hacer, el culto se celebraba en la capilla provisional,

que era una gran crujía baja, a la izquierda de la puerta.


En el arreglo de esta crujía para convertirla en templo interino, manifestábase el buen deseo, la

pulcritud y la inocencia artística de las excelentes señoras que componían la comunidad. Las paredes

estaban estucadas, como las de nuestras alcobas, porque este es un género de decoración barato en

Madrid y sumamente favorable a la limpieza. En el fondo estaba el altar, que era, ya se sabe, blanco y

oro, de un estilo tan visto y tan determinado, que parece que viene en los figurines. A derecha e

izquierda, en cromos chillones de gran tamaño, los dos Sagrados Corazones, y sobre ellos se abrían

dos ventanas enjutísimas, terminadas por arriba en corte ojival, con vidrios blancos, rojos y azules,

combinados en rombo, como se usan en las escaleras de las casas modernas.


Cerca de la puerta había una reja de madera que separaba el público de las monjas los días en

que el público entraba, que eran los jueves y domingos. De la reja para adentro, el piso estaba

cubierto de hule, y a los costados de lo que bien podremos llamar nave había dos filas de sillas

reclinatorios. A la derecha de la nave dos puertas, no muy grandes: la una conducía a la sacristía, la

otra a la habitación que hacía de coro. De allí venían los flauteados de un harmonium tañido

candorosamente en los acordes de la tónica y la dominante, y con las modulaciones más elementales;

de allí venían también los exaltados acentos de las dos o tres monjas cantoras. La música era digna de

la arquitectura, y sonaba a zarzuela sentimental o a canción de las que se reparten como regalo a las

suscritoras en los periódicos de modas. En esto ha venido a parar el grandioso canto eclesiástico, por

el abandono de los que mandan en estas cosas y la latitud con que se vienen permitiendo novedades

en el severo culto católico.


La pecadora fue llevada a las Micaelas pocos días después de la Pascua de Resurrección. Aquel

día, desde que despertó, se le puso a Maxi la obstrucción en la boca del estómago, pero tan fuerte

como si tuviera entre pecho y espalda atravesado un palo. Molestia semejante sentía en

los días de exámenes, pero no con tanta intensidad. Fortunata parecía contenta, y deseaba que la

hora llegase pronto para abreviar la expectación y perplejidad en que los dos amantes estaban, sin

saber qué decirse. A ella por lo menos no se le ocurría nada que decirle, y aunque a él se le pasaban

por el magín muchas cosas, tenía cierta aversión innata a lo teatral, y no gustaba de hablar gordo en

ciertas ocasiones. Si ha de decirse verdad, Maxi inspiraba aquel día a su novia un sentimiento de

cariño dulce y sosegado, con su poquillo de lástima. Y él procuraba dar a la conversación tono

familiar, hablando del tiempo o recomendando a la joven que tuviese cuidado de no olvidar alguna

importante prenda de ropa. Nicolás, que estaba presente, no habría permitido tampoco zalamerías de

amor ni besuqueo, y ayudaba a recoger y agrupar todas las cosas que habían de llevarse, añadiendo

observaciones tan prácticas como esta: "Ya sabe usted que ni perfumes ni joyas ni ringorrangos de

ninguna clase entran en aquella casa. Todo el bagaje mundano se arroja a la puerta".


Cuando vino el mozo que debía llevar el baúl, Fortunata estaba ya dispuesta, vestida con la mayor

sencillez. Maximiliano miró diferentes veces su reloj sin enterarse de la hora. Nicolás, que estaba más

sereno, miró el suyo y dijo que era tarde. Bajaron los tres, y fueron pausadamente y sin

hablar hacia la calle de Hortaleza a tomar un coche simón. Instalose el joven con no poco trabajo en

la bigotera, porque las faldas de su futura esposa y la ropa talar del clérigo estorbaban lo que no es

decible la entrada y la salida; y si el trayecto fuera más largo, el martirio de aquellas seis piernas que

no sabían cómo colocarse habría sido muy grande. La neófita miraba por la ventanilla, atraída

vagamente y sin interés su atención por la gente que pasaba. Creeríase que miraba hacia fuera por no

mirar hacia dentro; Maximiliano se la comía con los ojos, mientras el presbítero procuraba en vano

animar la conversación con algunas cuchufletas bien poco ingeniosas.


Llegaron por fin al convento. En la puerta había dos o tres mendigas viejas, que pidieron limosna,

y a Maximiliano le faltó tiempo para dársela. Le amargaba extraordinariamente la boca, y su voz

ahilada salía de la garganta con interrupciones y síncopas como la de un asmático. Su turbación le

obligaba a refugiarse en los temas vulgares... "¡Vaya que son pesados estos pobres!... Parece que

hay misa, porque se oye la campanilla de alzar... Es bonita la casa, y alegre, sí señor, alegre".


Entraron en una sala que hay a la derecha, en el lado opuesto a la capilla. En dicha sala

recibían visitas las monjas, y las recogidas a quienes se permitía ver a su familia los jueves por la

tarde, durante hora y media, en presencia de dos madres. Adornada con sencillez rayana en pobreza,

la tal sala no tenía más que algunas estampas de santos y un cuadrote de San José, al óleo, que

parecía hecho por la misma mano que pintó el Jáuregui de la casa de doña Lupe. El piso era de

baldosín, bien lavado y frotado, sin más defensa contra el frío que dos esteritas de junco delante de

los dos bancos que ocupaban los testeros principales. Dichos bancos, las sillas y un canapé de patas

curvas eran piezas diferentes, y bien se conocía que todo aquel pobre menaje provenía de donativos

o limosnas de esta y la otra casa. Ni cinco minutos tuvieron que esperar, porque al punto entraron

dos madres que ya estaban avisadas, y casi pisándoles los talones entró el señor capellán, un

hombrón muy campechano y que de todo se reía. Llamábase D. León Pintado, y en nada

correspondía la persona al nombre. Nicolás Rubín y aquel pasmarote tan grande y tan jovial se

abrazaron y se saludaron tuteándose. Una de las dos monjas era joven, coloradita, de boca agraciada

y ojos que habrían sido lindísimos si no adolecieran de estrabismo. La otra era seca y de edad

madura, con gafas, y daba bien claramente a entender que tenía en la casa más autoridad que su

compañera. A las palabras que dijeron, impregnadas de esa cortesía dulzona que

informa el estilo y el metal de voz de las religiosas del día, iba la neófita a contestar alguna cosa

apropiada al caso; pero se cortó y de sus labios no pudo salir más que un ju ju, que las otras no

entendieron. La sesión fue breve. Sin duda las madres Micaelas no gustaban de perder el tiempo.

"Despídase usted" le dijo la seca, tomándola por un brazo. Fortunata estrechó la mano de Maxi y de

Nicolás, sin distinguir entre los dos, y dejose llevar. Rubinius vulgaris dio un paso, dejando solos a

los dos curas que hablaban cogiéndose recíprocamente las borlas de sus manteos, y vio desaparecer

a su amada, a su ídolo, a su ilusión, por la puerta aquella pintada de blanco, que comunicaba la sala

con el resto de la religiosa morada. Era una puerta como otra cualquiera; pero cuando se cerró otra

vez, pareciole al enamorado chico cosa diferente de todo lo que contiene el mundo en el vastísimo

reino de las puertas.




- II -


Echó a andar hacia Madrid por el polvoriento camino del antiguo Campo de Guardias, y

volviendo a mirar su reloj por un movimiento maquinal, tampoco entonces se hizo cargo de la hora

que era. No se dio cuenta de que su hermano y D. León Pintado, entretenidos en una

conversación interesante y parándose cada diez palabras, se habían quedado atrás. Hablaban de las

oposiciones a la lectoral de Sigüenza y de las peloteras que ocurrieron en ella. El capellán, como

candidato reventado, ponía de oro y azul al obispo de la diócesis y a todo el cabildo. Maximiliano, sin

advertir las paradas, siguió andando hasta que se encontró en su casa. Abriole doña Lupe la puerta y

le hizo varias preguntas: "Y qué tal, ¿iba contenta?". Revelaban estas interrogaciones tanto interés

como curiosidad, y el joven, animado por la benevolencia que en su tía observaba, departió con ella,

arrancándose a mostrarle algunas de las afiladas púas que le rasguñaban el corazón. Tenía un

presentimiento vago de no volverla a ver, no porque ella se muriese, sino porque dentro del convento

y contagiada de la piedad de las monjas, podía chiflarse demasiado con las cosas divinas y

enamorarse de la vida espiritual hasta el punto de no querer ya marido de carne y hueso, sino a

Jesucristo, que es el esposo que a las monjas de verdadera santidad les hace tilín. Esto lo expresó

irreverentemente con medias palabras; pero doña Lupe sacó toda la sustancia a los conceptos. "Bien

podría suceder eso -le dijo con acento de convicción, que turbó más a Maximiliano-, y no sería el

primer caso de mujeres malas... quiero decir ligeras... que se han convertido en un abrir

y cerrar de ojos, volviéndose tan del revés, que luego no ha habido más remedio que canonizarlas".


El redentor sintió frío en el corazón. ¡Fortunata canonizada! Esta idea, por lo muy absurda que

era, le atormentó toda la mañana. "Francamente -dijo al fin, después de muchas meditaciones-, tanto

como canonizar, no; pero bien podría darle por el misticismo y no querer salir, y quedarme yo in

albis". Vamos, que semejante idea le aterraba! En tal caso no tenía más remedio que volverse él

santito también, dedicarse a la Iglesia y hacerse cura... ¡Jesús qué disparate! ¡Cura!, ¿y para qué? De

vuelta en vuelta, su mente llegó a un torbellino doloroso en el cual no tuvo ya más remedio que ahogar

las ideas, para librarse del tormento que le ocasionaban. Intentó estudiar... Imposible. Ocurriole

escribir a Fortunata, encargándole que no hiciera caso alguno de lo que le dijesen las monjas acerca

de la vida espiritual, la gracia y el amor místico... Otro disparate. Por fin se fue calmando, y la razón

se clareaba un poco tras aquellas nieblas.


Las once serían ya, cuando desde su cuarto sintió un grande altercado entre doña Lupe y Papitos.

El motivo de aquella doméstica zaragata fue que a Nicolás Rubín se le ocurrió la idea trágica de

convidar a almorzar a su amigo el padre Pintado, y no fue lo peor que se le ocurriera,

sino que se apresurase a ejecutarla con aquella frescura clerical que en tan alto grado tenía, metiendo

a su camarada por las puertas de la casa sin ocuparse para nada de si en esta había o no los

bastimentos necesarios para dos bocas de tal naturaleza.


Doña Lupe que tal vio y oyó, no pudo decir nada, por estar el otro clérigo delante; pero tenía la

sangre requemada. Su orgullo no le permitía desprestigiar la casa, poniéndoles un artesón de bazofia

para que se hartaran; y afrontando despechada el conflicto, decía para su sayo cosas que habrían

hecho saltar a toda la curia eclesiástica. "No sé lo que se figura este heliogábalo... cree que mi casa

es la posada del Peine. Después que él me come un codo, trae a su compinche para que me coma el

otro. Y por las trazas, debe tener buen diente y un estómago como las galerías del Depósito de

aguas... ¡Ay, Dios mío!, ¡qué egoístas son estos curas...! Lo que yo debía hacer era ponerle la

cuentecita, y entonces... ¡ah!, entonces sí que no se volvía a descolgar con invitados, porque es

Alejandro en puño y no le gusta ser rumboso sino con dinero ajeno".


El volcán que rugía en el pecho de la señora de Jáuregui no podía arrojar su lava sino sobre

Papitos, que para esto justamente estaba. Había empezado aquel día la monilla por hacer bien las

cosas; pero la riñó su ama tan sin razón, que... ¡diablo de chica!, concluyó por hacerlo

todo al revés. Si le ordenaban quitar agua de un puchero, echaba más. En vez de picar cebolla,

machacaba ajos; la mandaron a la tienda por una lata de sardinas y trajo cuatro libras de bacalao de

Escocia; rompió una escudilla, y tantos disparates hizo que doña Lupe por poco le aporrea el cráneo

con la mano del almirez. "De esto tengo la culpa yo, grandísima bestia, por empeñarme en domar

acémilas y en hacer de ellas personas... Hoy te vas a tu casa, a la choza del muladar de Cuatro

Caminos donde estabas, entre cerdos y gallinas, que es la sociedad que te cuadra...". Y por aquí

seguía la retahíla... ¡Pobre Papitos! Suspiraba y le corrían las lágrimas por la cara abajo. Había

llegado ya a tal punto su azoramiento, que no daba pie con bola.


Entre tanto los dos curas estaban en la sala, fumando cigarrillos, las canalejas sobre sillas,

groseramente espatarrados ambos en los dos sillones principales, y hablando sin cesar del mismo

tema de las oposiciones de Sigüenza. La culpa de todo la tenía el deán, que era un trasto y quería la

lectoral a todo trance para su sobrinito. ¡Valientes perros estaban tío y sobrino! Este había hecho

discursos racionalistas, y cuando la Gloriosa dio vivas a Topete y a Prim en una reunión de

demócratas. Doña Lupe entró al fin haciendo violentísimas contorsiones con los

músculos de su cara para poder brindarles una sonrisa en el momento de decir que ya podían pasar...

que tendrían que dispensar muchas faltas, y que iban a hacer penitencia.


Y mientras se sentaban, miró con terror al amigo de su sobrino, que era lo mismo que un buey

puesto en dos pies, y pensaba que si el apetito correspondía al volumen, todo lo que en la mesa había

no bastara para llenar aquel inmenso estómago. Felizmente, Maxi estaba tan sin gana, que apenas

probó bocado; doña Lupe se declaró también inapetente, y de este modo se fue resolviendo el

problema y no hubo conflicto que lamentar. El padre Pintado, a pesar de ser tan proceroso, no era

hombre de mucho comer y amenizó la reunión contando otra vez... las oposiciones de Sigüenza.

Doña Lupe, por cortesía, afirmaba que era una barbaridad que no le hubieran dado a él la lectoral.


La ira de la señora de Jáuregui no se calmó con el feliz éxito del almuerzo... y siguió machacando

sobre la pobre Papitos. Esta, que también tenía su genio, hervía interiormente en despecho y deseos

de revancha. "¡Miren la tía bruja -decía para sí, bebiéndose las lágrimas-, con su teta menos...!

Mejor tuviera vergüenza de ponerse la teta de trapo para que crea la gente que tiene las dos de

verdad, como las tienen todas y como las tendré yo el día de mañana...". Por la tarde,

cuando la señora salió, encargando que le limpiara la ropa, ocurriole a la mona tomar de su ama una

venganza terrible; pero una de esas venganzas que dejan eterna memoria. Se le ocurrió poner,

colgado en el balcón, el cuerpo de vestido que pegada tenía la cosa falsa con que doña Lupe

engañaba al público. La malicia de Papitos imaginaba que puesto en el balcón el testimonio de la falta

de su señora, la gente que pasase lo había de ver y se había de reír mucho. Pero no ocurrieron de

este modo las cosas, porque ningún transeúnte se fijó en el pecho postizo, que era lo mismo que una

vejiga de manteca; y al fin la chiquilla se apresuró a quitarlo, discurriendo con buen juicio que si doña

Lupe al entrar veía colgado del balcón aquel acusador de su defecto, se había de poner hecha una

fiera, y sería capaz de cortarle a su criada las dos cosas de verdad que pensaba tener.




- III -


A la mañana siguiente, Maximiliano encaminó sus pasos al convento, no por entrar, que esto era

imposible, sino por ver aquellas paredes tras de las cuales respiraba la persona querida. La mañana

estaba deliciosa, el cielo despejadísimo, los árboles del paseo de Santa Engracia empezaban a echar

la hoja. Detúvose el joven frente a las Micaelas, mirando la obra de la nueva iglesia que

llegaba ya a la mitad de las ojivas de la nave principal. Alejándose hasta más allá de la acera de

enfrente, y subiendo a unos montones de tierra endurecida, se veía, por encima de la iglesia en

construcción, un largo corredor del convento, y aun se podían distinguir las cabezas de las monjas o

recogidas que por él andaban. Pero como la obra avanzaba rápidamente, cada día se veía menos.

Observó Maxi en los días sucesivos que cada hilada de ladrillos iba tapando discretamente aquella

interesante parte de la interioridad monjil, como la ropa que se extiende para velar las carnes

descubiertas. Llegó un día en que sólo se alcanzaban a ver las zapatas de los maderos que sostenían

el techo del corredor, y al fin la masa constructiva lo tapó todo, no quedando fuera más que las

chimeneas, y aun para columbrar estas era preciso tomar la visual desde muy lejos.


Al Norte había un terreno mal sembrado de cebada. Hacia aquel ejido, en el cual había un poste

con letrero anunciando venta de solares, caían las tapias de la huerta del convento, que eran muy

altas. Por encima de ellas asomaban las copas de dos o tres soforas y de un castaño de Indias. Pero

lo más visible y lo que más cautivaba la atención del desconsolado muchacho era un motor de viento,

sistema Parson, para noria, que se destacaba sobre altísimo aparato a mayor altura que

los tejados del convento y de las casas próximas. El inmenso disco, semejante a una sombrilla

japonesa a la cual se hubiera quitado la convexidad, daba vueltas sobre su eje pausada o

rápidamente, según la fuerza del aire. La primera vez que Maxi lo observó, movíase el disco con

majestuosa lentitud, y era tan hermoso de ver con su coraza de tablitas blancas y rojas, parecida a un

plumaje, que tuvo fijos en él los tristes ojos un buen cuarto de hora. Por el Sur la huerta lindaba con la

medianería de una fábrica de tintas de imprimir, y por el Este con la tejavana perteneciente al

inmediato taller de cantería, donde se trabajaba mucho. Así como los ojos de Maximiliano miraban

con inexplicable simpatía el disco de la noria, su oído estaba preso, por decirlo así, en la continua y

siempre igual música de los canteros, tallando con sus escoplos la dura berroqueña. Creeríase que

grababan en lápidas inmortales la leyenda que el corazón de un inconsolable poeta les iba dictando

letra por letra. Detrás de esta tocata reinaba el augusto silencio del campo, como la inmensidad del

cielo detrás de un grupo de estrellas.


También se paseaba por aquellos andurriales, sin perder de vista el convento; iba y venía por las

veredas que el paso traza en los terrenos, matando la yerba, y a ratos sentábase al sol,

cuando este no picaba mucho. Montones de estiércol y paja rompían a lo lejos la uniformidad del

suelo; aquí y allí tapias de ladrillo de color de polvo, letreros industriales sobre faja de yeso, casas

que intentaban rodearse de un jardinillo sin poderlo conseguir; más allá tejares y las casetas plomizas

de los vigilantes de consumos, y en todo lo que la vista abarca un sentimiento profundísimo de

soledad expectante. Turbábala sólo algún perro sabio de los que, huyendo de la estricnina municipal,

se pasean por allí sin quitar la vista del suelo. A veces el joven volvía al camino real y se dejaba ir un

buen trecho hacia el Norte; pero no tenía ganas de ver gente y se echaba fuera, metiéndose otra vez

por el campo hasta divisar las arcadas del acueducto del Lozoya. La vista de la sierra lejana

suspendía su atención, y le encantaba un momento con aquellos brochazos de azul intensísimo y sus

toques de nieve; pero muy luego volvía los ojos al Sur, buscando los andamiajes y la mole de las

Micaelas, que se confundía con las casas más excéntricas de Chamberí.


Todas las mañanas antes de ir a clase, hacía Rubín esta excursión al campo de sus ilusiones. Era

como ir a misa, para el hombre devoto, o como visitar el cementerio donde yacen los restos de la

persona querida. Desde que pasaba de la iglesia de Chamberí veía el disco de la noria, y

ya no le quitaba los ojos hasta llegar próximo a él. Cuando el motor daba sus vueltas con celeridad, el

enamorado, sin saber por qué y obedeciendo a un impulso de su sangre, avivaba el paso. No sabía

explicarse por qué oculta relación de las cosas la velocidad de la máquina le decía: "apresúrate, ven,

que hay novedades". Pero luego llegaba y no había novedad ninguna, como no fuera que aquel día

soplaba el viento con más fuerza. Desde la tapia de la huerta oíase el rumor blando del volteo del

disco, como el que hacen las cometas, y sentíase el crujir del mecanismo que transmite la energía del

viento al vástago de la bomba... Otros días le veía quieto, amodorrado en brazos del aire. Sin saber

por qué, deteníase el joven; pero luego seguía andando despacio. Hubiera él lanzado al aire el mayor

soplo posible de sus pulmones para hacer andar la máquina. Era una tontería; pero no lo podía

remediar. El estar parado el motor parecíale señal de desventura.


Pero lo que más tormento daba a Maximiliano era la distinta impresión que sacaba todos los

jueves de la visita que a su futura hacía. Iba siempre acompañado de Nicolás, y como además no se

apartaban de la recogida las dos monjas, no había medio de expresarse con confianza. El primer

jueves encontró a Fortunata muy contenta; el segundo, estaba pálida y algo triste. Como apenas se

sonreía, faltábale aquel rasgo hechicero de la contracción de los labios, que enloquecía a

su amante. La conversación fue sobre asuntos de la casa, que Fortunata elogió mucho, encomiando

los progresos que hacía en la lectura y escritura, y jactándose del cariño que le habían tomado las

señoras. Como en uno de los sucesivos jueves dijera algo acerca de lo que le había gustado la fiesta

de Pentecostés, la principal del año en la comunidad, y después recayera la conversación sobre temas

de iglesia y de culto, expresándose la neófita con bastante calor, Maximiliano volvió a sentirse

atormentado por la idea aquella de que su querida se iba a volver mística y a enamorarse

perdidamente de un rival tan temible como Jesucristo. Se le ocurrían cosas tan extravagantes como

aprovechar los pocos momentos de distracción de las madres para secretearse con su amada y

decirle que no creyera en aquello de la Pentecostés, figuración alegórica nada más, porque no hubo ni

podía haber tales lenguas de fuego ni Cristo que lo fundó; añadiendo, si podía, que la vida

contemplativa es la más estéril que se puede imaginar, aun como preparación para la inmortalidad,

porque las luchas del mundo y los deberes sociales bien cumplidos son lo que más purifica y

ennoblece las almas. Ocioso es añadir que se guardó para sí estas doctrinas escandalosas porque era

difícil expresarlas delante de las madres.




- VI -


Las Micaelas por dentro



- I -


Cuando las dos madres aquellas, la bizca y la seca, la llevaron adentro, Fortunata estaba muy

conmovida. Era aquella sensación primera de miedo y vergüenza de que se siente poseído el escolar

cuando le ponen delante de sus compañeros, que han de ser pronto sus amigos, pero que al verle

entrar le dirigen miradas de hostilidad y burla. Las recogidas que encontró al paso mirábanla con tanta

impertinencia, que se puso muy colorada y no sabía qué expresión dar a su cara. Las madres, que

tantos y tan diversos rostros de pecadoras habían visto entrar allí, no parecían dar importancia a la

belleza de la nueva recogida. Eran como los médicos que no se espantan ya de ningún horror

patológico que vean entrar en las clínicas. Hubo de pasar un buen rato antes de que la joven se

serenase y pudiera cambiar algunas palabras con sus compañeras de lazareto. Pero entre mujeres se

rompe más pronto aún que entre colegiales ese hielo de las primeras horas, y palabra tras palabra

fueron brotando las simpatías, echando el cimiento de futuras amistades.


Como ella esperaba y deseaba, pusiéronle una toca blanca; mas no había en el convento espejos

en que mirar si caía bien o mal. Luego le hicieron poner un vestido de lana burda y negra muy sencillo;

pero aquellas prendas sólo eran de indispensable uso al bajar a la capilla y en las horas de rezo, y

podía quitárselas en las horas de trabajo, poniéndose entonces una falda vieja de las de su propio

ajuar y un cuerpo, también de lana, muy honesto, que recibían para tales casos. Las recogidas

dividíanse en dos clases, una llamada las Filomenas y otra las Josefinas. Constituían la primera, las

mujeres sujetas a corrección; la segunda componíase de niñas puestas allí por sus padres, para que

las educaran, y más comúnmente por madrastras que no querían tenerlas a su lado. Estos dos grupos

o familias no se comunicaban en ninguna ocasión. Dicho se está que Fortunata pertenecía a la clase

de las Filomenas. Observó que buena parte del tiempo se dedicaba a ejercicios religiosos, rezos por

la mañana, doctrina por la tarde. Enterose luego de que los jueves y domingos había adoración del

Sacramento, con larguísimas y entretenidas devociones, acompañadas de música. En este ejercicio y

en la misa matinal, las recogidas, como las madres, entraban en la iglesia con un gran velo por la

cabeza, el cual era casi tan grande como una sábana. Lo tomaban en la habitación

próxima a la entrada, y al salir lo volvían a dejar después de doblarlo.


Acostumbrada la prójima a levantarse a las nueve o las diez de la mañana, éranle penosos aquellos

madrugones que en el convento se usaban. A las cinco de la mañana ya entraba Sor Antonia en los

dormitorios tocando una campana que les desgarraba los oídos a las pobres durmientes. El madrugar

era uno de los mejores medios de disciplina y educación empleados por las madres, y el velar a altas

horas de la noche una mala costumbre que combatían con ahínco, como cosa igualmente nociva para

el alma y para el cuerpo. Por esto, la monja que estaba de guardia pasaba revista a los dormitorios a

diferentes horas de la noche, y como sorprendiese murmullos de secreteo, imponía severísimos

castigos.


Los trabajos eran diversos y en ocasiones rudos. Ponían las maestras especial cuidado en

desbastar aquellas naturalezas enviciadas o fogosas, mortificando las carnes y ennobleciendo los

espíritus con el cansancio. Las labores delicadas, como costura y bordados, de que había taller en la

casa, eran las que menos agradaban a Fortunata, que tenía poca afición a los primores de aguja y los

dedos muy torpes. Más le agradaba que la mandaran lavar, brochar los pisos de baldosín, limpiar las

vidrieras y otros menesteres propios de criadas de escalera abajo. En cambio, como la

tuvieran sentada en una silla haciendo trabajos de marca de ropa se aburría de lo lindo. También era

muy de su gusto que la pusieran en la cocina a las órdenes de la hermana cocinera, y era de ver cómo

fregaba ella sola todo el material de cobre y loza, mejor y más pronto que dos o tres de las más

diligentes.


Mucho rigor y vigilancia desplegaban las madres en lo tocante a relaciones entre las llamadas

arrepentidas, ya fuesen Filomenas o Josefinas. Eran centinelas sagaces de las amistades que se

pudieran entablar y de las parejas que formara la simpatía. A las prójimas antiguas y ya conocidas y

probadas por su sumisión, se las mandaba a acompañar a las nuevas y sospechosas. Había algunas a

quienes no se permitía hablar con sus compañeras sino en el corro principal en las horas de recreo.


A pesar de la severidad empleada para impedir las parejas íntimas o grupos, siempre había alguna

infracción hipócrita de esta observancia. Era imposible evitar que entre cuarenta o cincuenta mujeres

hubiese dos o tres que se pusieran al habla, aprovechando cualquier coyuntura oportuna en las varias

ocupaciones de la casa. Un sábado por la mañana Sor Natividad, que era la Superiora (por más

señas la madrecita seca que recibió a Fortunata el día de su entrada), mandó a esta que

brochase los baldosines de la sala de recibir. Era Sor Natividad vizcaína, y tan celosa por el aseo del

convento que lo tenía siempre como tacita de plata, y en viendo ella una mota, un poco de polvo o

cualquier suciedad, ya estaba desatinada y fuera de sí, poniendo el grito en el Cielo como si se tratara

de una gran calamidad caída sobre el mundo, otro pecado original o cosa así. Apóstol fanático de la

limpieza, a la que seguía sus doctrinas la agasajaba y mimaba mucho, arrojando tremendos anatemas

sobre las que prevaricaban, aunque sólo fuera venialmente, en aquella moral cerrada del aseo. Cierto

día armó un escándalo porque no habían limpiado... ¿qué creeréis?, las cabezas doradas de los

clavos que sostenían las estampas de la sala. En cuanto a los cuadros, había que descolgarlos y

limpiarlos por detrás lo mismo que por delante. "Si no tenéis alma, ni un adarme de gracia de Dios

-les decía-, y no os habéis de condenar por malas, sino por puercas". El sábado aquel mandó, como

digo, dar cera y brochado al piso de la sala, encargando a Fortunata y a otra compañera que se lo

habían de dejar lo mismo que la cara del Sol.


Era para Fortunata este trabajo no sólo fácil, sino divertido. Gustábale calzarse en el pie derecho

el grueso escobillón, y arrastrando el paño con el izquierdo, andar de un lado para otro

en la vasta pieza, con paso de baile o de patinación, puesta la mano en la cintura y ejercitando en

grata gimnasia todos los músculos hasta sudar copiosamente, ponerse la cara como un pavo y sentir

unos dulcísimos retozos de alegría por todo el cuerpo. La compañera que Sor Natividad le dio en

aquella faena era una filomena en cuyo rostro se había fijado no pocas veces la neófita, creyendo

reconocerlo. Indudablemente había visto aquella cara en alguna parte, pero no recordaba dónde ni

cuándo. Ambas se habían mirado mucho, como deseando tener una explicación; pero no se habían

dirigido nunca la palabra. Lo que sí sabía Fortunata era que aquella mujer daba mucha guerra a las

madres por su carácter alborotado y desigual.


Desde que la Superiora las dejó solas, la otra rompió a patinar y a hablar al mismo tiempo.

Parándose después ante Fortunata, le dijo: "Porque nosotras nos conocemos, ¿eh? A mí me llaman

Mauricia la Dura. ¿No te acuerdas de haberme visto en casa de la Paca?".


"¡Ah... sí!..." indicó Fortunata, y cargando sobre el pie derecho, tiró para otro lado frotando el

suelo con amazónica fuerza.


Mauricia la Dura representaba treinta años o poco más, y su rostro era conocido de todo el que

entendiese algo de iconografía histórica, pues era el mismo, exactamente el mismo de

Napoleón Bonaparte antes de ser Primer Cónsul. Aquella mujer singularísima, bella y varonil tenía el

pelo corto y lo llevaba siempre mal peinado y peor sujeto. Cuando se agitaba mucho trabajando, las

melenas se le soltaban, llegándole hasta los hombros, y entonces la semejanza con el precoz caudillo

de Italia y Egipto era perfecta. No inspiraba simpatías Mauricia a todos los que la veían; pero el que

la viera una vez, no la olvidaba y sentía deseos de volverla a mirar. Porque ejercían indecible

fascinación sobre el observador aquellas cejas rectas y prominentes, los ojos grandes y febriles,

escondidos como en acecho bajo la concavidad frontal, la pupila inquieta y ávida, mucho hueso en los

pómulos, poca carne en las mejillas, la quijada robusta, la nariz romana, la boca acentuada

terminando en flexiones enérgicas, y la expresión, en fin, soñadora y melancólica. Pero en cuanto

Mauricia hablaba, adiós ilusión. Su voz era bronca, más de hombre que de mujer, y su lenguaje

vulgarísimo, revelando una naturaleza desordenada, con alternativas misteriosas de depravación y de

afabilidad.




- II -


Después que se reconocieron, callaron un rato, trabajando las dos con igual ahínco. Un tanto

fatigadas se sentaron en el suelo, y entonces Mauricia, arrastrándose hasta llegar junto a su

compañera, le dijo:


"Aquel día... ¿sabes?, acabadita de marcharte tú, estuvo en casa de la Paca Juanito Santa Cruz".


Fortunata la miró aterrada.


"¿Qué día?" fue lo único que dijo.


-¿No te acuerdas? El día que estuviste tú, el día en que te conocí... Paices boba. Yo me lié con la

Visitación, que me robó un pañuelo, la muy ladrona sinvergüenza. Le metí mano, y... ¡ras!, le trinqué

la oreja y me quedé con el pendiente en la mano, partiéndole el pulpejo... por poco me traigo media

cara. Ella me mordió un brazo, mira... todavía está aquí la señal; pero yo le dejé sellaíto un ojo...

todavía no lo ha abierto, y le saqué una tira de pellejo ¡ras!, desde semejante parte, aquí por la sien...

hasta la barba. Si no nos apartan, si no me coges tú a mí por la cintura, y Paca a ella, la reviento...

creételo.


-Ya me acuerdo de aquella trifulca -dijo Fortunata mirando a su compañera con miedo.


-A mí, la que me la hace me la paga. No sé si sabes que a la Matilde, aquella

silfidona rubia...


-No sé, no la conozco.


-Pues allá se me vino con unos chismajos, porque yo hablaba entonces con el chico de Tellería

y... Pues la cogí un día, la tiré al suelo, me estuve paseando sobre ella todo el tiempo que me dio la

gana... y luego, cogí una badila y del primer golpe le abrí un ojal en la cabeza, del tamaño de un

duro... La llevaron al hospital... Dicen que por el boquete que le hice se le veía la sesada... Buen

repaso le di. Pues otro día, estando en el Modelo... verás... me dijo una tía muy pindongona y muy

facha que si yo era no sé qué y no sé cuánto, y de la primer bofetada que le alumbré fue rodando por

el suelo con las patas al aire. Nada, que tuvieron que atarme... Pues volviendo a lo que decía. Aquel

día que tuve la zaragata con Visitación...


Sintieron venir a la Superiora, y rápidamente se levantaron y se pusieron a brochar otra vez. La

monja miró el piso, ladeando la cara como los pájaros cuando miran al suelo, y se retiró. Un rato

después, las dos arrepentidas volvieron a pegar su hebra.


"No aportaste más por allí. Yo le pregunté después a la Paca si había vuelto por allí el chico de

Santa Cruz, y me contestó: 'Calla hija, si han dicho aquí anoche que está con plumonía...'. Pobrecito,

por poco no lo cuenta. Estuvo si se las lía, si no se las lía... Por ti pregunté a la Feliciana

una tarde que fui a enseñarle los mantones de Manila que yo estaba corriendo, y me dijo que te ibas a

casar con un boticario... ya, el sobrino de doña Lupe la de los Pavos... ¡Ah!, chica, si esa tal doña

Lupe es lo que más conozco... Pregúntale por mí. Le he vendido más alhajas que pelos tengo en la

cabeza. ¡Ah!, entonces sí que estaba yo bien; pero de repente me trastorné, y caí tan enferma del

estómago, que no podía pasar nada, y lo mismo era entrarme bocado en él o gota de agua, que

parecía que me encendían lumbre; y mi hermana Severiana, que vive en la calle de Mira el Río, me

llevó a su casa, y allí me entraron unos calambres que creí que espichaba; y una noche, viendo que

aquello no se me quería calmar, salí de estampía, y en la taberna me atizé tres copas de aguardiente,

arreo, tras, tras, tras, y salí, y en medio a medio de la calle caíme al suelo, y los chiquillos se me

ajuntaron a la redonda, y luego vinieron los guindillas y me soplaron en la prevención. Severiana quiso

llevarme otra vez a su casa; pero entonces una señora que conocemos, esa doña Guillermina... la

habrás oído nombrar... me cogió por su cuenta y me trajo a este establecimiento. La doña

Guillermina es una que se ha echado mismamente a pobre, ¿sabes?, y pide limosna y está haciendo un

palación ahí abajo para los huérfanos. Mi hermana y yo nos criamos en su casa, ¡gran

casa la de los señores de Pacheco! Personas muy ricas, no te creas, y mi madre era la que les

planchaba. Por eso nos tiene tanta ley doña Guillermina, que siempre que me ve con miseria me

socorre, y dice que mientras más mala sea yo más me ha de socorrer. Pues que quise que no, aquí

me metieron... Ya me habían metido antes; pero no estuve más que una semana, porque me escapé

subiéndome por la tapia de la huerta como los gatos".


Esta historia, contada con tan aterradora sinceridad, impresionó mucho a la otra filomena.

Siguieron ambas bailando a lo largo de la sala, deslizándose sobre el ya pulimentado piso, como los

patinadores sobre el hielo, y Fortunata, a quien le escarbaba en el interior lo que referente a ella habla

dicho Mauricia la Dura, quiso aclarar un punto importante, diciéndole:


"Yo no fui más que dos veces a casa de la Paca, y por mi gusto no hubiera ido ninguna. La

necesidad, hija... Después no volví más porque me salieron relaciones con el chico con quien me voy

a casar".


Después de una pausa, durante la cual viniéronle al pensamiento muchas cosas pasadas, creyó

oportuno decir algo, conforme a las ideas que aquella casa imponía: "¿Y para qué me buscaba a mí

ese hombre?... ¿para qué? Para perderme otra vez. Con una basta".


-Los hombres son muy caprichosos -dijo en tono de filosofía Mauricia la Dura-, y cuando la

tienen a una a su disposición, no le hacen más caso que a un trasto viejo; pero si una habla con otro,

ya el de antes quiere arrimarse, por el aquel de la golosina que otro se lleva. Pues digo... si una se

pone a ser verbigracia honrada, los muy peines no pasan por eso, y si una se mete mucho a rezar y a

confesar y comulgar, se les encienden más a ellos las querencias, y se pirran por nosotras desde que

nos convertimos por lo eclesiástico... Pues qué, ¿crees tú que Juanito no viene a rondar este convento

desde que sabe que estás aquí? Paices boba. Tenlo por cierto, y alguno de los coches que se sienten

por ahí, créete que es el suyo.


-No seas tonta... no digas burradas -replicó la otra palideciendo-. No puede ser... Porque mira tú,

él cayó con la pulmonía en Febrero...


-Bien enterada estás.


-Lo sé por Feliciana, a quien se lo contó, días atrás, un señor que es amigo de Villalonga. Pues

verás, él cayó con la pulmonía en Febrero, y en este entremedio conocí yo al chico con quien

hablo... El otro estuvo dos meses muy malito... si se va si no se va. Por fin salió, y en Marzo se fue

con su mujer a Valencia.


-¿Y qué?


-Que todavía no habrá vuelto.


-Paices boba... Esto es un decir. Y si no ha vuelto, volverá... Quiere decirse que te

hará la rueda cuando venga y se entere de que ahora vas para santa.


-Tú sí que eres boba... déjame en paz. Y suponiendo que venga y me ronde... ¿A mí qué?


Sor Natividad examinó el brochado y vio "que era bueno". Satisfacción de artista resplandecía en

su carita seca. Miró al techo tratando de descubrir alguna mota producida por las moscas; pero no

había nada, y hasta las cabezas de los clavos de la pared, limpiados el día antes, resplandecían como

estrellitas de oro. La Superiora volvía las gafas a todas partes buscando algo que reprender; pero

nada encontró que mereciese su crítica estrecha. Dispuso que antes de entrar los muebles los

limpiasen y frotasen bien para que todo el polvo quedase fuera; pero encargó mucho que aquella

operación se hiciese al hilo de la madera; y como las dos trabajadoras no entendiesen bien lo que

esto significaba, cogió ella misma un trapo y prácticamente les hizo ver con la mayor seriedad cuál era

su sistema. Cuando se quedaron solas otra vez, Mauricia dijo a su amiga: "Hay que tener contenta a

esta tía chiflada, que es buena persona, y como le froten los muebles al hilo, la tienes partiendo un

piñón".


Mauricia tenía días. Las monjas la consideraban lunática, porque si las más de las veces la

sometían fácilmente a la obediencia, haciéndola trabajar, entrábale de golpe como una

locura y rompía a decir y hacer los mayores desatinos. La primera vez que esto pasó, las religiosas se

alarmaron; mas domada la furia sin que fuese preciso apelar a la fuerza, cuando se repetían los

accesos de indisciplina y procacidad no les daban gran importancia. Era un espectáculo imponente y

aun divertido el que de tiempo en tiempo, comúnmente cada quince o veinte días, daba Mauricia a

todo el personal del convento. La primera vez que lo presenció Fortunata, sintió verdadero terror.


Iniciábasele aquel trastorno a Mauricia como se inician las enfermedades, con síntomas leves, pero

infalibles, los cuales se van acentuando y recorren después todo el proceso morboso. El periodo

prodrómico solía ser una cuestión con cualquier recogida por el chocolate del desayuno, o por si al

salir le tropezaron y la otra lo hizo con mala intención. Las madres intervenían, y Mauricia callaba al

fin, quedándose durante dos o tres horas taciturna, rebelde al trato, haciéndolo todo al revés de como

se le mandaba. Su diligencia pasmosa trocábase en dejadez; y como las madres la reprendieran, no

les respondía nada cara a cara; pero en cuanto volvían la espalda, dejaba oír gruñidos, masticando

entre ellos palabras soeces. A este periodo seguía por lo común una travesura ruidosa y carnavalesca,

hecha de improviso para provocar la risa de algunas Filomenas y la indignación de las

señoras. Mauricia aprovechaba el silencio de la sala de labores para lanzar en medio de ella un gato

con una chocolatera amarrada a la cola, o hacer cualquier otro disparate más propio de chiquillos que

de mujeres formales. Sor Antonia, que era la bondad misma, mirábala con toda la severidad que

cabía en su carácter angelical, y Mauricia le devolvía la mirada con insolente dureza, diciendo: "Si no

he sido yio... amos, si no he sido yio... ¿Para qué me mira usted tantooo?... ¿Es que me quiere

retrataaar...?".


Aquel día, Sor Antonia llamó a la Superiora, que era una vizcaína muy templada. Esta dijo al

entrar: "¿Ya está otra vez suelto el enemigo?...". Y decretó que fuese encerrada en el cuarto que

servía de prisión cuando alguna recogida se insubordinaba. Aquí fue el estallar la fiereza de aquella

maldita mujer. "¡Encerrarme a mí!... ¿De veee... ras? No me lo diga usted... prenda".


-Mauricia -dijo con varonil entereza la monja, soltando una expresión de su tierra-, déjese usted

de chínchirri-máncharras, y obedezca. Ya sabe usted que no nos asusta con sus botaratadas. Aquí

no tenemos miedo a ninguna tarasca. Por compasión y caridad no la echamos a la calle, ya lo sabe

usted... Vamos, hija, pocas palabras y a hacer lo que se le manda.


A Mauricia le temblaba la quijada, y sus ojos tomaban esa opacidad siniestra de los ojos de los

gatos cuando van a atacar. Las recogidas la miraban con miedo, y algunas monjas rodearon a la

Superiora para hacerla respetar.


"Vaya con lo que sale ahora la tía chiflada... ¡Encerrarme a mí! A donde voy es a mi casa,

¡hala...!, a mi casa, de donde me sacaron engañada estas indecentonas, sí señor, engañada, porque

yo era honrada como un sol, y aquí no nos enseñan más que peines y peinetas... ¡Ja ja ja!... Vaya con

las señoras virtuosas y santifiquísimas. ¡Ja ja ja!...".


Estos monosílabos guturales los emitía con todo el grueso de su gruesísima voz, y con tal acento

de sarcasmo infame y de grosería, que habrían sacado de quicio a personas de menos paciencia y

flema que Sor Natividad y sus compañeras. Estaban tan hechas a ser tratadas de aquel modo y

habían domado fieras tan espantables, que ya las injurias no les hacían efecto. "Vamos -dijo la

Superiora frunciendo el ceño-; callando, y baje usted al patio".


-Pues me gusta la santidad de estas traviatonas de iglesia... ¡Ja ja ja!... -gritó la infame puesta en

jarras y mirando en redondo a todo el concurso de recogidas-. Se encierran aquí para retozar a sus

anchas con los curánganos de babero... ¡Ja ja ja!... ¡qué peines!... y con los que no son de babero.


Muchas recogidas se tapaban los oídos. Otras, suspensa la mano sobre el bastidor, miraban a las

monjas y se pasmaban de su serenidad. En aquel instante apareció en la sala una figura extraña. Era

Sor Marcela, una monja vieja, coja y casi enana, la más desdichada estampa de mujer que puede

imaginarse. Su cara, que parecía de cartón, era morena, dura, chata, de tipo mongólico, los ojos

expresivos y afables como los de algunas bestias de la raza cuadrumana. Su cuerpo no tenía forma de

mujer, y al andar parecía desbaratarse y hundirse del lado izquierdo, imprimiendo en el suelo un golpe

seco que no se sabía si era de pie de palo o del propio muñón del hueso roto. Su fealdad sólo era

igualada por la impavidez y el desdén compasivo con que miró a Mauricia.


Sor Marcela traía en la mano derecha una gran llave, y apuntando con ella al esternón de la

delincuente, hizo un castañeteo de lengua y no dijo más que esto: "Andando".


Quitose la fiera con rápido movimiento su toca, sacudió las melenas y salió al corredor, echando

por aquella boca insolencias terribles. La coja volvió a indicarle el camino, y Mauricia, moviendo los

brazos como aspas de molino de viento, se puso a gritar:


"¡Peines y peinetas!... ¿Pues no me quieren deshonrar y encerrarme como si yo fuera una

criminala? ¡Tunantas!... cuando si yo quisiera, de tres bofetadas las tumbaba a todas

patas arriba...".


A pesar de estas fierezas, la coja la llevaba por delante con la misma calma con que se conduce a

un perro que ladra mucho, pero que se sabe no ha de morder. A mitad de la escalera se volvió la

harpía, y mirando con inflamados ojos a las monjas que en el corredor quedaban, les decía en un grito

estridente: "¡Ladronas, más que ladronas!... ¡Grandísimas púas!...".


Dicho esto, la coja le ponía suavemente la mano en la espalda, empujándola hacia adelante. En el

patio tuvo que cogerla por un brazo, porque quería subir de nuevo.


"Si no te hacen caso, estúpida -le dijo-, si no eres tú la que hablas sino el demonio que te anda

dentro de la boca. Cállate ya por amor de Dios y no marees más".


-El demonio eres tú -replicó la fiera, que parecía ya, por lo muy exaltada, irresponsable de los

disparates que decía-. Facha, mamarracho, esperpento...


-Echa, echa más veneno -murmuraba Sor Marcela con tranquilidad, abriendo la puerta de la

prisión-. Así te pasará más pronto el arrechucho. Vaya, adentro, y mañana como un guante. A la

noche te traeré de comer. Paciencia, hija...


Mauricia ladró un poco más; pero con tanto furor de palabras no hacía resistencia

verdadera, de modo que aquella pobre vieja inválida la manejaba como a un niño. Bastó

que esta la cogiese por un brazo y la metiera dentro del encierro, para que la prisión se efectuase sin

ningún inconveniente, después de tanta bulla. Sor Marcela echó la llave dando dos vueltas, y la

guardó en su bolsillo. Su rostro, tan parecido a una máscara japonesa, continuaba imperturbable.

Cuando atravesaba el patio en dirección a la escalera, oyó el ja ja ja de Mauricia, que estaba

asomada por uno de los dos tragaluces con barras de hierro que la puerta tenía en su parte superior.

La monja no se detuvo a oír las injurias que la fiera le decía.


"¡Eh!... coja... galápago, vuelve acá y verás qué morrazo te doy... ¡Qué facha!, cañamón, pata y

media...".




- III -


La faz napoleónica, lívida y con la melena suelta, volvió a asomar en la reja a la caída de la tarde.

Y Sor Marcela pasó repetidas veces por delante de la cárcel, volviendo de registrar los nidos de las

gallinas, por ver si tenían huevos, o de regar los pensamientos y francesillas que cultivaba en un rincón

de la huerta. El patio, que era pequeño y se comunicaba con la huerta por una reja de madera casi

siempre abierta, estaba muy mal empedrado, resultando tan irregular el paso de la coja,

que los balanceos de su cuerpo semejaban los de una pequeña embarcación en un mar muy agitado.

Muy a menudo andaba Sor Marcela por allí, pues tenía la llave de la leñera y carbonera, la del

calabozo y la de otra pieza en que se guardaban trastos de la casa y de la iglesia.


Ya cerca de la noche, como he dicho, Mauricia no se quitaba de la reja para hablar a la monja

cuando pasaba. Su acento había perdido la aspereza iracunda de por la mañana, aunque estaba más

ronca y tenía tonos de dolor y de miseria, implorando caridad. La fiera estaba domada. Fuertemente

asida con ambas manos a los hierros, la cara pegada a estos, alargando la boca para ser mejor oída,

decía con voz plañidera:


"Cojita mía... cañamoncito de mi alma, ¡cuánto te quiero!... Allá va el patito con sus meneos; una,

dos, tres... Lucero del convento, ven y escucha, que te quiero decir una cosita".


A estas expresiones de ternura, mezcladas de burla cariñosa, la monja no contestaba ni siquiera

con una mirada. Y la otra seguía:


"¡Ay, mi galapaguito de mi alma, qué enfadadito está conmigo, que le quiero tanto!... Sor

Marcela, una palabrita, nada más que una palabrita. Yo no quiero que me saques de aquí, porque me

merezco la encerrona. Pero ¡ay niñita mía, si vieras qué mala me he puesto! Paice que

me están arrancando el estómago con unas tenazas de fuego... Es de la tremolina de esta mañana. Me

dan tentaciones de ahorcarme colgándome de esta reja con un cordón hecho de tiras del refajo. Y lo

voy a hacer, sí, lo hago y me cuelgo si no me miras y me dices algo... Cojita graciosa, enanita

remonona, mira, oye: si quieres que te quiera más que a mi vida y te obedezca como un perro, hazme

un favor que voy a pedirte; tráeme nada más que una lagrimita de aquella gloria divina que tú tienes,

de aquello que te recetó el médico para tu mal de barriga... Anda, ángel, mira que te lo pido con toda

mi alma, porque esta penita que tengo aquí no se me quiere quitar, y parece que me voy a morir.

Anda, rica, cañamón de los ángeles; tráeme lo que te pido, así Dios te dé la vida celestial que te tienes

ganada, y tres más, y así te coronen los serafines cuando entres en el Cielo con tu patita coja...".


La monja pasaba... trun, trun... hiriendo los guijarros con aquel pie duro que debía ser como la

pata de una silla; y no concedía a la prisionera ni respuesta ni mirada. Al anochecer, bajó con la cena

para la presa, y abriendo la puerta penetró en el lóbrego aposento. Por el pronto no vio a Mauricia,

que estaba acurrucada sobre unas tablas, las rodillas junto al pecho, las manos cruzadas sobre las

rodillas, y en las manos apoyada la barba.


"No veo. ¿Dónde estás?" murmuró la coja sentándose sobre otro rimero de tablas.


Contestó Mauricia con un gruñido, como el de un mastín a quien dan con el pie para que se

despierte. Sor Marcela puso junto a sí un plato de menestra y un pan. "La Superiora -dijo-, no quería

que te trajera más que pan y agua; pero intercedí por ti... No te lo mereces. Aunque me proponga no

tener entrañas, no lo puedo conseguir. A ti te manejo yo a mi modo y sé que mientras peor se te trate,

más rabiosa te pones... Y para que veas, hija, hasta dónde llevo mi condescendencia..." añadió

sacando de debajo del manto un objeto...


Creyérase que Mauricia lo había olido, porque de improviso alzó la cabeza, adquiriendo tal

animación y vida su cara que parecía mismamente la del otro cuando, señalando las pirámides, dijo

lo de los cuarenta siglos. La mazmorra estaba oscura, mas por la puerta entraba la última claridad

del día, y las dos mujeres allí encerradas se podían ver y se veían, aunque más bien como bultos que

como personas. Mauricia alargó las manos con ansia hasta tocar la botella, pronunciando palabras

truncadas y balbucientes para expresar su gratitud; pero la monja apartaba el codiciado objeto.


"¡Eh!... las manos quietas. Si no tenemos formalidad, me voy. Ya ves que no soy tirana, que llevo

la caridad hasta un límite que quizás sea imprudente. Pero yo digo: 'Dándole un poquito,

nada más que una miajita, la consuelo, y aquí no puede haber vicio'. Porque yo sé lo que es la

debilidad de estómago y cuánto hace sufrir. Negar y negar siempre al preso pecador todo lo que

pide, no es bueno. El Señor no puede negar esto. Tengamos misericordia y consolemos al triste".


Diciendo esto sacó un cortadillo y se preparó a escanciar corta porción del precioso licor, el cual

era un coñac muy bueno que solía usar para combatir sus rebeldes dispepsias. Luego cayó en la

cuenta de que antes debía comerse Mauricia el plato de menestra. La presa lo comprendió así,

apresurándose a devorar la cena para abreviar.


"Esto que te doy -añadió la monja-, es una reparación de los nervios y un puntal del ánimo

desmayado. No creas que lo hago a escondidas de la Superiora, pues acaba de autorizarme para

darte esta golosina, siempre que sea en la medida que separa la necesidad del apetito y el remedio del

deleite. Yo sé que esto te entona y te da la alegría necesaria para cumplir bien con los deberes. Mira

tú por dónde lo que algunos podrían tener por malo, es bueno en medida razonable".


Mauricia estaba tan agradecida, que no acertaba a expresar su gratitud. La cojita echó en el

cortadillo una cantidad, así como un dedo, inclinando la botella con extraordinario pulso

para que no saliera más de lo conveniente; y al dárselo a la presa, le repitió el sermón. ¡Y cómo se

relamía la otra después de beber, y qué bien le supo! Conocía muy bien al galapaguito para atreverse

a pedir más. Sabía, por experiencia de casos análogos, que no traspasaba jamás el límite que su

bondad y su caridad le imponían. Era buena como un ángel para conceder, y firme como una roca

para detenerse en el punto que debía.


"Ya sé -dijo tapando cuidadosamente la botella-, que con este consuelo de tus nervios

desmayados estarás más dispuesta, y la reparación del cuerpo ayuda la del alma".


En efecto, Mauricia empezó a sentirse alegre, y con la alegría vínole una viva disposición del ánimo

para la obediencia y el trabajo, y tantas ganas le entraron de todo lo bueno, que hasta tuvo deseos de

rezar, de confesarse y de hacer devociones exageradas como las que hacía Sor Marcela, que, al

decir de las recogidas, llevaba cilicio ().


"Dígale por Dios a la Superiora que estoy arrepentida y que me perdone... que yo cuando me da

el toque y me pongo a despotricar soy un papagayo, y la lengua se lo dice sola. Sáqueme pronto de

aquí, y trabajaré como nunca, y si me mandan fregar toda la casa de arriba a abajo, la fregaré.

Échenme penitencias gordas y las cumpliré en un decir luz".


-Me gusta verte tan entrada en razón -le dijo la madre, recogiendo el plato-; pero por esta noche

no saldrás de aquí. Medita, medita en tus pecados, reza mucho y pídele al Señor y a la Santísima

Virgen que te iluminen.


Mauricia creía que estaba ya bastante iluminada, porque la excitación encendía sus ideas dándole

un cierto entusiasmo; y después de hacer un poco de ejercicio corporal colgándose de la reja, porque

sus miembros apetecían estirarse, se puso a rezar con toda la devoción de que era capaz, luchando

con las varias distracciones que llevaban su mente de un lado para otro, y por fin se quedó dormida

sobre el duro lecho de tablas. Sacáronla del encierro al día siguiente temprano, y al punto se puso a

trabajar en la cocina, sumisa, callada y desplegando maravillosas actividades. Después de cumplir una

condena, lo que ocurría infaliblemente una vez cada treinta o cuarenta días, la mujer napoleónica

estaba cohibida y como avergonzada entre sus compañeras, poniendo toda su atención en las

obligaciones, demostrando un celo y obediencia que encantaban a las madres. Durante cuatro o cinco

días desempeñaba sin embarazo ni fatiga la tarea de tres mujeres. Pasadas dos semanas, advertían

que se iba cansando; ya no había en su trabajo aquella corrección y diligencia admirables; empezaban

las omisiones, los olvidos, los descuidillos, y todo esto iba en aumento hasta que la

repetición de las faltas anunciaba la proximidad de otro estallido. Con Fortunata volvió a intimar

después de la escena violenta que he descrito, y juntas echaron largos párrafos en la cocina, mientras

pelaban patatas o fregaban los peroles y cazuelas. Allí gozaban de cierta libertad, y estaban sin tocas

y en traje de mecánica como las criadas de cualquier casa.


"Yo tengo una niña -dijo Mauricia en una de sus confidencias-. La puse por nombre Adoración.

¡Es más mona...! Está con mi hermana Severiana, porque yo, como gasto este geniazo, le doy malos

ejemplos sin querer, ¿tú sabes?, y mejor vive el angelito con Severiana que conmigo. Esa doña

Jacinta, esposa de tu señor, quiere mucho a mi niña, y le compra ropa y le da el toque por llevársela

consigo; como que está rabiando por tener chiquillos y el Señor no se los quiere dar. Mal hecho,

¿verdad? Pues los hijos deben ser para los ricos y no para los pobres, que no los pueden mantener".


Fortunata se manifestó conforme con estas ideas. Algo había oído ella contar del desmedido afán

de aquella señora por tener hijos; pero Mauricia le dijo algo más, contándole también el caso del

Pituso, a quien Jacinta quiso recoger creyéndolo hijo de su marido y de la propia Fortunata. Tal

efecto hizo en esta la historia de aquel increíble caso de delirio maternal y de pasión no

satisfecha, que estuvo tres días sin poder apartarlo del pensamiento.




- IV -


Desde el corredor alto se veía parte del Campo de Guardias, el Depósito de aguas del Lozoya, el

cementerio de San Martín y el caserío de Cuatro Caminos, y detrás de esto los tonos severos del

paisaje de la Moncloa y el admirable horizonte que parece el mar, líneas ligeramente onduladas, en

cuya aparente inquietud parece balancearse, como la vela de un barco, la torre de Aravaca o de

Húmera. Al ponerse el sol, aquel magnífico cielo de Occidente se encendía en espléndidas llamas, y

después de puesto, apagábase con gracia infinita, fundiéndose en las palideces del ópalo. Las

recortadas nubes oscuras hacían figuras extrañas, acomodándose al pensamiento o a la melancolía de

los que las miraban, y cuando en las calles y en las casas era ya de noche, permanecía en aquella

parte del cielo la claridad blanda, cola del día fugitivo, la cual lentamente también se iba.


Estas hermosuras se ocultarían completamente a la vista de Filomenas y Josefinas cuando

estuviera concluida la iglesia en que se trabajaba constantemente. Cada día, la creciente masa de

ladrillos tapaba una línea de paisaje. Parecía que los albañiles, al poner cada hilada, no

construían, sino que borraban. De abajo arriba, el panorama iba desapareciendo como un mundo que

se anega. Hundiéronse las casas del paseo de Santa Engracia, el Depósito de aguas, después el

cementerio. Cuando los ladrillos rozaban ya la bellísima línea del horizonte, aún sobresalían las lejanas

torres de Húmera y las puntas de los cipreses del Campo Santo. Llegó un día en que las recogidas se

alzaban sobre las puntas de los pies o daban saltos para ver algo más y despedirse de aquellos

amigos que se iban para siempre. Por fin la techumbre de la iglesia se lo tragó todo, y sólo se pudo

ver la claridad del crepúsculo, la cola del día arrastrada por el cielo.


Pero si ya no se veía nada, se oía, pues el tiqui tiqui del taller de canteros parecía formar parte de

la atmósfera que rodeaba el convento. Era ya un fenómeno familiar, y los domingos, cuando cesaba,

la falta de aquella música era para todas las habitantes de la casa la mejor apreciación de día de

fiesta. Los domingos, empezaba a oírse desde las dos el tambor que ameniza el Tío Vivo y balancines

que están junto al Depósito de aguas. Este bullicio y el de la muchedumbre que concurre a los

merenderos de los Cuatro Caminos y de Tetuán, duraba hasta muy entrada la noche. Mucho molestó

en los primeros tiempos a algunas monjas el tal tamboril, no sólo por la pesadez de su

toque, sino por la idea de lo mucho que se peca al son de aquel mundano instrumento. Pero se fueron

acostumbrando, y por fin lo mismo oían el rumor del Tío Vivo los domingos, que el de los

picapedreros los días de labor. Algunas tardes de día de fiesta, cuando las recogidas se paseaban por

la huerta o el patio, la tolerancia de las madres llegaba hasta el extremo de permitirles bailar una

chispita, con decencia se entiende, al son de aquellas músicas populares. ¡Cuántas memorias

evocadas, cuántas sensaciones reverdecidas en aquellos poquitos compases y vueltas de las pobres

reclusas! ¡Qué recuerdo tan vivo de las polkas bailadas con horteras en el salón de la Alhambra, de

tarde, levantando mucho polvo del piso, las manos muy sudadas y chupando caramelos revenidos! Y

lo peor de todo y lo que en definitiva las había perdido era que aquellos benditos horteras iban todos

con buen fin. El buen fin precisamente, disculpando los malos medios, era la más negra. Porque

después, ni fin ni principio ni nada más que vergüenza y miseria.


La monja que más empeñadamente abogaba porque se las dejase zarandearse un ratito era Sor

Marcela, que por su cojera y su facha parecía incapaz de apreciar el sentimiento estético de la danza.

Pero la mujer aquella con su aplastada cara japonesa, sabía mucho del mundo y de las

pasiones humanas, tenía el corazón rebosando tolerancia y caridad, y sostenía esta tesis: que la

privación absoluta de los apetitos alimentados por la costumbre más o menos viciosa, es el peor de

los remedios, por engendrar la desesperación, y que para curar añejos defectos es conveniente

permitirlos de vez en cuando con mucha medida.


Un día sorprendió a Mauricia en la carbonera fumándose un cigarrillo, cosa ciertamente fea e

impropia de una mujer. La coja no se apresuró a quitarle el cigarro de la boca, como parecía natural.

Sólo le dijo: "¡Qué cochina eres! No sé cómo te puede gustar eso. ¿No te mareas?". Mauricia se

reía; y cerrando fuertemente un ojo porque el humo se le había metido en él, miró a la monja con el

otro, y alargándole el cigarro, le dijo: "Pruebe, señora". ¡Cosa inaudita! Sor Marcela dio una

chupada y después arrojó el cigarro, haciendo ascos, escupiendo mucho y poniendo una cara tan fea

como la de esos fetiches monstruosos de las idolatrías malayas. Mauricia lo recogió y siguió

chupando, alternando un ojo con otro en el cerrarse y en el mirar. Después hablaron de la

procedencia del pitillo. La otra no quería confesarlo; pero la madrecita, que sabía tanto, le dijo: "Los

albañiles te lo han tirado desde la obra. No lo niegues. Ya te vi haciéndoles garatusas. Si la Superiora

sabe que andas en telégrafos con los albañiles, buena te la arma... y con razón. Tira ya el

tabacazo, indecente... ¡Ay, qué asco! Me ha dejado la boca perdida. No comprendo cómo os puede

gustar ese ardor, ese picor de mil demonios. Los hombres, como si no tuvieran bastantes vicios, los

inventan cada día...". Mauricia tiró el cigarro y apagolo con el pie.


Fortunata, al mes de estar allí, tuvo otra amiga con quien intimó bastante. Doña Manolita era

señora en regla, puesto que era casada, ayudaba a las monjas en las clases de lectura y escritura, y

ponía un empeño particular en enseñar a Fortunata, de lo que principalmente vino su amistad.

Permitían las madres a aquella recogida cierta latitud en la observancia de las reglas; se la dejaba sola

con una o dos filomenas durante largo rato, bien en la sala de estudio, bien en la huerta; se le

permitía ir al departamento de Josefinas, y como tenía habitación aparte y pagaba buena pensión,

gozaba de más comodidad que sus compañeras de encierro.


Fortunata y ella, una vez que se conocieron, no tardaron en referirse sus respectivas historias. La

que ya conocemos salió descarnada; pero Manolita adornó la suya tanto y de tal modo la quiso hacer

patética, que no la conocería nadie. Según su relato, no había pecado, todo había sido pura

equivocación; pero su marido, que era muy bruto y tenía la culpa, sí, él tenía la culpa, de

las equivocaciones, o si se quiere, malas tentaciones de ella, la había metido allí sin andarse con

rodeos. Como aquella señora había ocupado una regular posición, contaba con embeleso cosas del

mundo y sus pompas, de los saraos a que asistía, de los muchos y buenos vestidos que usaba.

Porque su marido era comerciante de novedades, hombre inferior a ella por el nacimiento; como que

su papá era oficial primero de la Dirección de la Deuda. Oyendo estas ponderaciones orgullosas,

Fortunata se echaba a pensar qué cosa tan empingorotada sería aquel destino del papá de su amiga.


Pero lo mejor fue que en la conversación salió de repente una cosa interesantísima. Manolita

conocía a los de Santa Cruz. ¡Vaya!, si su marido, Pepe Reoyos, era íntimo, pero íntimo, de D.

Baldomero. Y ella, la propia Manolita, visitaba mucho a doña Bárbara. De aquí saltó la conversación

a hablar de Jacinta. ¡Ah! Jacinta era una mujer muy mona: lo tenía todo, bondad, belleza, talento y

virtud. El danzante de Juan no merecía tal joya, por ser muy dado a picos pardos. Pero fuera de esto,

era un excelente chico, y muy simpático, pero mucho.


"Ya sabrá usted -dijo luego-, que cayó malo con pulmonía en Febrero de este año. Por poco se

muere. En esta casa, que debe mucha protección a los señores de Santa Cruz, pusieron al

Señor de Manifiesto, y cuando estuvo fuera de peligro, Jacinta costeó unas funciones solemnes.

Como que vino el obispo auxiliar a decirnos la misa...".


-¿De veras?... tie gracia.


-Como usted lo oye. ¡Lo que usted se perdió! Jacinta es una de las señoras que más han ayudado

a sostener esta casa. Ya se ve, como no tiene hijos... no sabe en qué gastar el dinero. ¿Se ha fijado

usted en aquellos grandes ramos, monísimos, con flores de tisú de oro y hojas de plata?


-Sí -replicó Fortunata que atendía con toda su alma-. ¡Los que se pusieron en el altar el día de

Pentecostés!


-Los mismos. Pues los regaló Jacinta. Y el manto de la Virgen, el manto de brocado con ramos...

¡qué mono!, también es donativo suyo, en acción de gracias por haberse puesto bueno su marido.


Fortunata lanzó una exclamación de pasmo y maravilla. ¡Cosa más rara! ¡Y ella había tenido en su

mano, días antes, para limpiarle unas gotas de cera, aquel mismo manto que había servido para pagar,

digámoslo así, la salvación del chico de Santa Cruz! Y no obstante, todo era muy natural, sólo que a

ella se le revolvían los pensamientos y le daba qué pensar, no el hecho en sí, sino la casualidad, eso

es, la casualidad, el haber tenido en su mano objetos relacionados, por medio de una

curva social, con ella misma, sin que ella misma lo sospechara.


-Pues no sabe usted lo mejor -añadió Manolita, gozándose en el asombro de la otra, el cual más

bien parecía espanto-. La custodia, sabe usted, la custodia en que se pone al propio Dios, también

vino de allá. Fue regalo de Barbarita, que hizo promesa de ofrecerla a estas monjas si su hijo se ponía

bueno. No vaya usted a creer que es de oro; es de plata sobredorada; pero muy mona, ¿verdad?


Fortunata tenía sus pensamientos tan en lo hondo, que no paró mientes en la increíble tontería de

llamar mona a una custodia.




- V -


Y no pudo en muchos días apartar de su pensamiento las cosas que le refirió doña Manolita que,

entre paréntesis, no acababa de serle simpática, y lo que más metida en reflexiones la traía no era

precisamente que aquellos hechos de regalar la custodia y el manto se hubieran verificado, sino la

casualidad... "Tie gracia". Si hubiera ella ido al convento algunos días antes, habría asistido a la

solemne misa, con obispo y todo, que se dijo en acción de gracias por haberse puesto bueno el tal...

Esto tenía más gracia. Y por su parte Fortunata, que sabía perdonar las ofensas, no

habría tenido inconveniente en unir sus votos a los de todo el personal de la casa... Esto tenía más

gracia todavía.


Pero lo que produjo en su alma inmenso trastorno fue el ver a la propia Jacinta, viva, de carne y

hueso. Ni la conocía ni vio nunca su retrato; pero de tanto pensar en ella había llegado a formarse una

imagen que, ante la realidad, resultó completamente mentirosa. Las señoras que protegían la casa

sosteniéndola con cuotas en metálico o donativos, eran admitidas a visitar el interior del convento

cuando quisieren; y en ciertos días solemnes se hacía limpieza general y se ponía toda la casa como

una plata, sin desfigurarla ni ocultar las necesidades de ella, para que las protectoras vieran bien a qué

orden de cosas debían aplicar su generosidad. El día de Corpus, después de misa mayor, empezaron

las visitas que duraron casi toda la tarde. Marquesas y duquesas, que habían venido en coches

blasonados, y otras que no tenían título pero sí mucho dinero, desfilaron por aquellas salas y pasillos,

en los cuales la dirección fanática de Sor Natividad y las manos rudas de las recogidas habían hecho

tales prodigios de limpieza que, según frase vulgar, se podía comer en el suelo sin necesidad de

manteles. Las labores de bordado de las Filomenas, las planas de las Josefinas y otros

primores de ambas estaban expuestos en una sala, y todo era plácemes y felicitaciones.

Las señoras entraban y salían, dejando en el ambiente de la casa un perfume mundano que algunas

narices de reclusas aspiraban con avidez. Despertaban curiosidad en los grupos de muchachas los

vestidos y sombreros de toda aquella muchedumbre elegante, libre, en la cual había algunas, justo es

decirlo, que habían pecado mucho más, pero muchísimo más que la peor de las que allí estaban

encerradas. Manolita no dejó de hacer al oído de su amiga esta observación picante. En medio de

aquel desfile vio Fortunata a Jacinta, y Manolita (marcando esta sola excepción en su crítica social),

cuidó de hacerle notar la gracia de la señora de Santa Cruz, la elegancia y sencillez de su traje, y

aquel aire de modestia que se ganaba todos los corazones. Desde que Jacinta apareció al extremo del

corredor, Fortunata no quitó de ella sus ojos, examinándole con atención ansiosa el rostro y el andar,

los modales y el vestido. Confundida con otras compañeras en un grupo que estaba a la puerta del

comedor, la siguió con sus miradas, y se puso en acecho junto a la escalera para verla de cerca

cuando bajase, y se le quedó, por fin, aquella simpática imagen vivamente estampada en la memoria.


La impresión moral que recibió la samaritana era tan compleja, que ella misma no se

daba cuenta de lo que sentía. Indudablemente su natural rudo y apasionado la llevó en el primer

momento a la envidia. Aquella mujer le había quitado lo suyo, lo que, a su parecer, le pertenecía de

derecho. Pero a este sentimiento mezclábase con extraña amalgama otro muy distinto y más

acentuado. Era un deseo ardentísimo de parecerse a Jacinta, de ser como ella, de tener su aire, su

aquel de dulzura y señorío. Porque de cuantas damas vio aquel día, ninguna le pareció a Fortunata

tan señora como la de Santa Cruz, ninguna tenía tan impresa en el rostro y en los ademanes la

decencia. De modo que si le propusieran a la prójima, en aquel momento, transmigrar al cuerpo de

otra persona, sin vacilar y a ojos cerrados habría dicho que quería ser Jacinta.


Aquel resentimiento que se inició en su alma iba trocándose poco a poco en lástima, porque

Manolita le repitió hasta la saciedad que Jacinta sufría desdenes y horribles desaires de su marido.

Llegó a sentar como principio general que todos los maridos quieren más a sus mujeres eventuales

que a las fijas, aunque hay excepciones. De modo que Jacinta, al fin y al cabo y a pesar del

Sacramento, era tan víctima como Fortunata. Cuando esta idea se cruzó entre una y otra, el rencor de

la pecadora fue más débil y su deseo de parecerse a aquella otra víctima más intenso.


En los días sucesivos figurábase que seguía viéndola o que se iba a aparecer por cualquier puerta

cuando menos lo esperase... El mucho pensar en ella la llevó, al amparo de la soledad del convento, a

tener por las noches ensueños en que la señora de Santa Cruz aparecía en su cerebro con el relieve

de las cosas reales. Ya soñaba que Jacinta se le presentaba a llorarle sus cuitas y a contarle las

perradas de su marido, ya que las dos cuestionaban sobre cuál era más víctima; ya, en fin, que

transmigraban recíprocamente, tomando Jacinta el exterior de Fortunata y Fortunata el exterior de

Jacinta. Estos disparates recalentaban de tal modo el cerebro de la reclusa, que despierta seguía

imaginando desvaríos del mismo si no de mayor calibre.


Cortaban estas cavilaciones las visitas de Maximiliano todos los jueves y domingos, entre las

cuatro y seis de la tarde. Veía la joven con gusto llegar la ocasión de aquellas visitas, las deseaba y las

esperaba, porque Maximiliano era el único lazo efectivo que con el mundo tenía, y aunque el

sentimiento religioso conquistara algo en ella, no la había desligado de los intereses y afectos

mundanos. Por esta parte bien podía estar tranquilo el bueno de Rubín, porque ni una sola vez, en los

momentos de mayor fervor piadoso, le pasó a la pecadora por el magín la idea de volverse santa a

machamartillo. Veía, pues, a Maximiliano con gusto, y aun se le hacían cortas las horas

que en su compañía pasaba hablando de doña Lupe y de Papitos, o haciendo cálculos honestos

sobre sucesos que habían de venir. Cierto que físicamente el apreciable chico le desagradaba; pero

también es verdad que se iba acostumbrando a él, que sus defectos no le parecían ya tan grandes y

que la gratitud iba ahondando mucho en su alma. Si hacía examen de corazón, encontraba que en

cuestión de amor a su redentor había ganado muy poco; pero el aprecio y estimación eran

seguramente mayores, y sobre todo, lo que había crecido y fortalecídose en su pensamiento era la

conveniencia de casarse para ocupar un lugar honroso en el mundo. A ratos se preguntaba con

sinceridad de dónde y cómo le había venido el fortalecimiento de aquella idea; mas no acertaba a

darse respuesta. ¿Era quizás que el silencio y la paz de aquella vida hacían nacer y desarrollarse en

ella la facultad del sentido común? Si era así, no se daba cuenta de semejante fenómeno, y lo único

que su rudeza sabía formular era esto: "Es que de tanto pensar me ha entrado talento, como a

Maximiliano le entró de tanto quererme, y este talento es el que me dice que me debo casar, que seré

tonta de remate si no me caso".


Feliz entre todos los mortales se creía el buen estudiante de Farmacia, viendo que su

querida no rechazaba la idea de dar por concluida la cuarentena y apresurar el casamiento. Sin duda

estaba ya su alma más limpia que una patena. Lo malo era que el tontaina de Nicolás, a los cinco

meses de estar la pobre chica en el convento, decía que no era bastante y que por lo menos debían

esperar al año. Maximiliano se ponía furioso, y doña Lupe, consultada sobre el particular, dio su

dictamen favorable a la salida. Aunque dos o tres veces, llevada por su sobrino había visitado al

basilisco, no había podido averiguar si estaba ya bien despercudida de las máculas de marras, pero

ella quería ejercitar, como he dicho antes, su facultad educatriz, y todo lo que se tardase en tener a

Fortunata bajo su jurisdicción, se detenía el gran experimento. Desconfiaba algo la buena señora de la

eficacia de los institutos religiosos para enderezar a la gente torcida. Lo que allí aprendían, decía, era

el arte de disimular sus resabios con formas hipócritas. En el mundo, en el mundo, en medio de las

circunstancias es donde se corrigen los defectos, bajo una dirección sabia. Muy santo y muy bueno

que al raquitismo se apliquen los reconstituyentes; pero doña Lupe opinaba que de nada valen estos si

no van acompañados del ejercicio al aire libre y de la gimnasia, y esto era lo que ella quería aplicar, el

mundo, la vida y al mismo tiempo principios.




- VI -


Con las Josefinas no tenía Fortunata relación alguna. Eran todas niñas de cinco a diez o doce

años, que vivían aparte ocupando las habitaciones de la fachada. Comían antes que las otras en el

mismo comedor, y bajaban a la huerta a hora distinta que las Filomenas. Toda la mañana estaban las

niñas diciendo a coro sus lecciones, con un chillar cadencioso y plañidero que se oía en toda la casa.

Por la tarde cantaban también la doctrina. Para ir a la iglesia, salían de su departamento

procesionalmente, de dos en dos, con su pañuelo negro a la cabeza, y se ponían a los lados del

presbiterio capitaneadas por las dos monjas maestras.


Como Fortunata hacía cada día nuevas relaciones de amistad entre las Filomenas, debo

mencionar aquí a dos de estas, quizás las más jóvenes, que se distinguían por la exageración de sus

manifestaciones religiosas. Una de ellas era casi una niña, de tipo finísimo, rubia, y tenía muy bonita

voz. Cantaba en el coro los estribillos de muy dudoso gusto con que se celebraba la presencia del

Dios Sacramentado. Llamábase Belén, y en el tiempo que allí había pasado dio pruebas inequívocas

de su deseo de enmienda. Sus pecados no debían de ser muchos, pues era muy joven; pero fueran

como se quiera, la chica parecía dispuesta a no dejar en su alma ni rastro de ellos, según

la vida de perros que llevaba, las atroces penitencias que hacía y el frenesí con que se consagraba a

las tareas de piedad. Decíase que había sido corista de zarzuela, pasando de allí a peor vida, hasta

que una mano caritativa la sacó del cieno para ponerla en aquel seguro lugar. Inseparable de esta era

Felisa, de alguna más edad, también de tipo fino y como de señorita, sin serlo. Ambas se juntaban

siempre que podían, trabajaban en el mismo bastidor y comían en el propio plato, formando pareja

indisoluble en las horas de recreo. La procedencia de Felisa era muy distinta de la de su amiguita. No

había pertenecido al teatro más que de una manera indirecta, por ser doncella de una actriz famosa, y

en el teatro tuvo también su perdición. Llevola a las Micaelas doña Guillermina Pacheco, que la cazó,

puede decirse, en las calles de Madrid, echándole una pareja de Orden Público, y sin más razón que

su voluntad, se apoderó de ella. Guillermina las gastaba así, y lo que hizo con Felisa habíalo hecho

con otras muchas, sin dar explicaciones a nadie de aquel atentado contra los derechos individuales.


Si querían ver incomodadas a Felisa y Belén, no había más que hablarles de volver al mundo. ¡De

buena se habían librado! Allí estaban tan ricamente, y no se acordaban de lo que dejaron

atrás más que para compadecer a las infelices que aún seguían entre las uñas del demonio. No había

en toda la casa, salvo las monjas, otras más rezonas. Si las dejaran, no saldrían de la capilla en todo

el día. Los largos ejercicios piadosos de las distintas épocas del año, como octava de Corpus,

sermones de Cuaresma, flores de María, les sabían siempre a poco. Belén ponía con tanto calor sus

facultades musicales al servicio de Dios, que cantaba coplitas hasta quedarse ronca, y cantaría hasta

morir. Ambas confesaban a menudo y hacían preguntas al capellán sobre dudas muy sutiles de la

conciencia, pareciéndose en esto a los estudiantes aplicaditos que acorralan al profesor a la salida de

clase para que les aclare un punto difícil. Las monjas estaban contentas de ellas, y aunque les

agradaba ver tanta piedad, como personas expertas que eran y conocedoras de la juventud, vigilaban

mucho a la pareja, cuidando de que nunca estuviese sola. Felisa y Belén, juntas todo el día, se

separaban por las noches, pues sus dormitorios eran distintos. Las madres desplegaban un celo

escrupuloso en separar durante las horas de descanso a las que en las de trabajo propendían a

juntarse, obedeciendo las naturales atracciones de la simpatía y de la congenialidad.


Los lazos de afecto que unían a Fortunata con Mauricia eran muy extraños, porque a la

primera le inspiraba terror su amiga cuando estaba en el ataque; enojábanla sus audacias, y sin

embargo, algún poder diabólico debía de tener la Dura para conquistar corazones, pues la otra

simpatizaba con ella más que con las demás y gustaba extraordinariamente de su conversación íntima.

Cautivábale sin duda su franqueza y aquella prontitud de su entendimiento para encontrar razones que

explicaran todas las cosas. La fisonomía de Mauricia, su expresión de tristeza y gravedad, aquella

palidez hermosa, aquel mirar profundo y acechador la fascinaban, y de esto procedía que la tuviese

por autoridad en cuestiones de amores y en la definición de la moral rarísima que ambas profesaban.

Un día las pusieron a lavar en la huerta. Estaban en traje de mecánica, sin tocas, sintiendo con gusto

el picor del sol y el fresco del aire sobre sus cuellos robustos. Fortunata hizo a su amiga algunas

confidencias acerca de su próxima salida y de la persona con quien iba a casarse.


"No me digas más, chica... te conviene, te conviene. ¡Peines y peinetas! A doña Lupe la conozco

como si la hubiera parido. Cuando la veas, pregúntale por Mauricia la Dura, y verás cómo me pone

en las nubes. ¡Ah!, ¡cuánta guita le he llevado! A mí me llaman la dura; pero a ella debieran llamarla

la apretada. Chica, es así... (diciendo esto mostraba a su amiga el puño fuertemente

cerrado). Pero es mujer de mucho caletre y que se sabe timonear. ¿Qué te crees tú? Tiene millones

escondidos en el Banco y en el Monte. ¡Digo! Si sabe más que Cánovas esa tía. Al sobrino le he

visto algunas veces. Oí que es tonto y que no sirve para nada. Mejor para ti; ni de encargo, chica. No

podías pedir a Dios que te cayera mejor breva. Tú bien puedes hacer caso de lo que yo te diga, pues

tengo yo mucha linterna... amos, que veo mucho. Créelo porque yo te lo digo: si tu marido es un

alilao, quiere decirse, si se deja gobernar por ti y te pones tú los pantalones, puedes cantar el aleluya,

porque eso y estar en la gloria es lo mismo. Hasta para ser mismamente honrada te conviene".


En el vivo interés que este diálogo tenía para las dos mujeres, a veces los cuatro vigorosos brazos

metidos en el agua se detenían, y las manos enrojecidas dejaban en paz por un momento el envoltorio

de ropa anegada, que chillaba con los hervores del jabón. Puestas una frente a otra a los dos lados de

la artesa, mirábanse cara a cara en aquellos cortos intervalos de descanso, y después volvían con

furor al trabajo sin parar por eso la lengua.


"Hasta para ser honrada -repitió Fortunata, echando todo el peso de su cuerpo sobre las manos,

para estrujar el rollo de tela como si lo amasara-. De eso no se hable, porque hazte

cuenta... yo, una vez que me case, honrada tengo que ser. No quiero más belenes".


-Sí, es lo mejor para vivir una... tan ancha -dijo Mauricia-. Pero a saber cómo vienen las cosas...

porque una dice: "esto deseo", y después se pone a hacerlo y ¡tras!, lo que una quería que saliera pez

sale rana. Tú estás en grande, chica, y te ha venido Dios a ver. Puedes hacer rabiar al chico de Santa

Cruz, porque en cuanto te vea hecha una persona decente se ha de ir a ti como el gato a la carne.

Créetelo porque te lo digo yo.


-Quita, quita; si él no se acuerda ya ni del santo de mi nombre.


-Paices boba, ¿qué apuestas a que en cuanto te echen el Sacramento, pierde pie...? No conoces

tú el peine.


-Verás cómo no pasa eso.


-¿Qué apuestas? Sí, porque creerás que ahora mismo no te anda rondando. Como si lo viera. ¡Y

me harás creer tú a mí que no piensas en él!... Cuando una está encerrada entre tanta cosa de

religión, misa va y misa viene, sermón por arriba y sermón por abajo, mirando siempre a la custodia,

respirando tufo de monjas, vengan luces y tira de incensario, paice que le salen a una de entre sí

todas las cosas malas o buenas que ha pasado en el mundo, como las hormigas salen del agujero

cuando se pone el Sol, y la religión lo que hace es refrescarle a una la entendedera y

ponerle el corazón más tierno.


Alentada por esta declaración arrancose Fortunata a revelar que, en efecto, pensaba algo, y que

algunas noches tenía sueños extravagantes. A lo mejor soñaba que iba por los portales de la calle de

la Fresa y ¡plan!, se le encontraba de manos a boca. Otras veces le veía saliendo del Ministerio de

Hacienda. Ninguno de estos sitios tenía significación en sus recuerdos. Después soñaba que era ella la

esposa y Jacinta la querida del tal, unas veces abandonada, otras no. La manceba era la que deseaba

los chiquillos y la esposa la que los tenía. "Hasta que un día... me daba tanta lástima que le dije, digo:

'Bueno, pues tome usted una criatura para que no llore más'".


-¡Ay, qué salado! -exclamó Mauricia-. Es buen golpe. Lo que una sueña tiene su aquel.


-¡Vaya unos disparates! Como te lo digo, me parecía que lo estaba viendo. Yo era la señora por

delante de la Iglesia, ella por detrás, y lo más particular es que yo no le tenía tirria, sino lástima,

porque yo paría un chiquillo todos los años, y ella... ni esto... A la noche siguiente volvía a soñar lo

mismo, y por el día a pensarlo. ¡Vaya unas papas! ¿Qué me importa que la Jacinta beba los vientos

por tener un chiquillo sin poderlo conseguir, mientras que yo?...


-Mientras que tú los tienes siempre y cuando te dé la gana. Dilo tonta, y no te acobardes.


-Quiere decirse que ya lo he tenido y bien podría volverlo a tener.


-¡Claro! Y que no rabiará poco la otra cuando vea que lo que ella no puede, para ti es coser y

cantar... Chica, no seas tonta, no te rebajes, no le tengas lástima, que ella no la tuvo de ti cuando te

birló lo que era tuyo y muy tuyo... Pero a la que nace pobre no se la respeta, y así anda este mundo

pastelero. Siempre y cuando puedas darle un disgusto, dáselo, por vida del santísimo peine... Que no

se rían de ti porque naciste pobre. Quítale lo que ella te ha quitado, y adivina quién te dio.


Fortunata no contestó. Estas palabras y otras semejantes que Mauricia le solía decir, despertaban

siempre en ella estímulos de amor o desconsuelos que dormitaban en lo más escondido de su alma.

Al oírlas, un relámpago glacial le corría por todo el espinazo, y sentía que las insinuaciones de su

compañera concordaban con sentimientos que ella tenía muy guardados, como se guardan las armas

peligrosas.




- VII -


Sorprendidas por una monja en esta sabrosa conversación que las hacía desmayar en el trabajo,

tuvieron que callarse. Mauricia dio salida al agua sucia, y Fortunata abrió el grifo para

que se llenara la artesa con el agua limpia del depósito de palastro. Creeríase que aquello simbolizaba

la necesidad de llevar pensamientos claros al diálogo un tanto impuro de las dos amigas. La artesa

tardaba mucho en llenarse, porque el depósito tenía poca agua. El gran disco que transmitía a la

bomba la fuerza del viento, estaba aquel día muy perezoso, moviéndose tan sólo a ratos con indolente

majestad; y el aparato, después de gemir un instante como si trabajara de mala gana, quedaba

inactivo en medio del silencio del campo. Ganas tenían las dos recogidas de seguir charlando; pero la

monja no las dejaba y quiso ver cómo aclaraban la ropa. Después las amigas tuvieron que separarse,

porque era jueves y Fortunata había de vestirse para recibir la visita de los de Rubín. Mauricia se

quedó sola tendiendo la ropa.


Maximiliano dijo categóricamente aquella tarde que por acuerdo de la familia y con asentimiento

de la Superiora, en el próximo mes de Setiembre se daría por concluida la reclusión de Fortunata, y

esta saldría para casarse. Las madres no tenían queja de ella y alababan su humildad y obediencia.

No se distinguía, como Belén y Felisa, por su ardiente celo religioso, lo que indicaba falta de vocación

para la vida claustral; pero cumplía sus deberes puntualmente, y esto bastaba. Había

adelantado mucho en la lectura y escritura, y se sabía de corrido la doctrina cristiana, con cuya luz las

Micaelas reputaban a su discípula suficientemente alumbrada para guiarse en los senderos rectos o

tortuosos del mundo; y tenían por cierto que la posesión de aquellos principios daba a sus alumnas

increíble fuerza para hacer frente a todas las dudas. En esto hay que contar con la índole, con el

esqueleto espiritual, con esa forma interna y perdurable de la persona, que suele sobreponerse a

todas las transfiguraciones epidérmicas producidas por la enseñanza; pero con respecto a Fortunata,

ninguna de las madres, ni aun las que más de cerca la habían tratado, tenían motivos para creer que

fuera mala. Considerábanla de poco entendimiento, docilota y fácilmente gobernable. Verdad que en

todo lo que corresponde al reino inmenso de las pasiones, las monjas apenas ejercitaban su facultad

educatriz, bien porque no conocieran aquel reino, bien porque se asustaran de asomarse a sus

fronteras.


Debe decirse que aquella tarde, cuando Maximiliano habló a su futura de próxima salida, los

sentimientos de ella experimentaron un retroceso. ¡Salir, casarse!... En aquel instante parecíale su

dichoso novio más antipático que nunca, y advirtió con miedo que aquellas regiones magníficas de la

hermosura del alma no habían sido descubiertas por ella en la soledad y santidad de las

Micaelas, como le anunciara Nicolás Rubín, a pesar de haber rezado tanto y de haber oído

tantismos sermones. Porque lo que el capellán decía en el púlpito era que debemos hacer todo lo

posible para salvarnos, que seamos buenos y que no pequemos; también decía que se debe amar a

Dios sobre todas las cosas y que Dios es hermosismo en sí y tal como el alma le ve; pero a ella se le

figuraba que por bajo de esto quedaba libre el corazón para el amor mundano, que este entra por los

ojos o por la simpatía, y no tiene nada que ver con que la persona querida se parezca o no se parezca

a los santos. De este modo caía por tierra toda la doctrina del cura Rubín, el cual entendía tanto de

amor como de herrar mosquitos.


En resumen, que los sentimientos de la prójima hacia su marido futuro no habían cambiado en

nada. No obstante, cuando Maximiliano le dijo que ya tenía elegida la casita que iba a alquilar y le

consultó acerca de los muebles que compraría, aquella presunción o sentimiento de su hogar honrado

despertó en el ánimo de Fortunata la dignidad de la nueva vida, se sintió impulsada hacia aquel

hombre que la redimía y la regeneraba. De este modo vino a mostrarse complacidísima con la salida

próxima, y dijo mil cosas oportunas acerca de los muebles, de la vajilla y hasta de la batería de

cocina.


Despidiéronse muy gozosos, y Fortunata se retiró con la mente hecha a aquel orden de ideas. ¡Un

hogar honrado y tranquilo!... ¡Si era lo que ella había deseado toda su vida!... ¡Si jamás tuvo afición

al lujo ni a la vida de aparato y perdición!... ¡Si su gusto fue siempre la oscuridad y la paz, y su

maldito destino la llevaba a la publicidad y a la inquietud!... ¡Si ella había soñado siempre con verse

rodeada de un corro chiquito de personas queridas, y vivir como Dios manda, queriendo bien a los

suyos y bien querida de ellos, pasando la vida sin afanes!... ¡Si fue lanzada a la vida mala por

despecho y contra su voluntad, y no le gustaba, no señor, no le gustaba!... Después de pensar mucho

en esto hizo examen de conciencia, y se preguntó qué había obtenido de la religión en aquella casa. Si

en lo tocante a prendarse de las guapezas del alma había adelantado poco, en otro orden algo iba

ganando. Gozaba de cierta paz espiritual, desconocida para ella en épocas anteriores, paz que sólo

turbaba Mauricia arrojando en sus oídos una maligna frase. Y no fue esto la única conquista, pues

también prendió en ella la idea de la resignación y el convencimiento de que debemos tomar las cosas

de la vida como vienen, recibir con alegría lo que se nos da, y no aspirar a la realización cumplida y

total de nuestros deseos. Esto se lo decía aquella misma claridad esencial, aquella idea

blanca que salía de la custodia. Lo malo era que en aquellas largas horas, a veces aburridas, que

pasaba de rodillas ante el Sacramento, la faz envuelta en un gran velo al modo de mosquitero, la

pecadora solía fijarse más en la custodia, marco y continente de la sagrada forma, que en la forma

misma, por las asociaciones de ideas que aquella joya despertaba en su mente.


Y llegaba a creerse la muy tonta que la forma, la idea blanca, le decía con familiar lenguaje

semejante al suyo: "No mires tanto este cerco de oro y piedras que me rodea, y mírame a mí que soy

la verdad. Yo te he dado el único bien que puedes esperar. Con ser poco, es más de lo que te

mereces. Acéptalo y no me pidas imposibles. ¿Crees que estamos aquí para mandar, verbi gracia,

que se altere la ley de la sociedad sólo porque a una marmotona como tú se le antoja? El hombre que

me pides es un señor de muchas campanillas y tú una pobre muchacha. ¿Te parece fácil que Yo haga

casar a los señoritos con las criadas o que a las muchachas del pueblo las convierta en señoras? ¡Qué

cosas se os ocurren, hijas! Y además, tonta, ¿no ves que es casado, casado por mi religión y en mis

altares?, ¡y con quién!, con uno de mis ángeles hembras. ¿Te parece que no hay más que enviudar a

un hombre para satisfacer el antojito de una corrida como tú? Cierto que lo que a mí me conviene,

como tú has dicho, es traerme acá a Jacinta. Pero eso no es cuenta tuya. Y supón que la

traigo, supón que se queda viudo. ¡Bah! ¿Crees que se va a casar contigo? Sí, para ti estaba. ¡Pues

no se casaría si te hubieras conservado honrada, cuanti más, sosona, habiéndote echado tan a

perder! Si es lo que Yo digo: parece que estáis locas rematadas, y que el vicio os ha secado la

mollera. Me pedís unos disparates que no sé cómo los oigo. Lo que importa es dirigirse a Mí con el

corazón limpio y la intención recta, como os ha dicho ayer vuestro capellán, que no habrá inventado

la pólvora; pero, en fin, es buen hombre y sabe su obligación. A ti, Fortunata, te miré con

indilugencia entre las descarriadas, porque volvías a Mí tus ojos alguna vez, y Yo vi en ti deseos de

enmienda; pero ahora, hija, me sales con que sí, serás honrada, todo lo honrada que Yo quiera,

siempre y cuando que te dé el hombre de tu gusto... ¡Vaya una gracia!... Pero en fin, no me quiero

enfadar. Lo dicho, dicho: soy infinitamente misericordioso contigo, dándote un bien que no mereces,

deparándote un marido honrado y que te adora, y todavía refunfuñas y pides más, más, más... Ved

aquí por qué se cansa Uno de decir que sí a todo... No calculan, no se hacen cargo estas

desgraciadas. Dispone Uno que a tal o cual hombre se le meta en la cabeza la idea de regenerarlas, y

luego vienen ellas poniendo peros. Ya salen con que ha de ser bonito, ya con que ha de

ser Fulano y si no, no. Hijas de mi alma, Yo no puedo alterar mis obras ni hacer mangas y capirotes

de mis propias leyes. ¡Para hombres bonitos está el tiempo! Con que resignarse, hijas mías, que por

ser cabras no ha de abandonaros vuestro pastor; tomad ejemplo de las ovejas con quien vivís; y tú,

Fortunata, agradéceme sinceramente el bien inmenso que te doy y que no te mereces, y déjate de

hacer melindres y de pedir gollerías, porque entonces no te doy nada y tirarás otra vez al monte. Con

que, cuidadito...".


Cuando las recogidas, al retirarse, se quitaban el velo, las más próximas a Fortunata notaron que

esta se sonreía.




- VIII -


Es cosa muy cargante para el historiador verse obligado a hacer mención de muchos pormenores

y circunstancias enteramente pueriles, y que más bien han de excitar el desdén que la curiosidad del

que lee, pues aunque luego resulte que estas nimiedades tienen su engranaje efectivo en la máquina de

los acontecimientos, no por esto parecen dignas de que se las traiga a cuento en una relación verídica

y grave. Ved, pues, por qué pienso que se han de reír los que lean aquí ahora que Sor Marcela tenía

miedo a los ratones; y no valdrá seguramente añadir que el miedo de la cojita era

grande, espantoso, ocasionado a desagradables incidentes y aun a derivaciones trágicas. Como ella

sintiera en la soledad de su celda el bulle bulle del maldecido animal, ya no pegaba los ojos en toda la

noche. Le entraba tal rabia, que no podía ni siquiera rezar, y la rabia, más que contra el ratón, era

contra Sor Natividad, que se había empeñado en que no hubiera gatos en el convento, porque el

último que allí existió no participaba de sus ideas en punto al aseo de todos los rincones de la casa.


En una de aquellas noches de Agosto le dio el diminuto roedor tanta guerra a la madrecita, que

esta se levantó al amanecer con la firmísima resolución de cazarlo y hacer el más terrible de los

escarmientos. Era tan insolente el tal, que después de ser día claro se paseaba por la celda muy

tranquilo y miraba a Sor Marcela con sus ojuelos negros y pillines. "Verás, verás -dijo esta

subiéndose con gran trabajo a la cama, porque la idea de que el ratón se acercase a uno de sus pies,

aunque fuera el de palo, causábale terror-, lo que es hoy no te escapas... déjate estar, que ya te

compondremos".


Llamó a Fortunata y a Mauricia, y en breves palabras las puso al corriente de la situación. Ambas

recogidas, particularmente la Dura, no querían otra cosa. O se apoderaban del enemigo, o no eran

ellas quienes eran. Bajó Sor Marcela a la iglesia, y las dos mujeres emprendieron su

campaña. No quedó trasto que no removieran, y para separar de su sitio la cómoda, que era

pesadísima, estuvieron haciendo esfuerzos varoniles cosa de un cuarto de hora, no acabando antes

porque la risa les cortaba las fuerzas. Por fin, tanto trabajaron que cuando Sor Marcela salió de la

iglesia, una monja le dio la feliz noticia de que el ratón había sido cogido. Subió la enana a su celda, y

la algazara de las recogidas le anunciaba por el camino las diabluras de Mauricia, que tenía el ratón

vivo en la mano y asustaba con él a sus compañeras.


Costó algún trabajo restablecer el orden y que Mauricia diese muerte a la víctima y la arrojase.

Sor Marcela dispuso que le volviesen a poner los trastos de la celda lo mismo que estaban, y acabose

el cuento del ratón.


El día siguiente fue uno de los más calurosos de aquel verano. En las habitaciones que caían al

Mediodía era imposible parar, porque faltaba el aire respirable. Donde quiera que daba el sol, el

ambiente seco, quieto y abrasado tostaba. Ni aun las ramas más altas de los árboles de la huerta se

movían, y el disco de Parson, inmóvil, miraba a la inmensidad como una pupila cuajada y moribunda.

De doce a tres, se suspendía todo trabajo en la casa, porque no había cuerpo ni espíritu que lo

resistiera. Algunas monjas se retiraban a su celda a dormir la siesta; otras se iban a la

iglesia que era lo más fresco de la casa, y sentadas en las banquetas, apoyando en la pared su

espalda, o rezaban con somnolencia, o descabezaban un sueñecillo.


Las Filomenas caían también rendidas de cansancio. Algunas se iban a sus dormitorios, y otras

tendíanse en el suelo de la sala de labores o de la escuela. Las monjas que las vigilaban permitían

aquella infracción a la regla, porque ellas tampoco podían resistir, y cerrando dulcemente sus ojos y

arrullándose en un plácido arrobo, conservaban en las facciones, como una careta, el mohín de la

maestra, cuya obligación es mantener la disciplina.


En la sala de escuela había dos o tres grupos de mujeres sentadas en los bancos, con la cabeza y

el busto descansando sobre las mesas. Algunas roncaban con estrépito. La monja se había dormido

también con la cabeza echada hacia atrás y la boca abierta. En una de las carpetas de estudio, dos

recogidas velaban: una era Belén, que leía en su libro de rezos, y la otra Mauricia la Dura, que tenía la

cabeza inclinada sobre la carpeta, apoyando la frente en un puño cerrado. Al principio, su vecina

Belén creyó que rezaba, porque oyó cierto murmullo y algún silabeo fugaz. Pero luego observó que lo

que hacía Mauricia era llorar.


"¿Qué tienes, mujer?" le dijo Belén, alzándole a viva fuerza la cabeza.


La pecadora no contestó nada; mas la otra pudo observar que su rostro estaba tan bañado en

lágrimas como si le hubiesen echado por la frente un cubo de agua, y sus ojos encendidos y aquella

grandísima humedad igualaban el rostro de Mauricia al de la Magdalena; así al menos lo vio Belén.

Tantas preguntas le hizo esta y tanto cariño le mostró, que al fin obtuvo respuesta de la pobre mujer

desolada, que no parecía tener consuelo ni hartarse nunca de llorar.


"¿Qué he de tener, desgraciada de mí? -exclamó al fin bebiéndose sus lágrimas-, sino que hoy, sin

saber por qué ni por qué no, me veo tal y como soy; soy mala, mala, más que mala, y se me vienen al

filo del pensamiento toditos los pecados que he cometido, desde el primero hasta el último...".


-Pues, hija -arguyó Belén con aquel sonsonete que había aprendido y que tan bien se acomodaba

a su figura angelical y a sus moditos insinuantes-, ten entendido que aunque tus crímenes fueran tantos

como las arenas de la mar, Dios te los perdonará si te arrepientes de ellos.


Oír esto Mauricia y dar un gran berrido y soltar otra catarata de lágrimas fue todo uno.


"No, no, no -murmuró luego entre sollozos tales que parecía que se ahogaba-. A mí

no me puede perdonar, a mí no, porque he sido muy arrastrada, pero mucho, y cuanto pecado hay,

chica, lo he cometido yo... Y si no, di uno, nómbrame el que quieras, y de seguro que lo tengo metido

aquí...".


-Qué cosas tienes, mujer -observó Belén muy apurada, acordándose de cuando fue corista y

representándose con terror el escenario de la Zarzuela-; otras han hecho también pecados feos, pero

los han llorado como tú, y cátalas perdonadas.


Mauricia tenía un pañuelo en la mano; pero con la humedad del lloro y del sudor era ya como una

pelota. Amasábalo en la mano y se lo pasaba por la angustiada frente.


"¿Pero cómo te ha dado así... tan de repente? -dijo la otra confusa. ¡Ah!, es que Dios toca en el

corazón cuando menos lo piensa una. Llora, hija, desahógate, y no te asustes... ¿Sabes lo que vas a

hacer? Mañana te confiesas... Puede que se te haya quedado algo por decir y confesar, porque

siempre se queda algo sin saber cómo, y esos pozos son lo que más atormenta... pues dilo todo,

rebaña bien... Así lo hice yo, y hasta que lo hice no tuve tranquilidad. Luego el perro de Satanás me

atormentaba por vengarse, y cuando empezaba la misa, a mí me parecía que alzaban el telón, y

cuando yo rompía a cantar, se me venía a la boca aquello de El Siglo, que dice: 'Somos

figurines vivos...'. Y un día por poco no lo suelto... Pillinadas del diablo; pero no podía conmigo ni

con mi fe, y tanto hice que lo metí en un puño, y ahora, que se atreva, ¿a que no se atreve?... Llora,

hija, llora todo lo que quieras, que Dios te iluminará y te dará su gracia".


Ni por esas. Mientras más consuelos le daba Belén, más inconsolable estaba la otra, y más

caudaloso era el río de sus lágrimas. Sor Antonia, la madre que gobernaba allí, se despertó, y para

disimular su descuido, dio una fuerte voz, sin incomodarse mucho con las durmientes y añadiendo que

hacía un calor horrible. Un instante después, Belén y la monja cuchichearon, sin duda a propósito de

Mauricia a quien miraban. Tenía Belén vara alta con las señoras, por su humildad y devoción y por la

diligencia con que iba a contarles cuanto hacían y decían sus compañeras.


Era domingo, y a las cuatro toda la comunidad entró en la iglesia donde había ejercicio y sermón.

Las Filomenas ocuparon su sitio detrás de las monjas, unas y otras con los velos por la cabeza. Las

Josefinas permanecían en la habitación que hacía de coro. Belén y las damas cantoras entonaban

inocentes romanzas, mientras duró el Manifiesto, en las cuales se decía que tenían el pecho ardiendo

en llamas de amor y otras candideces por el estilo. La que tocaba el harmonium hacía

en los descansos unos ritornellos muy cursis. Pero a pesar de estas profanaciones artísticas, la iglesita

estaba muy mona, como diría Manolita, apacible, misteriosa y relativamente fresca, inundada de la

fragancia de las flores naturales.


A Fortunata le tocó al lado Mauricia. Cuenta la que después fue señora de Rubín que en una

ocasión que miró a su compañera, hubo de observar al través del velo suyo y del de ella una

expresión tan particular que se quedó atónita. Mauricia, al entrar, lloraba; pero al cabo de un rato

más bien parecía reírse con contenida y satánica risa. Fortunata no pudo comprender el motivo de

esto, y creyó que la oscuridad del velo le desfiguraba la realidad de la cara de su pareja. Volvió a

mirar con disimulo, haciendo que se volvía para ahuyentar una mosca, y... ello podría ser ilusión, pero

los ojos de Mauricia parecían dos ascuas. En fin, todo sería aprensión.


Subió D. León Pintado al púlpito y echó un sermonazo lleno de los amaneramientos que el tal

usaba en su oratoria. Lo que aquella tarde dijo habíalo dicho ya otras tardes, y ciertas frases no se le

caían de la boca. Tronó, como siempre, contra los librepensadores, a quienes llamó apóstoles del

error unas mil y quinientas veces. Al salir de la iglesia, Fortunata echó, como de costumbre, una

mirada al público, que estaba tras de la verja de madera, y vio a Maximiliano, que no

faltaba ningún domingo a aquella amorosa cita muda. Le vio con simpatía. Notaba gozosa que

empezaban a perder valor ante sus ojos los defectos físicos del apreciable joven. ¡Si serían aquellos

los brotes del amor por la hermosura del alma! Lo que más consolaba a Fortunata era la esperanza

cada día más firme, porque el capellán se lo había dicho no pocas veces en el confesonario, de que

cuando se casase y viviese santamente con su marido a la sombra de las leyes divinas y humanas, le

había de amar; pero no así de cualquier modo, sino con verdadero calor y arranque del alma.

También le decía esto la forma, la idea blanca encerrada en la custodia.




- IX -


Llegada la noche, y recogidas las Josefinas a su dormitorio, las madres permitieron que las

Filomenas estuvieran en la huerta hasta más tarde de lo reglamentario, por ver si salía un poco de

fresco. Eran ya las nueve, y la tierra abrasaba; el aire no se movía; las estrellas parecían más próximas

según el fulgor vivísimo con que brillaban, y veíase entre las grandes y medianas mayor número, al

parecer, de las pequeñitas, tantas, tantas que era como un polvo de plata esparcido sobre aquel azul

intensísimo. La luna nueva se puso temprano, bajando al horizonte como una hoz,

rodeada de aureola blanquecina que anunciaba más calor para el día siguiente.


Las recogidas formaban diferentes grupos sentadas en el suelo y en la escalera de madera que

comunica el corredor principal con la huerta, y se quitaban las tocas para disminuir el calor de la piel.

Algunas miraban el motor de viento que seguía inmóvil. Al borde del estanque que está al pie del

aparato, había tres mujeres, Fortunata, Felisa y doña Manolita, sentadas sobre el muro de ladrillo,

gozando de la frescura del agua próxima. Aquel era el mejor sitio; pero no lo decían, porque el

egoísmo les hacía considerar que si se enracimaban allí todas las mujeres, el escaso fresco del agua se

repartiría más y tocarían a menos. En el opuesto lado de la huerta, que era el sitio más apartado y feo,

había un tinglado, bajo el cual se veían tiestos vacíos o rotos, un montón de mantillo que parecía café

molido, dos carretillas, regaderas y varios instrumentos de jardinería. En otro tiempo hubo allí un

cubil, y en el cubil un cerdo que se criaba con los desperdicios; pero el Ayuntamiento mandó quitar el

animal de San Antón, y el cubil estaba vacío.


Desde el anochecer se puso allí Mauricia la Dura, sola, sobre el montón de mantillo; y como era el

sitio más caldeado, nadie la quiso acompañar. Alguna se le aproximó en son de burla;

pero no pudo obtener de ella una sola palabra. Estaba sentada a lo moro, con los brazos caídos, la

cabeza derecha, más napoleónica que nunca, la vista fija enfrente de sí con dispersión vaga más bien

de persona soñadora que meditabunda. Parecía lela o quizás tenía semejanza con esos penitentes del

Hindostán que se están tantísimos días seguidos mirando al cielo sin pestañear, en un estado medio

entre la modorra y el éxtasis. Ya era tarde cuando se le acercó Belén sentándosele al lado. La miró

atentamente, preguntándole que qué hacía allí y en qué pensaba, y por fin Mauricia desplegó sus

labios de esfinge, y dijo estas palabras que le produjeron a Belencita una corriente fría en el espinazo:


"He visto a Nuestra Señora".


-¿Qué dices, mujer, qué te pasa? -le preguntó la ex-corista con ansiedad muy viva.


-He visto a la Virgen -repitió Mauricia con una seguridad y aplomo que dejaron a la otra como

quien no sabe lo que le pasa.


-¿Tú estás segura de lo que dices?


-¡Oh!... Así me muera si no es verdad. Te lo juro por estas cruces -dijo la iluminada con voz

trémula, besándose las manos-. La he visto... bajó por allí, donde está el abanicón de la noria...

Bajaba en mitad de una luz... ¿cómo te lo diré?... de una luz que no te puedes figurar...

de una luz que era, verbi gracia como las puras mieles...


-¡Como las mieles! -repitió Belén no comprendiendo.


-Pues... tan dulce que... Después vino andando, andando hacia acá y se puso allí, delantito. Pasó

por entre vosotras y vosotras no la veíais. Yo sola la veía... No traía el niño Dios en brazos. Dio dos

o tres pasitos más y se paró otra vez. Mira, ¿ves aquella piedrecita?, pues allí... y me estuvo

mirando... Yo no podía respirar.


-¿Y te dijo algo, te dijo algo? -preguntó Belén toda ojos, pálida como una muerta.


-Nada... pero lloraba mirándome... ¡Se le caían unos lagrimones...! No traía nene Dios; paicía

que se lo habían quitado. Después dio la vuelta para allá y volvió a pasar entre vosotras sin que la

vierais, hasta llegar mismamente a aquel árbol... Allí vi muchos angelitos que subían y bajaban corre

que corre del tronco a las ramas y...


-Y de las ramas al tronco...


-Y después... ya no vi nada... Me quedé como ciega... quiere decirse, enteramente ciega; estuve

un rato sin ver gota, sin poder moverme. Sentía aquí, entre mí, una cosa...


-Como una pena...


-Como pena no, un gusto, un consuelo...


Se acercó entonces Fortunata, y ambas callaron.


-Si están de secreto, me voy.


-Yo creo -dijo Belén, después de una grave pausa-, que eso debes consultarlo con el confesor.


Mauricia se levantó y andando lentamente retirose a la habitación donde dormía y tenía su ropa.

Creyeron las otras dos que se había ido a acostar, y quedáronse allí haciendo comentarios sobre el

extraño caso, que Belén transmitió a Fortunata con todos sus pelos y señales. Belén lo creía o

afectaba creerlo, Fortunata no. Pero de pronto vieron que la Dura volvía y se sentaba de nuevo sobre

el montón de mantillo. Miráronla con recelo y se alejaron.


De pronto sonó en la huerta un ¡ah! prolongado y gozoso, como los que lanza la multitud en

presencia de los fuegos artificiales. Todas las recogidas miraban al disco, que se había movido

solemnemente, dando dos vueltas y parándose otra vez. "Aire, aire" gritaron varias voces. Pero el

motor no dio después más que media vuelta, y otra vez quieto. El vástago de hierro chilló un instante,

y las que estaban junto al estanque oyeron en lo profundo de la bomba una regurgitación tenue. El

caño escupió un salivazo de agua, y todo quedó después en la misma quietud chicha y desesperante.


Belén se había puesto a charlar por lo bajo con una monja llamada Sor Facunda, que era la

marisabidilla de la casa, muy leída y escribida, bondadosa e inocente hasta no más,

directora de todas las funciones extraordinarias, camarera de la Virgen y de todas las imágenes que

tenían alguna ropa que ponerse, muy querida de las Filomenas y aún más de las Josefinas, y persona

tan candorosa, que cuanto le decían, sobre todo si era bueno, se lo creía como el Evangelio. Basta

decir en elogio de la sancta simplicitas de esta señora, que en sus confesiones jamás tenía nada de

qué acusarse, pues ni con el pensamiento había pecado nunca; mas como creyera que era muy

desairado no ofrecer nada absolutamente ante el tribunal de la penitencia, revolvía su magín buscando

algo que pudiera tener siquiera un tufillo de maldad, y se rebañaba la conciencia para sacar unas

cosas tan sutiles y sin sustancia, que el capellán se reía para su sotana. Como el pobre D. León

Pintado tenía que vivir de aquello, lo oía seriamente, y hacía que tomaba muy en consideración

aquellos pecados tan superfirolíticos que no había cristiano que los comprendiera... Y la monja se

ponía muy compungida, diciendo que no lo volvería a hacer; y él, que era muy tuno, decía que sí, que

era preciso tener cuidado para otra vez, y que patatín y que patatán... Tal era Sor Facunda, dama

ilustre de la más alta aristocracia, que dejó riquezas y posición por meterse en aquella vida, mujer

pequeñita, no bien parecida, afable y cariñosa, muy aficionada a hacerse querer de las

jóvenes. Llevaba siempre tras sí, en las horas de recreo, un hato de niñas precozmente místicas,

preguntonas, rezonas y cuya conducta, palabras y entusiasmos pertenecían a lo que podría llamarse el

pavo de la santidad.


Difícil es averiguar lo que pasó en el cotarro que formaban Sor Facunda y sus amiguitas. Ello fue

que Belén, temblando de emoción y con la cara ansiosa, dijo a la monja: "Mauricia ha visto a la

Virgen...". Y poco después repetían las otras con indefinible asombro: "¡Ha visto a la Virgen!".


Sor Facunda, seguida de su escolta, se acercó a Mauricia, a quien miró un buen rato sin decirle

palabra. Estaba la infeliz mujer en la misma postura morisca, la cabeza apoyada sobre las rodillas.

Parecía llorar.


"Mauricia -le dijo en tono lacrimoso la monja, con aquella buena fe que en ella equivalía a la

gracia divina-. Porque hayas sido muy mala no vayas a creerte que Dios te niega su perdón".


Oyose un gran bramido, y la reclusa mostró su cara inundada de llanto. Dijo algunas palabras

ininteligibles y estropajosas, a las que Sor Facunda y compañía no sacaron ninguna sustancia. De

repente se levantó. Su rostro, a la claridad de la luna, tenía una belleza grandiosa que las circunstantes

no supieron apreciar. Sus ojos despedían fulgor de inspiración. Se apretó el pecho con

ambas manos en actitud semejante a las que la escultura ha puesto en algunas imágenes, y dijo con

acento conmovedor estas palabras:


"¡Oh mi señora!... te lo traeré, te lo traeré...".


Echando a correr hacia la escalera con gran presteza, pronto desapareció. Sor Facunda habló con

las otras madres. Cuando toda la comunidad, a la voz de la Superiora, se recogía abandonando la

huerta y subiendo lentamente a las habitaciones (la mayor parte de las mujeres de mala gana, porque

el calor de la noche convidaba a estar al aire libre), corrió la voz de que la visionaria se había

acostado.


Fortunata, que pocos días antes fue trasladada al dormitorio en que estaba Mauricia, vio que esta

se había acostado vestida y descalza. Acercose a ella y por su bronca respiración creyó entender que

dormía profundamente. Mucho le daba qué pensar el singular estado en que su amiga se había

puesto, y esperaba que le pasaría pronto, como otros toques semejantes aunque de diverso carácter.

Largo tiempo estuvo desvelada, pensando en aquello y en otras cosas, y a eso de las doce, cuando

en el dormitorio y en la casa toda reinaban el silencio y la paz, notó que Mauricia se levantaba. Pero

no se atrevió a hablarle ni a detenerla, por no turbar el silencio del dormitorio, iluminado por

una luz tan débil que le faltaba poco para extinguirse. Mauricia atravesó la estancia sin

hacer ruido, como sombra, y se fue. Poco después Fortunata sentía sueño y se aletargaba; mas en

aquel estado indeciso entre el dormir y el velar, creyó ver a su compañera entrar otra vez en el

dormitorio sin que se le sintieran los pasos. Metiose debajo de la cama, donde tenía un cofre; revolvió

luego entre los colchones... Después Fortunata no se hizo cargo de nada, porque se durmió de veras.


Mauricia salió al corredor, y atravesándolo todo, se sentó en el primer peldaño de la escalera.


"Te digo que me atreveré...".


¿Con quién hablaba? Con nadie, porque estaba enteramente sola. No tenía más compañía en

aquella soledad que las altas estrellas.


"¿Qué dices? -preguntó después como quien sostiene un diálogo-. Habla más alto, que con el

ruido del órgano no se oye. ¡Ah!, ya entiendo... Estate tranquila, que aunque me maten, yo te lo

traeré. Ya sabrán quién es Mauricia la Dura, que no teme ni a Dios... Ja ja ja... Mañana, cuando

venga el capellán y bajen esas tías pasteleras a la iglesia, ¡qué chasco se van a llevar!".


Soltando una risilla insolente, se precipitó por la escalera abajo. ¿Qué demonios pasaba en aquel

cerebro?... Entró por la puerta pequeña que comunica el patio con el largo pasillo

interior del edificio, y una vez allí pasó sin obstáculo al vestíbulo, tentando la pared porque la

oscuridad era completa. Se le oía un cierto rechinar de dientes y algún monosílabo gutural que lo

mismo pudiera ser signo de risa que de cólera. Por fin llegó palpando paredes a la puerta de la

capilla, y buscando la cerradura con las manos, empezó a rasguñar en el hierro. La llave no estaba

puesta... "¡Peines y peinetas, dónde estará la condenada llave!" murmuró con un rugido de hondísimo

despecho. Probó a abrir valiéndose de la fuerza y de la maña. Pero ni una ni otra valían en aquel

caso. La puerta del sagrado recinto estaba bien cerrada. Siguió la infeliz mujer exhalando gemidos,

como los de un perro que se ha quedado fuera de su casa y quiere que le abran. Después de media

hora de inútiles esfuerzos, desplomose en el umbral de la puerta, e inclinando la cabeza se durmió.

Fue uno de esos sueños que se parecen al morir instantáneo. La cabeza dio contra el canto como una

piedra que cae, y la torcida postura en que quedaba el cuerpo al caer doblándose con violencia, fue

causa de que el resuello se le dificultara, produciéndose en los conductos de la respiración silbidos

agudísimos, a los que siguió un estertor como de líquidos que hierven.


Aletargada profundamente, Mauricia hizo lo que no había podido hacer despierta, y

prosiguió la acción interrumpida por una puerta bien cerrada. Faltó el hecho real, pero no la realidad

del mismo en la voluntad. Entró, pues, la tarasca en la iglesia y allí pudo andar sin tropiezo, porque la

lámpara del altar daba luz bastante para ver el camino. Sin vacilar dirigió sus pasos al altar mayor,

diciendo por el camino: "Si no te voy a hacer mal ninguno, Diosecito mío; si voy a llevarte con tu

mamá que está ahí fuera llorando por ti y esperando a que yo te saque... ¿Pero qué?... no quieres ir

con tu mamaíta... Mira que te está esperando... tan guapetona, tan maja, con aquel manto todito lleno

de estrellas y los pies encima del biricornio de la luna... Verás, verás, qué bien te saco yo, monín... Si

te quiero mucho; ¿pero no me conoces?... Soy Mauricia la Dura, soy tu amiguita".


Aunque andaba muy aprisa, tardaba mucho tiempo en llegar al altar, porque la capilla, que era tan

chica, se había vuelto muy grande. Lo menos había media legua desde la puerta al altar... Y mientras

más andaba, más lejos, más lejos... Llegó por fin y subió los dos, tres, cuatro escalones, y le causaba

tanta extrañeza verse en aquel sitio mirando de cerca la mesa aquella cubierta con finísimo y albo

lienzo, que un rato estuvo sin poder dar el último paso. Le entró una risa convulsiva cuando puso su

mano sobre el ara sagrada... "¿Quién me había de decir?... ¡oh, mi re-Dios de mi alma

que yo... ji ji ji!...". Apartó el Crucifijo que está delante de la puerta del sagrario, alargó luego el

brazo; pero como no alcanzaba, alargábalo más y más, hasta que llegó a dolerle mucho de tantos

estirones... Por fin, gracias a Dios, pudo abrir la puerta que sólo tocan las manos ungidas del

sacerdote. Levantando la cortinilla, buscó un momento en el misterioso, santo y venerado hueco...

¡Oh!, no había nada. Busca por aquí, busca por allí y nada... Acordose de que no era aquel el sitio

donde está la custodia, sino otro más alto. Subió al altar, puso los pies en el ara santa... Busca por

aquí, por allí... ¡Ah!, por fin tropezaron sus dedos con el metálico pie de la custodia. Pero qué frío

estaba, tan frío que quemaba. El contacto del metal llevó por todo lo largo del espinazo de Mauricia

una corriente glacial... Vaciló. ¿Lo cogería, sí o no? Sí, sí mil veces; aunque muriera, era preciso

cumplir. Con exquisito cuidado, más con gran decisión, empuñó la custodia bajando con ella por una

escalera que antes no estaba allí. Orgullo y alegría inundaron el alma de la atrevida mujer al mirar en

su propia mano la representación visible de Dios... ¡Cómo brillaban los rayos de oro que circundan el

viril, y qué misteriosa y plácida majestad la de la hostia purísima, guardada tras el cristal, blanca,

divina y con todo el aquel de persona, sin ser más que una sustancia de delicado pan!


Con increíble arrogancia Mauricia descendía, sin sentir peso alguno. Alzaba la custodia como la

alza el sacerdote para que la adoren los fieles... "¿Veis cómo me he atrevido? -pensaba-. ¿No decías

que no podía ser?... Pues pudo ser, ¡qué peine!". Seguía por la iglesia adelante. La purísima hostia,

con no tener cara, miraba cual si tuviera ojos... y la sacrílega, al llegar bajo el coro, empezaba a sentir

miedo de aquella mirada. "No, no te suelto, ya no vuelves allí... ¡A casa con tu mamá...! ¿sí?

¿Verdad que el niño no llora y quiere ir con su mamá?...". Diciendo esto, atrevíase a agasajar contra

su pecho la sagrada forma. Entonces notó que la sagrada forma no sólo tenía ya ojos profundos tan

luminosos como el cielo, sino también voz, una voz que la tarasca oyó resonar en su oído con

lastimero son. Había desaparecido toda sensación de la materialidad de la custodia; no quedaba más

que lo esencial, la representación, el símbolo puro, y esto era lo que Mauricia apretaba furiosamente

contra sí. "Chica -le decía la voz-, no me saques, vuelve a ponerme donde estaba. No hagas

locuras... Si me sueltas te perdonaré tus pecados, que son tantos que no se pueden contar; pero si te

obstinas en llevarme, te condenarás. Suéltame y no temas, que yo no le diré nada a D. León ni

a las monjas para que no te riñan... Mauricia, chica, ¿qué haces...? ¿Me comes, me

comes...?".


Y nada más... ¡Qué desvarío! Por grande que sea un absurdo siempre tiene cabida en el

inconmensurable hueco de la mente humana.




- X -


Por la mañana tempranito, la Superiora y Sor Facunda se tropezaron al salir de sus respectivas

celdas.


"Créame usted -dijo Sor Facunda-, algo hay de extraordinario. Consultaré ahora mismo con D.

León. El caso de Mauricia debe de examinarse detenidamente".


Sor Natividad, que era mujer de mucho entendimiento y estaba acostumbrada a los pueriles

entusiasmos de su compañera, no hizo más que sonreír con bondad. Hubiera dicho a Sor Facunda:

"qué tonta es usted, hija"; pero no le dijo nada; y sacando un manojo de llaves se fue hacia el

guardarropa.


"¿Pero en dónde está esa loca?" preguntó después.


-No parece por ninguna parte -dijo Fortunata, que por orden de Sor Marcela había bajado en

busca de su amiga-. Arriba no está.


En los dormitorios de las Filomenas había gran tráfago. Todas se lavaban la cara y las manos,

riñendo por el agua, cuestionando sobre si tú me quitaste la toalla o si esa es mi agua.

"Que no, que mi agua es esta". Otra sacaba de debajo de la cama un zoquete de pan y empezaba a

comérselo. "¡Ay, qué hambre tengo...!, con estos calores, cuidado que suda una; no se puede vivir...

¡Y ponerse ahora la toca!".


Sor Antonia entraba, imponía silencio y les daba prisa. Oíase el esquilón de la capilla. El sacristán

se había asomado varias veces por la reja de la sacristía que da al vestíbulo diciendo sucesivamente:

"Todavía no ha venido don León..." "ya está ahí D. León..." "ya se está vistiendo". Oíanse en la

parte alta los pasos de toda la comunidad que iba hacia el templo a oír la primera misa. Delante

fueron las Josefinas, soñolientas aún y dando bostezos, empujándose unas a otras. Seguían las

Filomenas con cierto orden, las más diligentes dando prisa a las perezosas. Donde hay muchas

mujeres, tiene que haber ese rumor de colegio, que se hace superior a la disciplina más severa. Entre

chacota y risas se oía el rumorcillo aquel: "Mauricia... ¿no sabéis? Vio anoche la propia figura de la

Virgen".


-Mujer, quita allá.


-Mi palabra... Pregúntaselo a Belén.


-¡Bah!, ni que fuéramos tontas...


-¿La cara de la Virgen?... Vaya... Sería la de Nuestra Señora del Aguardiente.


Pero Sor Facunda y las de su cotarro iban por la escalera abajo diciendo que el

hecho podía ser falso, y podía también no serlo; y que el ser Mauricia muy pecadora no significaba

nada, porque de otras muchísimo más perversas se había valido Dios para sus fines.


Dijo la misa D. León, que parecía el padre fuguilla por la presteza con que despachaba. Había

sido cura de tropa, y a las monjas no les acababa de gustar la marcial diligencia de su capellán. Más

tarde celebraba don Hildebrando, cura francés de los de babero, el cual era lo contrario que Pintado,

pues estiraba la misa hasta lo increíble.


Cuando la comunidad salía de la capilla, doña Manolita, que había entrado de las últimas,

sofocada, se acercó a la Superiora y le dijo que Mauricia estaba en la huerta sobre el montón de

mantillo.


-Ya... en la basura -replicó Sor Natividad frunciendo el ceño-; es su sitio.


Bajaron las recogidas al refectorio a tomar el chocolate con rebanada de pan. Animación

mundana reinaba en el frugal desayuno, y aunque las monjas se esforzaban por mantener un orden

cuartelesco, no lo podían conseguir.


"Ese plato es el mío. Dame mi servilleta... Te digo que es la mía... ¡Vaya! ¡Ay, San Antonio, qué

duro está el pan!... Este sí que es de la boda de San Isidro.


-¡A callar!


Algunas tenían un apetito voraz; se habrían comido triple ración, si se la dieran.


Inmediatamente después empezaba a distribuirse toda aquella tropa mujeril, como soldados que

se incorporan a sus respectivos regimientos. Estas bajaban a la cocina, aquellas subían a la escuela y

salón de costura, y otras, quitándose las tocas y poniéndose la falda de mecánica, se dedicaban a la

limpieza de la casa.


Estaba la Superiora hablando con Sor Antonia en la puerta de una celda, cuando llegó muy

apurada una reclusa, diciendo: "Le he mandado que venga y no quiere venir. Me ha querido pegar.

¡Si no echo a correr...! Después cogió un montón de aquella basura y me lo tiró. Mire usted...".


La recogida enseñó a las madres su hombro manchado de mantillo.


"Tendré que ir yo... ¡Ay, qué mujer!... ¡qué guerra nos da! -dijo la Superiora...-. ¿Dónde está Sor

Marcela? Que traiga la llave de la perrera. Hoy tendremos chínchirri-máncharras... Está más

tocada que nunca. Dios nos dé paciencia.


-¡Y Sor Facunda que me ha dicho ahora mismo -indicó Sor Antonia con franca risa y bizcando

más los ojos-, que Mauricia había visto a la Virgen!


La Superiora respondió a aquella risa con otra menos franca. Tres o cuatro Filomenas

de las más hombrunas bajaron a la huerta con orden expresa de traer a la visionaria.


-¡Pobre mujer y qué perdida se pone! -observó Sor Natividad dentro del corrillo de monjas que

se iba formando-. Males de nervios, y nada más que males de nervios.


Y al decirlo, sus miradas chocaron con las de Sor Facunda, que se acercaba con semblante

extraordinariamente afligido.


"¿Pero no ha consultado usted este caso con el señor capellán?" le dijo.


-Sí -replicó Sor Natividad con un poco de humorismo-, y el capellán me ha dicho que la meta en

la perrera.


-¡Encerrarla porque llora!... -exclamó la otra que en su timidez no se atrevía a contradecir a la

Superiora-. El caso merecía examinarse.


-Para preverlo todo -indicó la vizcaína-, avisaremos también al médico.


-¿Y qué tiene que ver el médico...? En fin, yo no sé. Quien manda, manda. Pero me parecía... Ello

podrá ser cosa física; pero ¿si no lo fuera? Si efectivamente Mauricia... No es que yo lo afirme; pero

tampoco me atrevo a negarlo. Aquel llorar continuo, ¿qué puede ser sino arrepentimiento? A saber

los medios que el Señor escoge...


Y se retiró a su celda. Casi casi se dieron un encontronazo Sor Facunda alejándose y

Sor Marcela que al corrillo se acercaba, dando balances y golpeando el suelo duramente con su pie

de madera. Su semblante descompuesto por la ira estaba más feo que nunca; con la prisa que traía

apenas podía respirar, y las primeras frases le salieron de la boca desmenuzadas por el enojo: "Ya,

ya sabemos... ¡San Antonio!... bribona... parece mentira... ¡Ay, Dios mío!, si es para volverse

loca...".


Habló algunas palabras en voz muy baja con la Superiora, quien al oírlas puso una cara que daba

miedo.


"Yo... bien lo sabe usted... -balbució Sor Marcela-, lo tenía para mi mal del estómago... coñac

superior".


-Pero esa maldita ¿cómo...? Si esto parece... ¡Jesús me valga! Estoy horrorizada. ¿Pero

cuándo...?


-Es muy sencillo... hágase usted cargo. Anteayer, ¡San Antonio bendito!, cuando estuvo en mi

celda moviendo los trastos para coger el ratón.


A la Superiora se le escapó, sin poderlo remediar, una ligera sonrisilla; mas al punto volvió a poner

cara de palo. Y la enana corrió hacia donde estaban las recogidas, y lo mismo que dijera a Sor

Natividad se lo repitió a Fortunata, sin poner un freno a su ira: "¿Habrase visto diablura semejante?...

¿Qué te parece? ¡Estamos todas horripiladas!".


Fortunata no dijo nada y se puso muy seria. Quizás no la cogía de nuevo la declaración de la

monja. Obedeciendo a esta subió al dormitorio en busca de pruebas del nefando crimen imputado a

su amiga.


"Ahí tienen ustedes -decía la Superiora a las que más cerca de ella estaban-, cómo esa arrastrada

ha visto visiones... ¡Ya!, ¡qué no vería ella!... ¿Pero no viene al fin? Yo le juro que no vuelve a

hacernos otra. Es preciso ajustarle bien las cuentas...".


La cojita se presentó otra vez en el corrillo mostrando la enorme llave de la perrera; la esgrimía

como si fuera una pistola, con amenaza homicida. Realmente estaba furiosa, y el topetazo de su pie

duro sobre el suelo tenía una violencia y sonoridad excepcionales. En esto llegó Fortunata trayendo

una botella, que al punto le arrebató Sor Marcela.


"¡Vacía, enteramente vacía! -exclamó esta levantándola en alto y mirándola al trasluz-. Y estaba

casi llena, pues apenas...".


Aplicó después su nariz chafada a la boca de la botella, diciendo con lastimera entonación: "No ha

dejado más que el olor... ¡Bribonaza!, ya te daría yo bebida...". De la nariz de la coja pasó el cuerpo

del delito a la de Sor Natividad y de esta a otras narices próximas, resultando, de la apreciación del

tufo, mayor severidad en el comentario del crimen.


"¡Qué asco! Buen pechugón se ha dado... -exclamó la Superiora-. Ya, ¡cómo estará aquel cuerpo

con todo ese líquido ardiente! Nunca nos había pasado otra... La arreglaremos, la arreglaremos.

¿Pero viene o no?".


Bajaba ya, decidida a abreviar la tardanza del acto de justicia, cuando se oyó un gran tumulto. Las

tres mujeronas que habían ido en busca de la delincuente, pasaban de la huerta al patio por la

puertecilla verde, huyendo despavoridas y dando voces de pánico. Sonó en dicha puerta el

estampido de un fuerte cantazo.


"¡Que nos mata, que nos mata!" gritaban las tres, recogiendo sus faldas para correr más

fácilmente por la escalera arriba. Asomáronse las madres al barandal del corredor que sobre el patio

caía, y vieron aparecer a Mauricia, descalza, las melenas sueltas, la mirada ardiente y extraviada, y

todas las apariencias, en fin, de una loca. La Superiora, que era mujer de genio fuerte, no se pudo

contener y desde arriba gritó: "Trasto... infame, si no te estás quieta, verás".


"Una pareja, una pareja de Orden Público" apuntaron varias voces de monjas.


-No... veréis... Si yo me basto y me sobro... -indicó la Superiora, haciendo alarde de ser mujer

para el caso-. Lo que es conmigo no juega.


Púsose Mauricia de un salto en el rincón frontero al corredor donde las madres

estaban, y desde allí las miró con insolencia, sacando y estirando la lengua, y haciendo muecas y

gestos indecentísimos.


"¡Tiorras, so tiorras!" gritaba, e inclinándose con rápido movimiento, cogió del suelo piedras y

pedazos de ladrillo, y empezó a dispararlos con tanto vigor como buena puntería. Las monjas y las

recogidas, que al sentir el alboroto salieron en tropel a los corredores del principal y del segundo

piso, prorrumpieron en chillidos. Parecía que se venía el mundo abajo. ¡Dios mío, qué bulla! Y a las

exclamaciones de arriba respondía la tarasca con aullidos salvajes.


Unas se agachaban resguardándose tras el barandal de fábrica cuando venía la pedrada; otras

asomaban la cabeza un momento y la volvían a esconder. Los proyectiles menudeaban, y con ellos las

voces de aquella endemoniada mujer. Parecía una amazona. Tenía un pecho medio descubierto, el

cuerpo del vestido hecho girones y las melenas cortas le azotaban la cara en aquellos movimientos del

hondero que hacía con el brazo derecho. Su catadura les parecía horrible a las señoras monjas; pero

estaba bella en rigor de verdad, y más arrogante, varonil y napoleónica que nunca.


Sor Marcela intentó bajar valerosa, pero a los tres peldaños cogió miedo y viró para

arriba. Su cara filipina se había puesto de color de mostaza inglesa.


"¡Verás tú si bajo, infame diablo!" era su muletilla; pero ello es que no bajaba.


Por una reja de la sacristía que da al patio, asomó la cara del sacristán, y poco después la de D.

León Pintado. Dos monjas que estaban de turno en la portería se asomaron también por otra ventana

baja; pero lo mismo fue verlas Mauricia que empezar también a mandarles piedras. Nada, que

tuvieron que retirarse. Asustadas las infelices, quisieron pedir auxilio. En aquel instante llamó alguien a

la puerta del convento, y a poco entró una señora, de visita, que pasó al salón, y enterándose de lo

que ocurría, asomose también a la ventana baja. Era Guillermina Pacheco, que se persignó al ver la

tragedia que allí se había armado.


"¡En el nombre del...! ¡Pero tú!... ¡Mauricia!... ¿cómo se entiende?... ¿qué haces?... ¿estás

loca?".


La portera y la otra monja no la pudieron contener, y Guillermina salió al patio por la puerta que lo

comunica con el vestíbulo.


"Guillermina -gritó Sor Natividad desde arriba-, no salgas... Cuidado... mira que es una fiera...

Ahí tienes, ahí tienes la alhaja que tú nos has traído... Retírate por Dios, mira que está loca y no

repara... Hazme el favor de llamar a una pareja de Orden Público".


-¿Qué pareja ni pareja? -dijo Guillermina incomodadísima-. ¡Mauricia!... ¡cómo se entiende!


Pero no había tenido tiempo de decirlo cuando una peladilla de arroyo le rozó la cara. Si le da de

lleno la descalabra.


"¡Jesús!... Pero no, no es nada".


Y llevándose la mano a la parte dolorida, clamó: "Infame, a mí, a mí me has tirado!".


"A usted, sí, y a todo el género mundano -gritó con voz tan ronca, que apenas se entendía-, so tía

pastelera... Váyase pronto de aquí".


Las monjas horrorizadas elevaban sus manos al Cielo; algunas lloraban. En esto, D. León Pintado

había abierto con no poco trabajo la reja de la sacristía; saltó al patio, única manera de comunicarse

con el convento desde la sacristía, y abalanzándose a Mauricia le sujetó ambos brazos.


"¡Suéltame, León, capellán de peinetas!" rugió la visionaria...


Pero Pintado tenía manos de hierro, aunque era de pocos ánimos, y una vez lanzado al heroísmo,

no sólo sujetó a Mauricia, sino que le aplicó dos sonoras bofetadas. La escena era repugnante. Tras

el capellán salió también su acólito, y mientras los dos arreglaban a la Dura, las monjas, viendo

sojuzgado al enemigo, arriesgáronse a bajar y acudieron a Guillermina, que con el

pañuelo se restañaba la sangre de su leve herida. Con cierta tranquilidad, y más risueña que enojada,

la fundadora dijo a sus amigas: "¡Cuidado que pasan unas cosas...! Yo venía a que me dierais los

ladrillos y el cascote que os sobran, y mirad qué pronto me he salido con la mía... Nada, ponedla

ahora mismo en la calle, y que se vaya a los quintos infiernos, que es donde debe estar".


"Ahora mismo. D. León, no la maltrate usted" dijo la Superiora.


-¡Zángano!... ¡mala puñalada te mate!... -bramaba Mauricia, que ya tenía pocas fuerzas y había

caído al suelo-. ¡Un sacerdote pegando a una... señora!


-Que le traigan su ropa -gritó Sor Natividad-. Pronto, pronto. Me parece mentira que la veré

salir...


Mauricia ya no se defendía. Había perdido su salvaje fuerza; pero su semblante expresaba aún

ferocidad y desorden mental.


Luego se vio que desde el corredor alto tiraban un par de botas, luego un mantón...


-Bajarlo, hijas, bajarlo -dijo desde el patio la Superiora, mirando hacia arriba y ya recobrada la

serenidad con que daba siempre sus órdenes. Fortunata bajó un lío de ropa, y recogiendo las botas,

se lo dio todo a Mauricia, es decir, se lo puso delante. La espantosa escena descrita había

impresionado desagradablemente a la joven, que sintió profunda compasión de su amiga.

Si las monjas se lo hubieran permitido, quizás ella habría aplacado a la bestia.


"Toma tu ropa, tus botas -le dijo en voz baja y en tono apacible-. Pero, hija, ¡cómo te has

puesto!... ¿No conoces ya que has estado trastornada?".


-Quítate de ahí, pendoncillo... quítate o te...


-Dejarla, dejarla -dijo la Superiora-. No decirle una palabra más. A la calle, y hemos concluido.


Con gran dificultad se levantó Mauricia del suelo y recogió su ropa. Al ponerse en pie pareció

recobrar parte de su furor.


"Que se te queda este lío".


-Las botas, las botas.


La tarasca lo recogió todo. Ya salía sin decir nada, cuando Guillermina la miró severamente.


"¡Pero qué mujer esta! Ni siquiera sabe salir con decencia".


Iba descalza, cogidas las botas por los tirantes.


-Póngase usted las botas -le gritó la Superiora.


-No me da la gana. Abur... ¡Son todas unas judías pasteleras...!


-Paciencia, hija, paciencia... necesitamos mucha paciencia -dijo Sor Natividad a sus compañeras,

tapándose los oídos.


Se le franquearon todas las puertas, abriéndolas de par en par y resguardándose tras las hojas de

ellas, como se abren las puertas del toril para que salga la fiera a la plaza. La última que cambió

algunas palabras con ella fue Fortunata, que la siguió hasta el vestíbulo movida de lástima y amistad, y

aún quiso arrancarle alguna declaración de arrepentimiento. Pero la otra estaba ciega y sorda; no se

enteraba de nada, y dio a su amiga tal empujón, que si no se apoya en la pared cae redonda al suelo.


Salió triunfante, echando a una parte y otra miradas de altivez y desprecio. Cuando vio la calle,

sus ojos se iluminaron con fulgores de júbilo y gritó: "¡Ay, mi querida calle de mi alma!". Extendió y

cerró los brazos, cual si en ellos quisiera apretar amorosamente todo lo que veían sus ojos. Respiró

después con fuerza, parose mirando azorada a todos lados, como el toro cuando sale al redondel.

Luego, orientándose, tiró muy decidida por el paseo abajo. Era cosa de ver aquella mujerona

descalza, desgarrada, melenuda, despidiendo de sus ojos fiereza, con un lío bajo el brazo y las botas

colgando de una mano. Las pocas personas que por allí pasaban, miráronla con asombro. Al llegar

junto a los almacenes de la Villa, pasó junto a varios chicos, barrenderos, que estaban sentados en

sus carretillas con las escobas en la mano. Tuviéronla ellos por persona de poco más o

menos y se echaron a reír delante de su cara napoleónica.


"Vaya, que buena curda te llevas, ¡oleeé!...".


Y ella se les puso delante en actitud arrogantísima, alzó el brazo que tenía libre y les dijo:


"¡Apóstoles del error!".


Prorrumpiendo al mismo tiempo en estúpida risa, pasó de largo. A los barrenderos les hizo aquello

mucha gracia, y poniéndose en marcha con las carretillas por delante y las escobas sobre ellas,

siguieron detrás de Mauricia, como una escolta de burlesca artillería, haciendo un ruido de mil

demonios y disparándole bala rasa de groserías e injurias.









- VII -


La boda y la luna de miel



- I -


Por fin se acordó que Fortunata saldría del convento para casarse en la segunda quincena de

Setiembre. El día señalado estaba ya muy próximo, y si el pensamiento de la reclusa no se había

familiarizado aún de una manera terminante con la nueva vida que la esperaba, no tenía duda de que

le convenía casarse, comprendiendo que no debemos aspirar a lo mejor, sino aceptar el bien posible

que en los sabios lotes de la Providencia nos toca. En las últimas visitas, Maxi no hablaba más que de

la proximidad de su dicha. Contole un día que ya tenía tomada la casa, un cuarto precioso en la calle

de Sagunto, cerca de su tía; otro la entretuvo refiriéndole pormenores deliciosos de la instalación. Ya

se habían comprado casi todos los muebles. Doña Lupe, que se pintaba sola para estas cosas,

recorría diariamente las almonedas anunciadas en La Correspondencia, adquiriendo gangas y más

gangas. La cama de matrimonio fue lo único que se tomó en el almacén; pero doña Lupe

la sacó tan arreglada, que era como de lance. Y no sólo tenían ya casa y muebles, sino también

criada. Torquemada les recomendó una que servía para todo y que guisaba muy bien, mujer de edad

mediana, formal, limpia y sentada. Bien podía decirse de ella que era también ganga como los

muebles, porque el servicio estaba muy malo en Madrid, pero muy malo. Nombrábase Patricia, pero

Torquemada la llamaba Patria, pues era hombre tan económico que ahorraba hasta las letras, y era

muy amigo de las abreviaturas por ahorrar saliva cuando hablaba y tinta cuando escribía.


Otra tarde le dio Maxi una hermosa sorpresa. Cuando Fortunata entró en el convento, las

papeletas de alhajas y ropas de lujo que estaban empeñadas quedaron en poder del joven, que hizo

propósito de liberar aquellos objetos en cuanto tuviese medios para ello. Pues bien, ya podía anunciar

a su amada con indecible gozo que cuando entrara en la nueva casa, encontraría en ella las prendas

de vestir y de adorno que la infeliz había arrojado al mar el día de su naufragio. Por cierto que las

alhajas le habían gustado mucho a doña Lupe por lo ricas y elegantes, y del abrigo de terciopelo dijo

que con ligeras reformas sería una pieza espléndida. Esto le llevó naturalmente a hablar de la herencia.

Ya había cogido su parte, y con un pico que recibió en metálico había redimido las

prendas empeñadas. Ya era propietario de inmuebles, y más valía esto que el dinero contante. Y a

propósito de la herencia, también le contó que entre su hermano mayor y doña Lupe habían surgido

ruidosas desavenencias. Juan Pablo empleó toda su parte en pagar las deudas que le devoraban y un

descubierto que dejara en la administración carlista. No bastándole el caudal de la herencia, había

tenido el atrevimiento de pedir prestada una cantidad a doña Lupe, la cual se voló ¡y le dijo tantas

cosas...! Total, que tuvieron una fuerte pelotera, y desde entonces no se hablaban tía y sobrino, y este

se había ido a vivir con una querida. "¡Y viva la moralidad! ¡Y tradicionalista me soy!".


Charlaron otro día de la casa, que era preciosa, con vistas muy buenas. Como que del balcón del

gabinete se alcanzaba a ver un poquito del Depósito de aguas; papeles nuevos, alcoba estucada, calle

tranquila, poca vecindad, dos cuartos en cada piso, y sólo había principal y segundo. A tantas

ventajas se unía la de estar todo muy a la mano: debajo carbonería, a cuatro pasos carnicería, y en la

esquina próxima tienda de ultramarinos.


No podía olvidárseles el importante asunto de la carrera de Rubinius vulgaris. A mediados de

Setiembre se había examinado de la única clase que le faltaba para aprobar el último

año, y lo más pronto que le fuera posible tomaría el grado. Desde luego entraría de practicante en la

botica de Samaniego, el cual estaba gravemente enfermo, y si se moría, la viuda tendría que confiar a

dos licenciados la explotación de la farmacia. Maxi entraría seguramente de segundo, con el tiempo

llegaría a ser primero, y por fin amo del establecimiento. En fin, que todo iba bien y el porvenir les

sonreía.


Estas cosas daban a Fortunata alegría y esperanza, avivando los sentimientos de paz, orden y

regularidad doméstica que habían nacido en ella. Con ayuda de la razón, estimulaba en su propia

voluntad la dirección aquella, y se alegraba de tener casa, nombre y decoro.


Dos días antes de la salida, confesó con el padre Pintado; expurgación larga, repaso general de

conciencia desde los tiempos más remotos. La preparación fue como la de un examen de grado, y el

capellán tomo aquel caso con gran solicitud y atención. Allí donde la penitente no podía llegar con su

sinceridad, llegaba el penitenciario con sus preguntas de gancho. Era perro viejo en aquel oficio.

Como no tenía nada de gazmoño, la confesión concluyó por ser un diálogo de amigos. Diole consejos

sanos y prácticos, hízole ver con palmarios ejemplos, algunos del orden humorístico, la perdición que

trae a la criatura el dejarse mover de los sentidos, y le pintó las ventajas de una vida de

continencia y modestia, dando de mano a la soberbia, al desorden y a los apetitos. Descendiendo de

las alturas espirituales al terreno de la filosofía utilitaria, don León demostró a su penitente que el

portarse bien es siempre ventajoso, que a la larga el mal, aunque venga acompañado de triunfos

brillantes, acaba por infligir a la criatura cierto grado de penalidad sin esperar a las de la otra vida,

que son siempre infalibles. "Hágase usted la cuenta -le dijo también-, de que es otra mujer, de que se

ha muerto y resucitado en otro mundo. Si encuentra usted algún día por ahí a las personas que en

aquella pasada vida la arrastraron a la perdición, figúrese que son fantasmas, sombras, así como

suena, y no las mire siquiera". Por fin, encomendole la devoción de la Santísima Virgen, como un

ejercicio saludable del espíritu y una predisposición a las buenas acciones. La penitente se quedó muy

gozosa, y el día que hizo la comunión se observó con una tranquilidad que nunca había tenido.


La despedida de las monjas fue muy sentida. Fortunata se echó a llorar. Sus compañeras Belén y

Felisa le dieron besos, regaláronle estampitas y medallas, asegurándole que rezarían por ella. Doña

Manolita mostrose envidiosa y desconsolada. Ella también saldría, pues sólo estaba allí por

equivocación; pronto se habían de ver claras las cosas, y el asno de su marido vendría a

pedirle perdón y a sacarla de aquel encierro. Sor Marcela, Sor Antonia, la Superiora y las demás

madres mostráronse muy afables con ella, asegurando que era de las recogidas que les habían dado

menos que hacer. Despidiéronla con sentimiento de verla salir; pero dándole parabienes por su boda

y el buen fin que su reclusión había tenido.


En la sala esperaban Maximiliano y doña Lupe, que la recogieron y se la llevaron en un coche de

alquiler. Estaba convenido de antemano llevarla a la casa del novio, cosa verdaderamente un poco

irregular; pero como ella no tenía en Madrid parientes, al menos conocidos, doña Lupe no vio

solución mejor al problema de alojamiento. La boda se verificaría el lunes .º de Octubre, dos días

después de la salida de las Micaelas.


Sentía la señora de Jáuregui el goce inefable del escultor eminente a quien entregan un pedazo de

cera y le dicen que modele lo mejor que sepa. Sus aptitudes educativas tenían ya materia blanda en

quien emplearse. De una salvaje en toda la extensión de la palabra, formaría una señora,

haciéndola a su imagen y semejanza. Tenía que enseñarle todo, modales, lenguaje, conducta.

Mientras más pobreza de educación revelaba la alumna, más gozaba la maestra con las perspectivas

e ilusiones de su plan. Aquella misma mañana, cuando estaban almorzando, tuvo ya

ocasión, con tanto regocijo en el alma como dignidad en el semblante, de empezar a aplicar sus

enseñanzas. "No se dice armejas sino almejas. Hija, hay que irse acostumbrando a hablar como

Dios manda". Quería doña Lupe que Fortunata se prestase a reconocerla por directora de sus

acciones en lo moral y en lo social, y mostraba desde los primeros momentos una severidad no

exenta de tolerancia, como cumple a profesores que saben al pelo su obligación.


Destinósele una habitación contigua a la alcoba de la señora, y que le servía a esta de

guardarropa. Había allí tantos cachivaches y tanto trasto, que la huéspeda apenas podía moverse;

pero dos días se pasan de cualquier manera. Durante aquellos dos días, hallábase la joven muy

cohibida delante de la que iba a ser su tía, porque esta no bajaba del trípode ni cesaba en sus

correcciones; y rara vez abría la boca Fortunata sin que la otra dejara de advertirle algo, ya referente

a la pronunciación, ya a la manera de conducirse, mostrándose siempre autoritaria, aunque con

estudiada suavidad. "En los conventos -decía-, se corrigen muchos defectos; pero también se

adquieren modales encogidos. Suéltese usted, y cuando salude a las visitas, hágalo con serenidad y

sin atropellarse".


Estas cosas ponían a Fortunata de mal humor, y su encogimiento crecía.


Consideraba que cuando estuviera en su casa, se emanciparía de aquella tutela enojosa, sin

chocar, por supuesto, porque además doña Lupe le parecía mujer de gran utilidad, que sabía mucho

y aconsejaba algunas cosas muy puestas en razón.


Molestaban a Fortunata las visitas que, según ella, sólo iban por curiosear. Doña Silvia no había

podido resistir la curiosidad y se plantó en la casa el mismo día en que la novia salió del convento. Al

otro día fue Paquita Morejón, esposa de D. Basilio Andrés de la Caña, y ambas parecieron a

Fortunata impertinentes y entrometidas. Su finura resultole afectada, como de personas ordinarias que

se empeñan en no parecerlo.


Las visitas le daban cumplida enhorabuena por su boda. En los ojos se les leía este pensamiento:

"¡Vaya una ganga la de usted!". La señora de D. Basilio repitió la visita el segundo día. Iba vestida de

pingajos de seda mal arreglados, queriendo aparentar. Hízose muy pegajosa; quería intimar y elogiaba

la hermosura de la novia, como un medio indirecto de expresar las deficiencias de la misma en el

orden moral.


Otra visita notable fue la de Juan Pablo, a quien llevó su hermano. Doña Lupe y el mayor

de los Rubines no se hablaban después de la marimorena que tuvieron al repartir la herencia. Con

gran sorpresa de la novia, Juan Pablo estuvo afectuoso con ella. Creeríase que intentaba hacer rabiar

a su tía, concediendo su benevolencia a la persona de quien aquella había dicho tantas perrerías.

Durante la visita, que no fue breve, sentose Fortunata en el borde de una silla, como una paleta, algo

atontada y no sabiendo qué decir para sostener la conversación con un hombre que se expresaba tan

bien. Al despedirse, diole Juan Pablo un fuerte apretón de manos, diciéndole que asistiría a la boda.


Luego fueron tía y sobrina a ver la casa matrimonial. Doña Lupe le mostró uno por uno los

muebles, haciéndole notar lo buenos que eran, y que su colocación, dispuesta por ella, no podía ser

más acertada. El juicio sobre cada parte de la casa y sobre los trastos y su distribución dábalo ya por

anticipado doña Lupe, de modo que la otra no tuviese que decir más que "sí... verdad...".


De vuelta, ya avanzada la tarde, a la calle de Raimundo Lulio, se ocuparon en disponer varias

cosas para el día siguiente. Maximiliano había ido a invitar a algunos amigos, y doña Lupe salió

también diciendo que volvería antes de anochecido. Quedose sola Fortunata, y se puso a hacer en su

vestido de gro negro, que había de lucir en la ceremonia, ciertos arreglos de escasa

importancia. No tenía más compañía que la de Papitos, que se escapaba de la cocina para ponerse al

lado de la señorita, cuya hermosura admiraba tanto. El peinado era la principal causa de la

estupefacción de la chiquilla, y habría dado esta un dedo de la mano por poder imitarlo. Sentose a su

lado y no se hartaba de contemplarla, llenándose de regocijo cuando la otra solicitaba su ayuda,

aunque sólo fuera para lo más insignificante. En esto llamaron a la puerta; corrió a abrir la mona, y

Fortunata no supo lo que le pasaba cuando vio entrar en la sala a Mauricia la Dura.




- II -


El sentimiento que le inspiraba aquella mujer en las Micaelas; la inexplicable mescolanza de terror

y atracción prodújose en aquel instante en su alma con mayor fuerza. Mauricia le infundía miedo y al

propio tiempo una simpatía irresistible y misteriosa, cual si le sugiriera la idea de cosas reprobables y

al mismo tiempo gratas a su corazón. Miró a su amiga sin hablarle, y esta se le acercó sonriendo,

como si quisiera decir: "Lo que menos esperabas tú era verme aquí ahora...".


-¿De veras eres tú...?


Y observó que Mauricia traía unos zapatos muy bonitos de cuero amarillo, atados

con cordones azules terminados en madroños.


-¡Y qué bien calzada!...


-¿Qué te creías tú?


Después le miró la cara. Estaba muy pálida; los ojos parecían más grandes y traicioneros,

acechando en sus profundos huecos violados bajo la ceja recta y negra. La nariz parecía de marfil, la

boca más acentuada y los dos pliegues que la limitaban más enérgicos. Todo el semblante revelaba

melancolía y profundidad de pensamiento, al menos así lo consideró Fortunata sin poder expresar por

qué. Traía Mauricia un mantón nuevo y a la cabeza un pañuelo de seda de fajas azul-turquí y rojo

vivo, delantal de cuadritos y falda de tartán, y en la mano un bulto atado con un pañuelo por las

cuatro puntas.


"¿No está doña Lupe?" dijo sentándose sin ninguna ceremonia.


-Ya le he dicho que no -replicó Papitos con mal modo.


-No te he preguntado a ti, refistolera, métome-en-todo. Lárgate a tu cocina, y déjanos en paz.


Papitos se fue refunfuñando.


-¿Qué traes por aquí? -le preguntó Fortunata, que desde que la vio entrar, sentía palpitaciones

muy fuertes.


-Pues nada... Estoy otra vez corriendo prendas, y aquí traigo unos mantones para

que los vea esa tía pastelera...


-¡Qué manera de hablar! Corrígete, mujer... ¿Te has olvidado ya de la que hiciste en el convento?

¡Vaya un escándalo! Lo sentí mucho por ti. Aquel día me puse mala.


-Chica, no me hables... Vaya, que me trastorné de veras. Pero una tentación cualquiera la tiene.

¿Y qué, dije muchas barbaridades? Yo no me acuerdo. No estaba en mí, no sabía lo que hacía. Sólo

me acuerdo de que vi a la Pura y Limpia, y después quise entrar en la iglesia y coger al Santísimo

Sacramento... soñé que me comía la hostia... Nunca me ha dado un toque tan fuerte, chica... ¡Qué

cosas se le ocurren a una cuando se sube el mengue a la cabeza! Créemelo porque yo te lo digo:

cuando se me serenó el sentido, estaba abochornada... El único a quien guardaba rencor era al tío

capellán. Me lo hubiera comido a bocados. A las señoras no. Me daban ganas de ir a pedirles

perdón; pero por el aquel de la dinidá no fui. Lo que más me escocía era haberle tirado un ladrillazo

a doña Guillermina. Esto sí que no me lo paso, no me lo paso... Y le he cogido tal miedo, que cuando

la veo venir por la calle, se me sube toda la color a la cara, y me voy por otro lado para que no me

vea. A mi hermana le ha dicho que me perdona, ¿ves?, y que todavía cuenta hacer algo por

mí.


-Es que eres atroz... -le dijo Fortunata-. Si no te quitas ese vicio, vas a parar en mal.


-Quita, mujer, y no me digas nada... Pues si desde que salí de las Micaelas no he vuelto a

catarlo... Soy ahora, como quien dice, otra. No quiero vivir con mi hermana, porque Juan Antonio y

yo no casamos bien; pero a persona decente no me gana nadie ahora. Créetelo porque yo te lo digo.

No lo vuelvo a catar. Y si no, tú lo has de ver... Y pasando a otra cosa, ya sé que te casas mañana.


-¿Por dónde lo has sabido?


-Eso, acá yo... Todo se sabe -replicó la Dura con malicia-. Vaya, que te ha caído la lotería. Yo

me alegro, porque te quiero.


En esto Mauricia se inclinó bruscamente y recogió del suelo un objeto pequeño. Era un botón.


"Buen agüero, mira -dijo mostrándolo a Fortunata-. Señal de que vas a ser dichosa".


-No creas en brujerías.


-¿Que no crea?... Paices boba. Cuando una se encuentra un botón, quiere decirse que a una le va

a pasar algo. Si el botón es como este, blanco y con cuatro ujeritos, buena señal; pero si es negro y

con tres, mala.


-Eso es un disparate.


-Chica, es el Evangelio. Lo he probado la mar de veces. Ahora vas a estar en grande. ¿Sabes una

cosa?


Dijo esto último con tal intención, que Fortunata, cuya ansiedad crecía sin saber por qué, vio tras

el sabes una cosa una confidencia de extraordinaria gravedad.


-¿Qué?


-Que te quemas.


-¿Cómo que me quemo?


-Nada, mujer, que te quemas, que le tienes muy cerca. Te gustan las cosas claras, ¿verdad?, pues

allá va. Volvió de Valencia muy bueno y muy enamoradito de ti. Lo que yo te decía, chica, lo mismo

fue enterarse de que estabas en las Micaelas haciéndote la católica, que se le encendió el celo, y

todas las tardes pasaba por allí en su featón. Los hombres son así: lo que tienen lo desprecian, y lo

que ven guardado con llave y candados, eso, eso es lo que se les antoja.


-Quita, quita... -dijo Fortunata, queriendo aparecer serena-. No me vengas con cuentos.


-Tú lo has de ver.


-¿Cómo que lo he de ver? Vaya, que tienes unas cosas...


Mauricia se echó a reír con aquel desparpajo que a su amiga le parecía el humorismo de un

hermoso y tentador demonio. En medio de la infernal risa, brotaba esta frase que a Fortunata le ponía

los pelos de punta: "¿Te lo digo?... ¿te lo digo?".


-¿Pero qué?


Se miraron ambas. Dentro de los cóncavos y amoratados huecos de los ojos, acechaban las

pupilas de Mauricia con ferocidad de pájaro cazador.


"¿Te lo digo?... Pues el tal sabe echar por la calle de enmedio. Vaya, que es listo y ejecutivo. Te

ha armado una trampa, en la cual vas a caer... Como que ya has metido la patita dentro".


-¿Yo...?


-Sí... tú. Pues ha alquilado el cuarto de la izquierda de la casa en que vas a vivir; el tuyo es el de la

derecha.


-¡Bah!... no digas desatinos -replicó Fortunata, queriendo echárselas de valiente.


Deslizose de sus rodillas al suelo la falda de gro negro que estaba arreglando.


"Como lo oyes, chica... Allí le tienes. Desde que entres en tu casa, le sentirás la respiración".


-Quita, quita... no quiero oírte.


-Si sabré yo lo que me digo. Para que te enteres: hace media hora que he estado hablando con él

en casa de una amiga. Si no caes en la trampa, creo que el pobrecito revienta... tan dislocado está

por ti.


-El cuarto de al lado... a mano izquierda cuando entramos... el mío a esta mano; de modo que...

No me vuelvas loca...


-Lo ha tomado por cuenta de él una que llaman Cirila... Tú no la conoces; yo sí: ha sido

también corredora de alhajas y tuvo casa de huéspedes. Está casada con uno que fue de la ronda

secreta, y ahora tu señor me le ha colocado en el tren.


Fortunata sintió que se congestionaba. Su cabeza ardía.


"Vaya, todo eso es cuento... ¿Piensas que me voy a creer esas bolas?... ¡Como no se acuerde él

de mí...!, ni falta.


-Tú lo has de ver. ¡Ay qué chico! Da pena verle... loquito por ti... y arrepentido de la partida

serrana que te jugó. Si la pudiera reparar, la repararía. Créetelo porque yo te lo digo.


En esto entró Papitos con pretexto de preguntar una cosa a la señorita, pero realmente con el

único objeto de curiosear. Lo mismo fue verla Mauricia que echarle los tiempos del modo más

despótico.


"Mira, chiquilla, si no te largas, verás".


La amenazó con un movimiento del brazo, precursor de una gran bofetada; pero la mona se le

rebeló, chillando así: "No me da la gana... ¿Y a usted qué?... ¡Mía esta!...". Fortunata le dijo:

"Papitos, vete a la cocina", y obedeció la rapaza, aunque de muy mala gana.


"Pues yo... -prosiguió Fortunata-, si es verdad, le diré a mi marido que tome otra casa".


-Tendrías que cantarle el motivo.


-Se lo cantaré... vaya.


-Bonita escandalera armarías... Nada, hija, que la trampa te la ponen donde quiera

que vayas, y ¡pum!... ídem de lienzo.


-Pues ea... no me casaré -dijo la novia en el colmo ya de la confusión.


-¡Quia! Por tonta que te quieras volver, no harás tal... ¿Crees que esas brevas caen todos los

días? Que se te quite de la cabeza... Casadita, puedes hacer lo que quieras, guardando el aparato de

la comenencia. La mujer soltera es una esclava; no puede ni menearse. La que tiene un peine de

marido, tiene bula para todo.


Fortunata callaba, mirando vagamente al suelo, con la barba apoyada en la mano.


"¿Qué miras? -dijo la Dura inclinándose-. ¡Ah!, otro botón... y este es negro, con tres ujeros...

Mala señal, chica. Esto quiere decir que si no te casas, mereces que te azoten".


Recogiendo el botón, lo miraba de cerca. Anochecía, y la sala se iba quedando a oscuras. Poco

después Fortunata veía sólo el bulto de su amiga y los zapatos amarillos. Empezaba a cogerle miedo;

pero no deseaba que se marchase, sino que hablara más y más del mismo temeroso asunto.


"Te digo que no me caso" repitió la joven, sintiendo que se renovaba en su alma el horror al

matrimonio con el chico de Rubín. Y las ideas tan trabajosamente construidas en las Micaelas, se

desquiciaron de repente. Aquel altarito levantado a fuerza de meditaciones y de

gimnasias de la razón, se resquebrajaba como si le temblara el suelo.


"El cuarto de la izquierda... de modo que... Eso es estar vendida... Una puerta aquí, otra allí...".


-Lo que te digo, una patita en la trampa; sólo te falta meter la otra.


Y rompió a reír de nuevo con aquella franqueza insolente que a Fortunata le agradaba, cosa

extraña, despertando en su alma instintos de dulce perversidad.


"Nada, yo no me caso, que no me caso, ¡ea! -declaró la novia levantándose y dando pasos de

aquí para allí, cual si moviéndose quisiera infundirse la energía que le faltaba".


-Como lo vuelvas a decir... -añadió Mauricia haciendo un gesto de burlesca amenaza-. ¿Piensas

que una ganga como esta se encuentra detrás de cada esquina? Nada, chica, a casarse tocan. En ese

espejo quisieran verse otras. Y para acabar, chica, cásate, y haz por no caer en la trampa. Vaya,

ponte a ser honrada, que de menos nos hizo Dios... Oye lo que te digo, que es el Evangelio, chica, el

puro Evangelio:


Fortunata se detuvo ante su amiga, y esta la obligó a sentarse otra vez a su lado.


"Nada, te casas... porque casarte es tu salvación. Si no, vas a andar de mano en mano hasta la

consunción de los siglos. Tú no seas boba; si quieres ser honrada, serlo, hija. Descuida,

que no te pondrán un puñal al pecho para que peques".


-Pues sí -dijo Fortunata animándose-, ¿qué me importa a mí la trampa? Como yo no quiera caer...


-Claro... El otro ahí junto... pues que le parta un rayo. ¿A ti qué? Tú di "soy honrada", y de ahí no

te saca nadie. A los pocos días le dices a tu esposo de tu alma que la casa no te gusta, y tomáis otra.


-Di que sí... tomamos otra, y se acabó la trampa -observó la novia tomando en serio los consejos

de su amiga.


-Verdad que él no se acobardará, y a donde vayas, él detrás. Créeme que está loco, Y te digo

más. La criada que tienes, esa Patricia que le recomendó a doña Lupe el señor de Torquemada, está

vendida.


-¡Vendida!... ¡Ah!... -exclamó Fortunata con nuevo terror-. Mira tú por qué esa mujer no me

gustó cuando la vi esta mañana. Es muy adulona, muy relamida, y tiene todo el aire de un serpentón...

Pues nada, le diré a mi marido que no me gusta, y mañana mismo la despido.


-Eso... y viva el caraiter. Tú mira bien lo que te digo: siempre y cuando quieras ser honrada,

serlo; pero dejarte de casar, ¡dejar de casarte!, que no se te pase por la cabeza, hija de mi

alma.


Fortunata parecía recobrar la calma con esta exhortación de su amiga, expresada de una manera

cariñosa y fraternal.


"Otra cosa se me ocurre -indicó luego con la alegría del náufrago que ve flotar una tabla cerca de

sí-. Le diré a mi marido que estoy mala y que me lleve a vivir al pueblo ese donde ha cogido la

herencia".


-¡Pueblo!... ¿Y qué vas a hacer tú en un pueblo? -dijo Mauricia con expresión de desconsuelo,

como una madre que se ocupa del porvenir de su hija-. Mira tú, y créelo porque yo te lo digo: más

difícil es ser honrada en un pueblo chico que en estas ciudades grandes donde hay mucho personal,

porque en los pueblos se aburre una; y como no hay más que dos o tres sujetos finos y siempre les

estás viendo, ¡qué peine!, acabas por encapricharte con alguno de ellos. Yo conozco bien lo que son

los pueblos de corto personal. Resulta que el alcalde, y si no el alcalde el médico y si no el juez, si lo

hay, te hacen tilín, y no quiero decirte nada. En último caso, tanto te aburres, que te da un toque y

caes con el señor cura...


-Quita, quita, ¡qué asco!


-Pues chica, no pienses en salir de Madrid -agregó la tarasca cogiéndola por un brazo,

atrayéndola a sí y sentándola sobre sus rodillas-. Hija de mi vida, ¿a quién quiero yo? A ti nada más.

Lo que yo te diga es por tu bien. Déjate llevar; cásate, y si hay trampa, que la haya. Lo

que debe pasar, pasa... Deja correr y haz caso de mí, que te he tomado cariño y soy mismamente

como tu madre.


Fortunata iba a responder algo; pero la campanilla anunció que se aproximaba doña Lupe.


Cuando esta penetró en la sala, ya sabía por Papitos quién estaba allí.


-¿En dónde está esa loca? -entró diciendo-. ¡Pero qué oscuridad! No veo gota. Mauricia...


-Aquí estoy, mi señora doña Lupe. Ya nos podían traer una luz.


Fortunata fue por la luz, y en tanto la viuda dijo a su corredora:


"¿Qué traes por acá? ¡Cuánto tiempo...! ¿Y qué tal? ¿Te has enmendado? Porque el padre

Pintado le contó a Nicolás horrores de ti...".


-No haga caso, señora. D. León es muy fabulista y boquea más de la cuenta. Fue un pronto que

tuve.


-¡Vaya unos prontos!... ¿Y qué traes ahí?


Entró Fortunata con la lámpara encendida, y la tarasca empezó a mostrar mantones de Manila, un

tapiz japonés, una colcha de malla y felpilla.


"Mire, mire qué primores. Este pañolón es de la señá marquesa de Tellería. Lo da por un pedazo

de pan. Anímese, señora, para que haga un regalo a su sobrina, el día de mañana, que así sea el

escomienzo de todas las felicidades".


-¡Quita allá!... ni para qué quiere esta mantones. ¡Buenos están los tiempos! ¿Y qué precio?...

¡Cincuenta duros! Ajajá... ¡qué gracia! Los tengo yo del propio Senquá, mucho más floreados que

ese y los doy a veinticinco.


-Quisiera verlos... ¿Sabe lo que le digo? Que me caiga muerta aquí mismo, si no es verdad que

me han ofrecido treinta y ocho y no lo he querido dar... Mire, por estas cruces.


Y haciendo la cruz con dos dedos, se la besó.


-"A buena parte vienes!... Si estoy yo de mantones...".


-Pero no serán como este.


-Mejores, cien veces mejores... Pero me alegro de que hayas venido: te voy a dar un aderezo

para que me lo corras.


Y siguieron picoteando de este modo hasta que entró Maximiliano, y doña Lupe mandó sacar la

sopa. El novio, enterándose de que había visita en la sala, acercose despacito a la puerta para ver

quién era. "Es Mauricia" le dijo su prometida saliéndole al encuentro.


Ambos se fueron al comedor, esperando allí a que su tía despachase a la corredora. Cuando esta

se fue no quiso Fortunata salir a despedirla, por temor de que dijese algo que la pudiera

comprometer.




- III -


Maximiliano habló a su futura de las invitaciones que había hecho, y ella le oía como quien oye

llover; mas no reparó el joven en esta distracción por lo muy exaltado que estaba. Como era tan

idealista, quería hacer el papel de novio con todas las reglas recomendadas por el uso, y aunque se

vio solo en el comedor con su amada, tratábala con aquellos miramientos que impone el pudor más

exquisito. No se decidía ni a besarla, gozando con la idea de poder hacerlo a sus anchas después de

recibidas las bendiciones de la Iglesia, y aun de hacerle otras caricias con la falsa ilusión de no

habérselas hecho antes. Mientras comían, Fortunata se sintió anegada en tristeza, que le costaba

trabajo disimular. Inspirábale el próximo estado tanto temor y repugnancia, que le pasó por el

pensamiento la idea de escaparse de la casa, y se dijo: "No me llevan a la Iglesia ni atada". Doña

Lupe, que gustaba tanto de hacer papeles y de poner en todos los actos la corrección social, no

quería que los novios se quedasen solos ni un momento. Había que emplear una ficción moral como

tributo a la moral misma y en prueba de la importancia que debemos dar a la forma en todas nuestras

acciones.


Fortunata estuvo muy desvelada aquella noche. Lloraba a ratos como una

Magdalena, y poníase luego a recordar cuanto le dijo el padre Pintado y el remedio de la devoción a

la Santísima Virgen. Durmiose al fin rezando, y soñó que la Virgen la casaba, no con Maxi, sino con

su verdadero hombre, con el que era suyo a pesar de los pesares. Despertó sobresaltada, diciendo:

"Esto no es lo convenido". En el delirio de su febril insomnio, pensó que D. León la había engañado y

que la Virgen se pasaba al enemigo, "Pues para esto no se necesitaba tanto Padre Nuestro y tanta

Ave María...". Por la mañana reíase de aquellos disparates, y sus ideas fueron más reposadas. Vio

claramente que era locura no seguir el camino por donde la llevaban, que era sin duda el mejor.

"¡Hala!, honrada a todo trance. Ya me defenderé de cuantas trampas se me quieran armar".


Doña Lupe dejó las ociosas plumas a las cinco de la mañana cuando aún no era de día, y arrancó

de la cama a Papitos, tirándole de una oreja, para que encendiera la lumbre. ¡Flojita tarea la de aquel

día; un almuerzo para doce personas! Llamó a Fortunata para que se fuera arreglando, y acordaron

dejar dormir a Maxi hasta la hora precisa, porque los madrugones le sentaban mal. Dio varias

disposiciones a la novia para que trabajara en la cocina, y se fue a la compra con Papitos, llevando el

cesto más grande que en la casa había.


Lo que doña Lupe llamaba el menudo era excelente: riñones salteados, sesos, merluza o pajeles,

si los había, chuletas de ternera, filete a la inglesa... Esto corría de cuenta de la viuda, y Fortunata se

comprometió a hacer una paella. A las ocho ya estaba doña Lupe de vuelta, y parecía una pólvora;

tal era su actividad. Como que a las diez debían ir a la Iglesia. "Pero no, no iré, porque si voy, de fijo

me hace Papitos algún desaguisado". La suerte fue que vino Patricia, y entonces se decidió la señora

a asistir a la ceremonia.


Púsose la novia su vestido de seda negro, y doña Lupe se empeñó en plantarle un ramo de azahar

en el pecho. Hubo disputa sobre esto... que sí, que no. Pero la señora de D. Basilio había traído el

ramo y no se la podía desairar. Como que era el mismo ramo que ella se había puesto el día de su

boda. Fortunata estaba guapísima, y Papitos buscaba mil pretextos para ir al gabinete y admirarla

aunque sólo fuera un instante. "Esta sí que no tiene algodón en la delantera" pensaba.


La de Jáuregui se puso su visita adornada con abalorio, y doña Silvia se presentó con pañuelo de

Manila, lo que no agradó mucho a la viuda, porque parecía boda de pueblo. Torquemada fue muy

majo; llevaba el hongo nuevo, el cuello de la camisa algo sucio, corbata negra deshilachada y en ella

un alfiler con magnífica perla que había sido de la marquesa de Casa-Bojío. El bastón de

roten y las enormes rodilleras de los calzones le acababan de caracterizar. Era hombre muy

humorístico y tenía una baraja de chistes referentes al tiempo. Cuando diluviaba, entraba diciendo:

"Hace un polvo atroz". Aquel día hacía mucho calor y sequedad, motivo sobrado para que mi

hombre se luciera: "¡Vaya una nevada que está cayendo!". Estas gracias sólo las reían doña Silvia y

doña Lupe.


Maxi llevaba su levita nueva y la chistera que aquel día se puso por primera vez. Extrañaba mucho

aquel desusado armatoste, y cuando se lo veía en la sombra, parecíale de tres o cuatro palmos de

alto. Dentro de casa, creía que tocaba con su sombrero al techo. Pero en orden de chisteras, la más

notable era la de D. Basilio Andrés de la Caña, que lo menos era de catorce modas atrasadas, y

databa del tiempo en que Bravo Murillo le hizo ordenador de pagos. Las botas miraban con envidia

al sombrero por el lustre que tenía. Nicolás Rubín presentose menos desaseado que otras veces,

sintiendo no haber podido traer a D. León. Ulmus Sylvestris, Quercus gigantea, y Pseudo

Narcissus odoripherus presentáronse muy guapetones, de levitín, y alguno de ellos con guantes

acabados de comprar, y rodearon a la novia, y la felicitaron y aun le dieron bromas, viéndose ella

apuradísima para contestarles. Por fin, doña Lupe dio la voz de mando, y a la iglesia

todo el mundo.


Fortunata tenía la boca extraordinariamente amarga, cual si estuviera mascando palitos de quina.

Al entrar en la parroquia sintió horrible miedo. Figurábase que su enemigo estaba escondido tras un

pilar. Si sentía pasos, creía que eran los de él. La ceremonia verificose en la sacristía, y duró poco

tiempo. Impresionaron mucho a la novia los símbolos del Sacramento, y por poco se cae redonda al

suelo. Y al propio tiempo sentía en sí una luz nueva, algo como un sacudimiento, el choque de la

dignidad que entraba. La idea del señorío enderezó su espíritu, que estaba como columna inclinada y

próxima a perder el equilibrio. ¡Casada!, ¡honrada o en disposición de serlo! Se reconocía otra. Estas

ideas, que quizás procedían de un fenómeno espasmódico, la confortaron; pero al salir volvió a

sentirse acometida del miedo. ¡Si por acaso el enemigo se le aparecía...! Porque Mauricia le había

dicho que rondaba, que rondaba, que rondaba... ¡Aquí de la Virgen! Pero ¡qué cosas! ¡Si María

Santísima protegía ahora al enemigo! Esta idea extravagante no la podía echar de sí. ¿Cómo era

posible que la Virgen defendiera el pecado? ¡Tremendo disparate!, pero disparate y todo, no había

medio de destruirlo.


De regreso a la casa, doña Lupe no cabía en su pellejo; de tal modo se crecía y se

multiplicaba atendiendo a tantas y tan diferentes cosas. Ya recomendaba en voz baja a Fortunata que

no estuviese tan displicente con doña Silvia; ya corría al comedor a disponer la mesa; ya se liaba con

Papitos y con Patricia, y parecía que a la vez estaba en la cocina, en la sala, en la despensa y en los

pasillos. Creeríase que había en la casa tres o cuatro viudas de Jáuregui funcionando a un tiempo. Su

mente se acaloraba ante la temerosa contingencia de que el almuerzo saliera mal. Pero si salía bien,

¡qué triunfo! El corazón le latía con fuerza, comunicando calor y fiebre a toda su persona, y hasta la

pelota de algodón parecía recibir también su parte de vida, palpitando y permitiéndose doler. Por fin,

todo estuvo a punto. Juan Pablo, que no había ido a la iglesia, pero que se había unido a la comitiva al

volver de ella, buscaba un pretexto para retirarse. Entró en el comedor cuando sonaba el pataleo de

las sillas en que se iban acomodando los comensales, y contó... "Me voy -dijo-, para no hacer

trece". Algunos protestaron de tal superstición, y otros la aplaudieron. A D. Basilio le parecía esto

incompatible con las luces del siglo, y lo mismo creía doña Lupe; pero se guardó muy bien de detener

a su sobrino por la ojeriza que le tenía, y Juan Pablo se fue, quedando en la mesa los comensales en

la tranquilizadora cifra de doce.


Durante el almuerzo, que fue largo y fastidioso, Fortunata siguió muy encogida, sin atreverse a

hablar, o haciéndolo con mucha torpeza cuando no tenía más remedio. Temía no comer con bastante

finura y revelar demasiado su escasa educación. El temor de parecer ordinaria era causa de que las

palabras se detuvieran en sus labios en el momento de ser pronunciadas. Doña Lupe, que la tenía al

lado, estaba al quite para auxiliarla si fuera menester, y en los más de los casos respondía por ella, si

algo se le preguntaba, o le soplaba con disimulo lo que debía de decir.


A un tiempo notaron Fortunata y doña Lupe que Maximiliano no se sentía bien. El pobrecito

quería engañarse a sí mismo, haciéndose el valiente; mas al fin se entregó. "Tú tienes jaqueca" le dijo

su tía. "Sí que la tengo -replicó él con desaliento, llevándose la mano a los ojos-; pero quería olvidarla

a ver si no haciéndole caso, se pasaba. Pero es inútil; no me escapo ya. Parece que se me abre la

cabeza. Ya se ve, la agitación de ayer, la mala noche, porque a las tres de la mañana desperté

creyendo que era la hora, y no volví a dormir".


Hubo en la mesa un coro compasivo. Todos dirigían al pobre jaquecoso miradas de lástima y

algunos le proponían remedios extravagantes.


"Es mal de familia -observó Nicolás-, y con nada se quita. Las mías han sido tan

tremendas, que el día que me tocaba, no podía menos que compararme a San Pedro Mártir, con el

hacha clavada en la cabeza. Pero de algún tiempo a esta parte se me alivian con jamón".


-¿Cómo es eso?... ¿aplicándose una tajada a la cabeza?


-No, hija... comiéndolo...


-¡Ah!, uso interno...


-Vale más que te retires -dijo Fortunata a su marido, cuyo sufrimiento crecía por instantes.


Doña Lupe fue de la misma opinión, y Maximiliano pidió permiso para retirarse, siéndole

concedido con otro coro de lamentaciones. El almuerzo tocaba ya a su fin. Fortunata se levantó para

acompañar a su marido, y no hay que decir que, sintiendo el motivo, se alegraba de abandonar la

mesa, por verse libre de la etiqueta y de aquel suplicio de las miradas de tanta gente. Maxi se echó en

su cama; su mujer le arropó bien, y cerrando las maderas, fue a la cocina a hacer un té. Allí tropezó

con doña Lupe, que le dijo:


"Primero es el café. Ya lo están esperando. Ayúdame, y luego harás el té para tu marido. Lo que

él necesita más es descanso".


La sobremesa fue larga. Pegaron la hebra D. Basilio y Nicolás sobre el carlismo, la guerra y su

solución probable, y se armó una gran tremolina, porque intervinieron los farmacéuticos,

que eran atrozmente liberales, y por poco se tiran los platos a la cabeza. Torquemada procuraba

pacificar, y entre unos y otros molestaban mucho al enfermo con la bulla que hacían. Por fin, a eso de

las cuatro fueron desfilando, teniendo la desposada que oír los plácemes empalagosos que le dirigían,

confundidos con bromas de mal gusto, y contestar a todo como Dios le daba a entender. La tarde

pasola Maxi muy mal; le dieron vómitos y se vio acometido de aquel hormigueo epiléptico que era lo

que más le molestaba. Al anochecer se empeñó en que se había de ir a la nueva casa, y su mujer y su

tía no podían quitárselo de la cabeza.


"Mira que te vas a poner peor. Duerme aquí, y mañana...".


-No, no quiero. Me siento algo aliviado. El periodo más malo pasó ya. Ahora el dolor está como

indeciso, y dentro de media hora aparecerá en el lado derecho, dejándome libre el izquierdo. Nos

vamos a casa, me acuesto entre sábanas y allí pasaré lo que me resta.


Fortunata insistía en que no se moviese, pero él se levantó y se puso la capa. No hubo más

remedio que emprender la marcha para la otra casa.


"Tía -dijo Maxi-, que no se olvide el frasco de láudano. Cógelo tú, Fortunata, y llévalo. Cuando

me meta en la cama, trataré de dormir, y si no lo consigo, echarás seis gotas, cuidado...

seis gotas nada más de esta medicina en un vaso de agua, y me las darás a beber".


Muy abrigado y la cabeza bien envuelta para que no le diese frío, lleváronle a la casa matrimonial,

que fue estrenada en condiciones poco lisonjeras. La distancia entre ambos domicilios era muy corta.

Al atravesar la calle de Santa Feliciana, Fortunata creyó ver... juraría... Le corrió una exhalación fría

por todo el cuerpo. Pero no se atrevía a mirar para atrás con objeto de cerciorarse. Probablemente

no era más que delirio y azoramiento de su alma, motivados por las mil andróminas que le había

contado Mauricia.


Llegaron, y como todo estaba preparado para pernoctar, nada echaron de menos. Sólo se hablan

olvidado unas bujías y Patricia bajó a traerlas. Acostado Maxi, sucedió lo que se temía: que se puso

peor, y vuelta a los vómitos y a la desazón espasmódica. "Tú no quieres hacer caso de mí... ¡Cuánto

mejor que hubieras dormido en casa esta noche! Ahí tienes el resultado de tu terquedad". Después

de expresar su opinión autoritaria de esta manera, doña Lupe, viendo a su sobrino más tranquilo y

como vencido del sopor, empezó a dar instrucciones a Fortunata sobre el gobierno de la casa. No

aconsejaba, sino que disponía. Por dar órdenes, hasta le dijo lo que había de mandar

traer de la plaza al día siguiente, y al otro y al otro. "Y cuidado con dejar de tomarle la cuenta a la

muchacha, al céntimo, pues Torquemada dice que no la abona y no hay que fiar... Si te falta algún

cacharro en la cocina, no lo compres; yo te lo compraré, porque a ti te clavan... Nada de comprar

petróleo en latas... el fuego me horripila. Desde mañana vendrá el petrolero de casa y le tomas lo que

se gaste en el día... Patatas y jabón, una arroba de cada cosa. Cuidado cómo te sales de un diario de

dieciséis (), diecisiete () reales todo lo más... El día que sea conveniente un extraordinario, me lo

avisas... Yo iré con Papitos a la plaza de San Ildefonso, y te traeré lo que me parezca bien... A Maxi

le pones mañana dos huevitos pasados, ya sabes, y un sopicaldo. Los demás días su chuletita con

patatas fritas. No compres nunca merluza en Chamberí. Papitos te la traerá. Mucho ojo con este

carnicero, que es más ladrón que Judas. Si tienes alguna cuestión con él, nómbrame a mí y le verás

temblar...". Y por aquí siguió amonestando y apercibiendo con ínfulas de verdadera ama y canciller

de toda la familia. La suerte que se marchó.


Serían las diez cuando la desposada se quedó sola con su marido y con Patricia. Maxi no acababa

de tranquilizarse, por lo que fue preciso apelar al remedio heroico. El mismo enfermo lo pidió,

dejando oír una voz quejumbrosa que salía de entre las sábanas, y que por su tenuidad

no parecía corresponder a la magnitud del lecho. Fortunata cogió el cuenta gotas y acercando la luz

preparó la pócima. En vez de siete gotas no puso más que cinco. Le daba miedo aquella medicina.

Tomola Maxi y al poco rato se quedaba dormido con la boca abierta, haciendo una mueca que lo

mismo podía ser de dolor que de ironía.




- IV -


Al ver dormido a su esposo, pareciole a Fortunata que se alejaba; encontrose sola, rodeada de un

silencio alevoso y de una quietud traidora. Dio varias vueltas por la casa, sin apartar el pensamiento y

las miradas de los tabiques que separaban su cuarto del inmediato, y los tales tabiques se le antojaron

transparentes, como delgadas gasas, que permitían ver todo lo que de la otra parte pasaba. Andando

de puntillas por los pasillos y por la sala, percibió rumor de voces. Si aplicara el oído a la pared, oiría

quizás claramente; pero no se atrevió a aplicarlo. Por la ventana del comedor que daba a un patio

medianero, veíase otra ventana igual con visillos en los cristales. Allí lucía una lámpara con pantalla

verde, y alrededor de ella pasaban bultos, sombras, borrosas imágenes de personas,

cuyas caras no se podían distinguir.


Después de hacer estas observaciones, fue a la cocina, donde estaba la criada preparando los

trastos para el día siguiente. Era tan hacendosa y tan corrida en el oficio, que la misma doña Lupe se

sorprendía de verla trabajar, porque despachaba las cosas en un decir Jesús, sin atropellarse. Pero a

Fortunata le era antipática por aquella amabilidad empalagosa tras de la cual vislumbraba la traición.


"Patricia -le dijo su ama, afectando una curiosidad indiferente-. ¿Sabe usted qué gente es esa del

cuarto de al lado?".


-Señorita -replicó la criada sin dejarla concluir-; como estoy aquí desde el día antes de salir usted

del convento, ya conozco a toda la vecindad... ¿sabe? En ese cuarto vive una señora muy fina que la

llaman doña Cirila. Su marido es no sé qué del tren. Tiene una gorra con galones y letras. Esta noche,

cuando bajé por las bujías, me encontré a la vecina en la tienda y me preguntó por el señorito. Dijo

que cualquier cosa que se ofreciera... ¿sabe? Es muy amable. Ayer entró aquí a ver la casa, y yo pasé

a la suya... Dice que tiene muchas ganas de hacerle a usted la visita.


-¡A mí! -replicó Fortunata sentándose en la silla de la cocina, junto a la mesa de pino blanco-.

¡Qué confianzudo está el tiempo! Y usted, ¿para qué se ha metido allá, sin más ni

más?... ¿Qué sabía usted si a mí me gustaba o no me gustaba entrar en relaciones...?


-Yo... señorita... calculé que...


-Nada, estoy vendida... -pensó Fortunata-, y esta mujer es el mismo demonio.


Un rato estuvo meditando, hasta que Patricia, mientras ponía los garbanzos de remojo, la sacó de

su abstracción con estas mañosas palabras:


"Díjome doña Cirila que es usted muy linda, ¿sabe?... que esta mañana la vio a usted en la iglesia

y que le fue muy simpática. Verá usted, cuando la trate, que también ella se deja querer. Dice que se

alegrará mucho de que usted pase a su casa cuando guste... con confianza, y que de noche están

jugando a la brisca hasta las doce".


-¡Que pase yo allá!... ¡yo!


-Claro... y esta noche misma puede pasar, puesto que el señorito duerme y no son más que las

diez... Digo, si quiere distraerse un rato.


"¿Pero qué está usted diciendo? ¡Distraerme yo!".


Fortunata se habría dejado llevar del primer impulso de cólera, si en su alma no hubiera nacido

otro impulso de tolerancia, unido a cierta relajación de conciencia. Se calló, y en aquel instante

llamaron a la puerta.


"¡Llaman!... No abra usted, no abra usted" dijo con presentimiento de un cercano

peligro.


-¿Por qué, señorita?... ¿A qué esos miedos...? Miraré por el ventanillo.


Y fue hacia el recibimiento. Desde la cocina oyó Fortunata cuchicheo en la puerta. Duró poco, y

la criada volvió diciendo:


"Los de al lado... la misma señorita Cirila fue la que llamó. Nada; que si teníamos por casualidad

azucarillos... Le he dicho que no. Me preguntó cómo seguía el señorito. Le contesté que duerme

como un lirón".


Fortunata salió de la cocina sin decir nada, cejijunta y con los labios temblorosos. Fue a la alcoba

y observó a su marido que dormía profundamente, pronunciando en su delirio opiáceo palabras

amorosas entremezcladas con términos de farmacia: "Ídolo... De acetato de morfina, un centigramo...

Cielo de mi vida... Clorhidrato de amoniaco, tres gramos... disuélvase...".


Volviendo a la cocina, mandó a la criada que se acostase; pero la señora Patria no tenía sueño.

"Mientras la señorita no se acueste, ¿para qué me he de acostar yo? Podría ofrecerse algo". Y la

muy picarona quería entablar conversación con su ama; mas esta no le respondía a nada. De pronto,

el despierto oído de Fortunata, cuyo pensamiento estaba reconcentrado en la trampa que a su

parecer se le armaba, creyó sentir ruido en la puerta. Parecía como si cautelosamente

probaran llaves desde fuera para abrirla. Fue allá muerta de miedo, y al acercarse cesó el ruido; ella

no las tenía todas consigo, y llamó a Patria: "Juraría que alguien anda en la puerta... Pero qué, ¿no ha

echado usted el cerrojo?".


Observó entonces que el cerrojo no estaba echado, y lo corrió con mucho cuidado para no hacer

ruido.


"¡Vaya, que si yo me fiara de usted para guardar la casa!... A ver, atención... ¿No siente usted un

ruidito como si alguien estuviera tentando la cerradura?... ¿Ve usted?, ahora empujan... ¿qué es

esto?".


-Señorita... ¿sabe?, es el viento que rebulle en la escalera. No sea usted tan medrosica...


Lo más particular era que la misma Fortunata, al correr el cerrojo con tanto cuidado, había

sentido, allá en el más apartado escondrijo de su alma, un travieso anhelo de volverlo a descorrer.

Podría ser ilusión suya; pero creía ver, cual si la puerta fuera de cristal, a la persona que tras esta, a su

parecer, estaba... Le conocía, ¡cosa más rara!, en la manera de empujar, en la manera de rasguñar la

fechadura en la manera de probar una llave que no servía. Durante un rato, señora y criada no se

miraron. A la primera le temblaban las manos y le andaba por dentro del cráneo un barullo

tumultuoso. La sirviente clavaba en la señora sus ojos de gato, y su irónica sonrisa

podría ser lo mismo el único aspecto cómico de la escena que el más terrible y dramático. Pero de

repente, sin saber cómo, criada y ama cruzaron sus miradas, y en una mirada pareció que se

entendieron. Patria le decía con sus ojuelos que arañaban: "Abra usted, tonta, y déjese de remilgos".

La señora decía: "¿Le parece a usted bien que abra?... ¿Cree usted que...?".


Pero a Fortunata la ganó de súbito el decoro, y tuvo un rechazo de honor y dignidad.


"Si esto sigue -dijo-, despertaré a mi marido. ¡Ah!, ya parece que se retira el ladrón, pues ladrón

debe de ser...".


Tocó el cerrojo para cerciorarse de que estaba corrido, y se fue a la sala. Patricia volvió a la

cocina.


"En todo caso, es demasiado pronto" pensó Fortunata sentándose en una silla y poniéndose a

pensar. Fue como una concesión a las ideas malas que con tanta presteza surgían de su cerebro,

como salen del hormiguero las hormigas, en larga procesión, negras y diligentes. Después trató de

rehacerse de nuevo: "Resueltamente, mañana le digo a mi marido que la casa no me gusta y que es

preciso que nos mudemos. Y a esta sinvergüenza la planto en la calle".


¡Qué cosas pasan! De improviso, obedeciendo a un movimiento irresistible, casi

puramente mecánico y fatal, Fortunata se levantó y saliendo de la sala, se acercó a la

puerta. En aquel acto, todo lo que constituye la entidad moral había desaparecido con total eclipse

del alma de la infortunada mujer; no había más que el impulso físico, y lo poco que de espiritual había

en ello, engañábase a sí mismo creyéndose simple curiosidad. Aplicó el oído a la rejilla... Pues sí, la

persona, el ladrón o lo que fuera, continuaba allí. Instintivamente, como el suicida pone el dedo en el

gatillo, llevó la mano al cerrojo; pero así como el suicida, instintivamente también, se sobrecoge y no

tira, apartó su mano del cerrojo, el cual tenía el mango tieso hacia adelante como un dedo que señala.


Entonces, por los huecos de la rejilla, de fuera adentro, penetraron estas palabras adelgazadas por

la voz, cual si hubieran de pasar por un tamiz finísimo: "Nena, nena... ahora sí que no te me escapas".


Fortunata no hizo movimiento alguno. Se había convertido en estatua. Creía estar sola, y vio que

Patria se acercaba pasito a pasito, pisando como los gatos. No con el lenguaje, sino con aquella cara

gatesca y aquella boca que parecía que se estaba siempre relamiendo, decía: "Señorita, abra usted y

no haga más papeles. Si al fin ha de abrir mañana, ¿por qué no abre esta noche?".


Como si esto hubiera sido expresado con la voz, con la voz respondió la señora:

"No, no abro".


-Vaya por Dios...


Largo y temeroso silencio siguió a esto. Después sintieron que se abría y se cerraba la puerta del

cuarto vecino. Fortunata respiró. El otro, cansado de esperar, se retiraba.


"Vaya por Dios" repitió Patria, como si dijera: "Tanto repulgo para caerse luego...".


Pasado un cuarto de hora, sintieron que se abría otra vez la puerta de la izquierda. Corrió

Fortunata al ventanillo, miró con cuidado y... el otro salía embozado en su capa con vueltas

encarnadas. La emoción que sintió al verle fue tan grande, que se quedó como yerta, sin saber dónde

estaba. Hacía tres años que no le había visto... Observó un hecho muy desagradable: al salir el tal, no

había mirado a la puerta de la derecha, como parecía natural... Estaba enojado sin duda...


Y movida del mismo impulso mecánico, la señora de Rubín corrió al balcón de la sala, y abrió

quedamente la madera... En efecto, le vio atravesar la calle y doblar la esquina de la de Don Juan de

Austria. Tampoco había mirado para los balcones de la casa, como es natural mire el chasqueado

expugnador de una plaza, al retirarse de sus muros.


Patricia se permitió la confianza de poner su mano en el hombro de su ama, diciéndole:

"Ahora sí que nos podemos acostar. ¡Qué susto hemos pasado!". Fortunata le respondió:

"¿Susto yo?... ¡quia!". Todo esto se decía con un cuchicheo cauteloso, y lo mismo lo habrían dicho

aunque no hubiera allí un enfermo cuyo sueño había que respetar. La criada se deslizó blandamente

por los oscuros pasillos y el ama entró en la alcoba. Al ver a su marido, sintió como si lo que está a

cien mil leguas de nosotros se nos pusiera al lado de repente. Maxi había dado vueltas en el lecho y

dormía como los pájaros, con la cabeza bajo el ala. El mezquino cuerpo se perdía en la anchura de

aquella cama tan grande, y allí podía pasearse en sueños el esposo como en los inconmensurables

espacios del Limbo.


La esposa no se acostó, y acercando una butaca a la cama, y echándose en ella, cerró los ojos. Y

allá de madrugada fue vencida del sueño, y se le armó en el cerebro un penoso tumulto de cerrojos

que se descorrían, de puertas que se franqueaban, de tabiques transparentes y de hombres que se

colaban en su casa filtrándose por las paredes.




- V -


A la mañana siguiente, Maxi estaba mejor, pero rendidísimo. Daba lástima verle. Su palidez era

como la de un muerto; tenía la lengua blanca, mucha debilidad y ningún apetito. Diéronle

algo de comer, y Fortunata opinó que debía quedarse en la cama hasta la tarde. Esto no le disgustaba

a Maxi, porque sentía cierto alborozo infantil de verse en aquel lecho tan grandón y rodar por él. La

mujer le cuidaba como se cuida a un niño, y se había borrado de su mente la idea de que era un

hombre.


Vino doña Lupe muy temprano, y enterada que Maxi estaba bien, empezó a dar órdenes y más

órdenes, y a incomodarse porque ciertas cosas no se habían hecho como ella mandara. Iba de la sala

a la cocina y de la cocina a la sala, dictando reglas y pragmáticas de buen gobierno. Maxi se quejaba

de que su mujer estaba más tiempo fuera de la alcoba que en ella, y la llamaba a cada instante.


"Gracias a Dios, hija, que pareces por aquí. Ni siquiera me has dado un beso. ¡Qué día de boda,

hija, y qué noche! Esta maldita jaqueca... pero ya pasó, y ahora lo menos en quince días no me

volverá a dar... ¡Vamos!, ya estás otra vez queriendo marcharte a la cocina. ¿No está ahí esa señora

Patria?".


-Ha ido a la compra. La que está es tu tía, por cierto dando tantismas órdenes, que no sabe una

a cuál atender primero.


-Pues déjala. Tú, a todo di que sí, y luego haces lo que quieras, pichona. Ven acá... Que trabaje

Patria; para eso está. ¡Qué bien sirve! ¿verdad? Es una mujer muy lista.


-Ya lo creo...


-¿Te vas de veras?


-Sí, porque si no, tu tía me va a echar los tiempos.


-¡Pues me gusta!... Entonces me levanto, y me voy también a la cocina. Yo quiero estarte mirando

hasta que me harte bien. Ahora eres mía; soy tu dueño único, y mando en ti.


-Vuelvo al momentito, rico...


-Estos momentitos me cargan -dijo él nadando en las sábanas como si fueran olas.


Toda la mañana tuvo Fortunata el pensamiento fijo en la casa vecina. Mientras almorzaba sola,

miraba por la ventana del patio, pero no vio a nadie. Parecía vivienda deshabitada. Siempre que

pasaba por la sala echaba la esposa de Rubín miradas furtivas a la calle. Ni un alma. Sin duda la

trampa se armaba sólo por las noches.


A la tarde, hallándose sola con Patricia en la cocina, tuvo ya las palabras en la boca para

preguntarle: "¿y los de al lado?". Pero no desplegó sus labios. Debió de penetrar la maldita gata

aquella en el pensamiento de su ama, pues como si contestara a una pregunta, le dijo de buenas a

primeras:


"Pues ahorita, cuando bajé a la carnicería, ¿sabe?, encontreme a la señorita Cirila. Me preguntó

por el señorito, y dijo que pasaría a verla a usted, sin decir cuándo ni cuándo no.


-No me venga usted con cuentos de... esa familiona -contestó Fortunata, cuyo ánimo estaba

bastante aplacado para poder tomar aquella correcta actitud-. Ni qué me importa a mí... ¿me

entiende usted?


Maximiliano se levantó, dio algunas vueltas; pero estaba tan débil, que tuvo que volver a

acostarse. Ella, en tanto, seguía observando. No se oía en la vecindad ningún rumor. Por la noche

igual silencio. Parecía que a la doña Cirila, a su marido, el de la gorra con letras, y a los amigos que

les visitaban, se les había tragado la tierra. Por la noche, sintió Fortunata tristeza y desasosiego tan

grandes, que no sabía lo que le pasaba. Se habría podido creer que la contrariaba el no ver a nadie

de la casa próxima, el no sentir pisadas, ni ruido de puertas, ni nada. Maximiliano, que desde media

tarde había vuelto a nadar entre las agitadas sábanas del lecho, y estaba tan impertinente como un

niño enfermo que ha entrado en la convalecencia, dijo a su consorte, ya cerca de las diez, que se

acostase, y esta obedeció; mas la repugnancia y hastío que inundaban su alma en aquel instante eran

de tal modo imperiosos, que le costó trabajo no darlos a conocer. Y el pobre chico no se encontraba

en aptitud de expresarle su desmedido amor de otro modo que por manifestaciones relacionadas

exclusivamente con el pensamiento y con el corazón. Palabras ardientes sin eco en

ninguna concavidad de la máquina humana, impulsos de cariño propiamente ideales, y de aquí no

salía, es decir, no podía salir. Fortunata le dijo con expresión fraternal y consoladora: "Mira,

duérmete, descansa y no te acalores. Anoche has estado muy malito, y necesitas unos días para

reponerte. Hazte cuenta que no estoy aquí, y a dormir se ha dicho". Si lo tranquilizó, no se sabe; pero

ello es que se quedó dormida, y no despertó hasta las siete de la mañana.


Maxi se quedó más tiempo en la cama, hartándose de sueño, aquel reparo que su desmedrada

constitución reclamaba. Púsose Fortunata a arreglar la casa y mandó a Patricia a la compra, cuando

he aquí que entra doña Lupe toda descompuesta: "¿No sabes lo que pasa? Pues una friolera. Déjame

sentar que vengo sofocadísima. Vaya que dan que hacer mis dichosos sobrinos. Anoche han puesto

preso a Juan Pablo. Ha venido a decírmelo ahora mismo D. Basilio. Entraron los de la policía en la

casa de esa mujer con quien vive ahora, ¿te vas enterando?, y después de registrar todo y de coger

los papeles, trincaron a mi sobrino, y en el Saladero me le tienes... Vamos a ver, ¿y qué hago yo

ahora? Francamente, se ha portado muy mal conmigo; es un mal agradecido y un manirroto. Si sólo

se tratara de tenerle unos días en la cárcel, hasta me alegraría, para que escarmiente y no

vuelva a meterse donde no le llaman. Pero me ha dicho D. Basilio que a todos los presos de anoche...

han cogido a mucha gente... les van a mandar nada menos que a las islas Marianas; y aunque Juan

Pablo se tiene bien merecido este paseo, francamente, es mi sobrino, y he de hacer cuanto pueda

para que le pongan en libertad".


Maxi, que oyera desde la alcoba algunas palabras de este relato, llamó; y doña Lupe lo repitió en

su presencia, añadiendo:


"Es preciso que te levantes ahora mismo y vayas a ver a todas las personas que puedan

interesarse por tu hermano, que bien ganado se tiene el achuchón, ¡pero qué le hemos de hacer!... Tú

verás a D. León Pintado, para que te presente al Doctor Sedeño, el cual te presentará a D. Juan de

Lantigua, que aunque es un señor muy neo, tiene influencia por su respetabilidad. Yo pienso ver a

Casta Moreno para que interceda con D. Manuel Moreno Isla, y este le hable a Zalamero, que está

casado con la chica de Ruiz Ochoa. Cada uno por su lado, beberemos los vientos para impedir que

le plantifiquen en las islas Marianas". Vistiose el joven a toda prisa, y doña Lupe, en tanto, dispuso

que no se hiciese almuerzo en la cocina de Fortunata, y que esta y su marido almorzaran con ella,

para estar de este modo reunidos en día de tanto trajín. Maxi salió después de desayunarse,

y su mujer y su tía se fueron a la otra casa. Por el camino, doña Lupe decía: "Es lástima que

Nicolás se haya ido a Toledo hace dos días, pues si estuviera aquí, él daría pasos por su hermano, y

con seguridad le sacaría hoy mismo de la cárcel, porque los curas son los que más conspiran y los

que más pueden con el Gobierno... Ellos la arman, y luego se dan buena maña para atarles las manos

a los ministros cuando tocan a castigar. Así está el país que es un dolor... todo tan perdido... ¡Hay

más miseria...!, y las patatas a seis reales arroba, cosa que no se ha visto nunca".


Púsose la viuda en movimiento con aquella actividad valerosa que le había proporcionado tantos

éxitos en su vida, y Fortunata y Papitos quedaron encargadas de hacer el almuerzo. A la hora de este,

volvió doña Lupe sofocada, diciendo que Samaniego, el marido de Casta Moreno, se hallaba en

peligro de muerte y que por aquel lado no podía hacerse nada. Casta no estaba en disposición de

acompañarla a ninguna parte. Tocaría, pues, a otra puerta, yéndose derechita a ver al Sr. de Feijoo,

que era amigo suyo y había sido su pretendiente, y tenía gran amistad con don Jacinto Villalonga,

íntimo del Ministro de la Gobernación. A poco llegó don Basilio diciendo que Maxi no venía a

almorzar. "Ha ido con D. León Pintado a ver a no sé qué personaje, y tienen para un rato".



Fortunata determinó volverse a su casa, pues tenía algo que hacer en ella, y repitiéndole a Papitos

las varias disposiciones dictadas por la autócrata en el momento de su segunda salida, se puso el

mantón y cogió calle. No tenía prisa y se fue a dar un paseíto, recreándose en la hermosura del día, y

dando vueltas a su pensamiento, que estaba como el Tío Vivo, dale que le darás, y torna y vira... Iba

despacio por la calle de Santa Engracia, y se detuvo un instante en una tienda a comprar dátiles, que

le gustaban mucho. Siguiendo luego su vagabundo camino, saboreaba el placer íntimo de la libertad,

de estar sola y suelta siquiera poco tiempo. La idea de poder ir a donde gustase la excitaba haciendo

circular su sangre con más viveza. Tradújose esta disposición de ánimo en un sentimiento filantrópico,

pues toda la calderilla que tenía la iba dando a los pobres que encontraba, que no eran pocos... Y

anda que andarás, vino a hacerse la consideración de que no sentía malditas ganas de meterse en su

casa. ¿Qué iba ella a hacer en su casa? Nada. Conveníale sacudirse, tomar el aire. Bastante

esclavitud había tenido dentro de las Micaelas. ¡Qué gusto poder coger de punta a punta una calle tan

larga como la de Santa Engracia! El principal goce del paseo era ir solita, libre. Ni Maxi ni doña Lupe

ni Patricia ni nadie podían contarle los pasos, ni vigilarla ni detenerla. Se hubiera ido así...

sabe Dios hasta dónde. Miraba todo con la curiosidad alborozada que las cosas más insignificantes

inspiran a la persona salida de un largo cautiverio. Su pensamiento se gallardeaba en aquella dulce

libertad, recreándose con sus propias ideas. ¡Qué bonita, verbi gracia, era la vida sin cuidados, al

lado de personas que la quieren a una y a quien una quiere...! Fijose en las casas del barrio de las

Virtudes, pues las habitaciones de los pobres le inspiraban siempre cariñoso interés. Las mujeres mal

vestidas que salían a las puertas y los chicos derrotados y sucios que jugaban en la calle atraían sus

miradas, porque la existencia tranquila, aunque fuese oscura y con estrecheces, le causaba envidia.

Semejante vida no podía ser para ella, porque estaba fuera de su centro natural, Había nacido para

menestrala; no le importaba trabajar como el obispo con tal de poseer lo que por suyo tenía. Pero

alguien la sacó de aquel su primer molde para lanzarla a vida distinta; después la trajeron y la llevaron

diferentes manos. Y por fin, otras manos empeñáronse en convertirla en señora. La ponían en un

convento para moldearla de nuevo, después la casaban... y tira y dale. Figurábase ser una muñeca

viva, con la cual jugaba una entidad invisible, desconocida, y a la cual no sabía dar nombre.


Ocurriole si no tendría ella pecho alguna vez, quería decir iniciativa... si no haría

alguna vez lo que le saliera de entre sí. Embebecida en esta cavilación llegó al Campo de Guardias,

junto al Depósito. Había allí muchos sillares, y sentándose en uno de ellos, empezó a comer dátiles.

Siempre que arrojaba un hueso, parecía que lanzaba a la inmensidad del pensar general una idea

suya, calentita, como se arroja la chispa al montón de paja para que arda.


"Todo va al revés para mí... Dios no me hace caso. Cuidado que me pone las cosas mal... El

hombre que quise, ¿por qué no era un triste albañil? Pues no; había de ser señorito rico, para que me

engañara y no se pudiera casar conmigo... Luego, lo natural era que yo le aborreciera... pues no

señor, sale siempre la mala, sale que le quiero más... Luego lo natural era que me dejara en paz, y así

se me pasaría esto; pues no señor, la mala otra vez; me anda rondando y me tiene armada una

trampa... También era natural que ninguna persona decente se quisiera casar conmigo; pues no señor,

sale Maxi y... ¡tras!, me pone en el disparadero de casarme, y nada, cuando apenas lo pienso,

bendición al canto... ¿Pero es verdad que estoy casada yo?...".




- VI -


Miraba el hueso del dátil que se acababa de comer, y como si el hueso le dijera que sí, hizo ella un

signo afirmativo y algo desconsolado... "¡Vaya si lo estoy!". Quedose tan profundamente

ensimismada, que olvidó dónde estaba. Pero levantándose de repente, echó a andar hacia abajo,

como los que llevan en el cerebro ese cascabel que se llama idea fija. Había subido la luenga calle

con aires de paseante, distraída, alegre, vago el mirar; bajábala como los monomaniacos. Al llegar

frente a la iglesia, sacola de este embebecimiento un ruido de pasos que sintió tras sí. "Estos pasos

son los suyos -pensó-; pues lo que es yo no miro para atrás. ¿Qué haré? Aprisita, aprisita".


La curiosidad pudo más que nada y Fortunata miró; no era. Más adelante sintió otra vez pasos

persistentes y vio una sombra que se extendía por la calle, paralela a su sombra. Aquel sí era...

¿Miraría? No; más valía no darse por entendida... Por fin, la pícara curiosidad... Miró y tampoco era.

Al llegar a su casa estaba más tranquila. Cuando Patria abrió la puerta, le preguntó: "¿Ha venido

alguien? ¿El señorito está?...".


-El señorito no viene hasta la noche. Mandó un recado para que no le esperase usted.



Y la taimada gata se sonreía de un modo tan zalamero, que Fortunata no pudo menos de

preguntarle: "¿Quién está ahí?".


Volvió a sonreír Patricia con infernal malicia, y... "¿Qué... pero qué...?" balbució la señora

acercándose de puntillas a la puerta de la sala. Empujola suavemente hasta abrir un poquito. No veía

nada. Abrió más, más... Estaba pálida como si se hubiera quedado sin sangre... Abrió más...

acabáramos. En el sofá de la sala, tranquilamente sentado... ¡Dios!, el otro. Fortunata estuvo a punto

de perder el conocimiento. Le pasó un no sé qué por delante de los ojos, algo como un velo que baja

o un velo que sube. No dijo nada. Él, pálido también, se levantó y dijo claramente: "Adelante, nena".


Fortunata no daba un paso. De repente (el demonio explicara aquello), sintió una alegría insensata,

un estallido de infinitas ansias que en su alma estaban contenidas. Y se precipitó en los brazos del

Delfín, lanzando este grito salvaje: "¡Nene!... ¡bendito Dios!".


Olvidados de todo, los amantes estuvieron abrazados largo rato. La prójima fue quien primero

habló, diciendo: "Nene, me muero por ti...".


"Ven acá" dijo Santa Cruz cogiéndola por una brazo. Dejábase llevar ella, como la cosa más

natural del mundo. Franquearon la puerta de la casa, que estaba abierta. Y la del cuarto de la

izquierda, ¡qué casualidad!, abierta también. Luego que pasaron, alguien cerró. En

aquella morada reinaba una discreción alevosa. Juan la llevó a una salita muy bien puesta, junto a la

cual había una alcoba perfectamente arreglada. Sentáronse en el sofá y se volvieron a abrazar.

Fortunata estaba como embriagada, con cierto desvarío en el alma, perdida la memoria de los hechos

recientes. Toda idea moral había desaparecido como un sueño borrado del cerebro al despertar; su

casamiento, su marido, las Micaelas, todo esto se había alejado y puéstose a millones de leguas, en

punto donde ni aun el pensamiento lo podía seguir. Su amante le dijo con simpática voz: "¡cuánto

tenemos que hablar!" y a ella le entró una risa convulsiva, que difícilmente podía expresarse: "Ji ji ji...

¡tres años!... no, más años, más porque ji ji ji... ¿Ves cómo tiemblo? No sé lo que me pasa... pues sí,

más tiempo, porque cuando estuve aquí con ji ji ji... Juárez el Negro, te vi y no te vi... y siempre él

delante, y un día que le dije que te quería, sacó un cuchillo muy grande, ji ji ji... y me quiso matar...

Yo muriéndome por hablarte y él que no... que no... Nuestro nenín muerto, y yo más muerta, ji ji; y

en Barcelona me acordaba de ti y te mandaba besos por el aire, y en Zaragoza... besos por el aire...

ji ji, y en Madrid lo mismo. Y cuando me metieron en el convento, también... ji ji ji... besos por el

aire... y tú sin acordarte de mí, malo...".


-¡Sin acordarme! Desde que volví de Valencia te estoy dando caza... ¡Lo que he pasado, hija! Ya

te contaré. Y al fin te he cogido... ¡ah, buena pieza! Ahora me las pagarás todas juntas... ¡Cuánto me

has hecho sufrir!... ¡Más maldiciones le he echado a ese dichoso convento...! Pero qué guapa estás,

nena.


-Chi.


-Estás hermosísima.


-Chi... para ti.


El frío aquel de fiebre se trocó de improviso en calor violentísimo, y la risa convulsiva en explosión

de llanto.


"No es día de llorar, sino de estar alegre".


-¿Sabes de qué me acuerdo? De mi nenín tan gracioso... Si hubiera vivido, le habrías querido tú,

¿verdad? Me parece que le veo, cuando se le llevaron en la cajita azul... Aquella misma noche fue

cuando Juárez el Negro me sacó un cuchillote tan grande, y me dijo con aquel vocerrón (): "Brr...

son las ocho; reza lo que tengas que rezar, porque antes de las nueve te mato". Estaba furioso de

celos... ¡Ay, qué miedo tan atroz!


-¡Cuánto tenemos que contar!... yo a ti, tú a mí. Ya sé que te has casado. Has hecho bien.


Este has hecho bien le cayó a la prójima como una gota fría en el corazón, trayéndola

bruscamente a la realidad. Enjugando sus lágrimas, se acordó de Maxi, de su boda; y su

casa, que se había alejado cien millas de leguas, se puso allí, a cuatro pasos, fúnebre y

antipática. El rechazo de su alma ante este fenómeno le secó en un instante todas las lágrimas.


"¿Y por qué hice bien?".


-Porque así eres más libre y tienes un nombre. Puedes hacer lo que quieras, siempre que lo hagas

con discreción. He oído que tu marido es un buen chico, que ve visiones...


Al oír esto, vio Fortunata levantarse en su espíritu la imagen ideal, o más bien, el espectro de su

perversidad. Lo que acababa de hacer era de lo que apenas tiene nombre, por lo muy extraordinario

y anormal, en el registro de las maldades humanas. El lugar, la ocasión daban a su acto mayor

fealdad, y así lo comprendió en un rápido examen de conciencia; pero tenía la antigua y siempre

nueva pasión tanto empuje y lozanía, que el espectro huyó sin dejar rastro de sí. Se consideraba

Fortunata en aquel caso como ciego mecanismo que recibe impulso de sobrenatural mano. Lo que

había hecho, hacíalo, a juicio suyo, por disposición de las misteriosas energías que ordenan las cosas

más grandes del universo, la salida del Sol y la caída de los cuerpos graves. Y ni podía dejar de

hacerlo, ni discutía lo inevitable, ni intentaba atenuar su responsabilidad, porque esta no la veía muy

clara, y aunque la viese, era persona tan firme en su dirección, que no se detenía ante

ninguna consecuencia, y se conformaba, tal era su idea, con ir al infierno.


"Esto de alquilar la casa próxima a la tuya -dijo Santa Cruz-, es una calaverada que no puede

disculparse sino por la demencia en que yo estaba, niña mía, y por mi furor de verte y hablarte.

Cuando supe que habías venido a Madrid, ¡me entró un delirio...! Yo tenía contigo una deuda del

corazón, y el cariño que te debía me pesaba en la conciencia. Me volví loco, te busqué como se

busca lo que más queremos en el mundo. No te encontré; a la vuelta de una esquina me acechaba una

pulmonía para darme el estacazo... caí".


-¡Pobrecito mío!... Lo supe, sí. También supe que me buscaste. ¡Dios te lo pague! Si lo hubiera

sabido antes, me habrías encontrado.


Esparció sus miradas por la sala; pero la relativa elegancia con que estaba puesta no la afectó. En

miserable bodegón, en un sótano lleno de telarañas, en cualquier lugar subterráneo y fétido habría

estado contenta con tal de tener al lado a quien entonces tenía. No se hartaba de mirarle.


"¡Qué guapo estás!".


-¿Pues y tú? ¡Estás preciosísima!... Estás ahora mucho mejor que antes.


-¡Ah!, no -repuso ella con cierta coquetería-. ¿Lo dices porque me he civilizado algo? ¡Quia!, no

lo creas: yo no me civilizo, ni quiero; soy siempre pueblo; quiero ser como antes, como

cuando tú me echaste el lazo y me cogiste.


-¡Pueblo!, eso es -observó Juan con un poquito de pedantería-; en otros términos: lo esencial de

la humanidad, la materia prima, porque cuando la civilización deja perder los grandes sentimientos, las

ideas matrices, hay que ir a buscarlos al bloque, a la cantera del pueblo.


Fortunata no entendía bien los conceptos; pero alguna idea vaga tenía de aquello.


"Me parece mentira -dijo él-, que te tengo aquí, cogida otra vez con lazo, fierecita mía, y que

puedo pedirte perdón por todo el mal que te he hecho...".


-Quita allá... ¡perdón! -exclamó la joven anegándose en su propia generosidad-. Si me quieres,

¿qué importa lo pasado?


En el mismo instante alzó la frente, y con satánica convicción, que tenía cierta hermosura por ser

convicción y por ser satánica, se dejó decir estas arrogantes palabras:


"Mi marido eres tú... todo lo demás... ¡papas!".


Elástica era la conciencia de Santa Cruz, mas no tanto que no sintiera cierto terror al oír expresión

tan atrevida. Por corresponder, iba él a decir mi mujer eres tú; pero envainó su mentira, como el

hombre prudente que reserva para los casos graves el uso de las armas.




- VII -


Ya de noche pasó Fortunata a su casa. Su marido no había llegado aún. Mientras le esperaba, la

pecadora volvió a ver el espectro aquel de su perversidad; pero entonces le vio más claro, y no pudo

tan fácilmente hacerle huir de su espíritu. "Me han engañado -pensaba-, me han llevado al casorio,

como llevan una res al matadero, y cuando quise recordar, ya estaba degollada... ¿Qué culpa tengo

yo?". La casa estaba a oscuras y encendió luz. Al arrojar la cerilla en el suelo, esta cayó encendida, y

Fortunata la miró con vivo interés, recordando una de las supersticiones que le habían enseñado en su

juventud. "Cuando la cerilla cae prendida -se dijo- y con la llama vuelta para una, buena suerte".


Maxi entró cansado y meditabundo; pero al ver a su mujer se puso alegre. ¡Todo un día sin verla!

Le había traído un paquete de rosquillas. ¿Y Juan Pablo? Al fin se arreglaría todo. Seguramente no

iba a las islas Marianas, pero quizás le tendrían en el Saladero quince o veinte días. "Y merecido, hija.

¿Para qué se mete a buscarle el pelo al huevo?".


Mientras comieron, Fortunata contemplaba a su marido, más que en la realidad, en sí misma, y de

este examen surgía un tedio abrumador, y la antipatía de marras, pero tan agrandada,

tanto, que ya no cabía más. Y la perversa no trató de combatir aquel sentimiento; se recreaba en él

como en una monstruosidad que tiene algo de seductora.


"Alma mía -le dijo su marido cuando acababan de comer-, veo con gusto que no te falta apetito.

¿Quieres que nos vayamos ahora a un café?".


-No -replicó ella secamente-. Estoy rendidísima. ¿No ves que se me cierran los párpados? Lo

que quiero es dormir.


-Bueno, mejor; yo también lo deseo.


Acostáronse, y el tiempo que aún estuvo despierta empleolo Fortunata en hacer comparaciones.

El cuerpo desmedrado de Maxi le producía, al tocar el suyo, crispamientos nerviosos. Y también se

dio a pensar en lo molesto y difícil que era para ella tener que vivir dos vidas diferentes, una

verdadera, otra falsa, como las vidas de los que trabajan en el teatro. A ella le era muy difícil

representar y fingir, por lo que su tormento se crecía considerablemente. "No podré, no podré

-pensaba al dormirse- hacer esta comedia mucho tiempo". A la madrugada despertó después de un

profundísimo y reparador sueño, y entonces le dio por llorar, haciendo cálculos, representándose con

gran poder de la mente escenas probables, y condoliéndose de no poder ver a su amante a todas

horas.


En los siguientes días, las escapadas al cuarto vecino tenían lugar a horas varias, cuando Maxi

salía. Iba a estudiar con un amigo para tomar el grado, y además solía ir a la farmacia de Samaniego.

Ya estaba acordado que tendría plaza en el establecimiento. Aunque sus ausencias eran seguras,

ambos criminales determinaron poner el nido más lejos. En tanto, Patricia hacía lo que le daba la

gana. Las disposiciones de Fortunata y aun de la misma doña Lupe eran letra muerta. Robaba

descaradamente, y su ama no se atrevía a reprenderla. Santa Cruz, que era el autor de todo aquel

fregado, no sabía cómo arreglarlo, cuando su amiga le consultaba. El plan más prudente era tomar

otro cuarto y despedir luego a Patricia, dándole una buena propina para que se callara.


Algunos días el Delfín ofrecía regalos y dinero a su amante; pero esta no quería tomar nada. Se le

había encajado en la cabeza una manía estrambótica, de que ambos se reían mucho, cuando ella la

contaba. Pues la manía era que Juanito no debía ser rico. Para que las cosas fueran en regla, debía

ser pobre, y entonces ella trabajaría como una negra para mantenerle. "Si tú hubieras sido albañil,

carpintero o, pongo por caso, celador del resguardo, otro gallo me cantara". -"Vaya por dónde te ha

dado ahora". -"Y nada más". No había medio de quitarle de la cabeza aquella

corrección de las obras de la Providencia.


"En resumidas cuentas -le decía él-, eres una inocentona. Pero, di, ¿no te gusta el lujo?".


-Cuando no estoy contigo, me gusta algo, no mucho. Nunca me he chiflado por los trapos. Pero

cuando te tengo, lo mismo me da oro que cobre; seda y percal todo es lo mismo.


-Háblame con franqueza. ¿No necesitas nada?


-"Nada; me lo puedes creer". -"¿Ese alma de Dios te da todo lo que necesitas?". -"Todo; me lo

puedes creer". -"Quiero regalarte un vestido". -"No me lo pondré". -"Y un sombrero". -"Lo

convertiré en espuerta". -"¿Has hecho voto de pobreza?". -"Yo no he hecho voto de nada. Te

quiero porque te quiero, y no sé más".


"Nada, enteramente primitiva" pensaba el Delfín, el bloque del pueblo, al cual se han de ir a

buscar los sentimientos que la civilización deja perder por refinarlos demasiado.


Un día hablaban de Maximiliano. "¡Infeliz chico! -decía Fortunata-, el odio que le he tomado, no

es odio verdadero sino lástima. Siempre me fue muy antipático. Me dejé meter en las Micaelas y me

dejé casar... ¿Sabes tú cómo fue todo eso?, pues como lo que cuentan de que manetizan a una

persona y hacen de ella lo que quieren; lo mismito. Yo, cuando no se trata de querer, no

tengo voluntad. Me traen y me llevan como una muñeca... Y ahora, créete que me entran

remordimientos de engañar a ese pobre chico. Es un angelón sin pena ni gloria. Danme ganas a veces

de desengañarle, y la verdad... Porque lo que es acariciarle, no puedo, se me resiste, no está en mi

natural. Le pido a la Virgen que me dé fuerzas para cantar claro".


-¡A la Virgen!... ¿pero tú crees?... -dijo Santa Cruz pasmado, pues tenía a Fortunata por

heterodoxa.


-¿Pues no he de creer? Lo que me aconseja la Virgen siempre que le rezo con los ojos cerrados,

es que te quiera mucho y me deje querer de ti... La tienes de tu parte, chiquillo... ¿De qué te

espantas? Pues digo; yo le rezo a la Virgen y ella me protege, aunque yo sea mala. ¡Quién sabe lo

que resultará de aquí, y si las cosas se volverán algún día lo que deben ser! Y si te hablo con

franqueza, a veces dudo que yo sea mala... sí, tengo mis dudas. Puede que no lo sea. La conciencia

se me vuelve ahora para aquí, después para allá; estoy dudando siempre, y al fin me hago este cargo:

querer a quien se quiere no puede ser cosa mala.


-Oye una cosa -dijo el Delfín, que se recreaba en las singularísimas nociones de aquel espíritu-.

¿Y si tu marido descubriera esto y me quisiera matar?


-¡Ay!, no me lo digas... ni en broma me lo digas. Me tiraba a él como una leona y le

destrozaba... ¿Ves cómo se coge un langostino y se le arrancan las patas, y se le retuerce el corpacho

y se le saca lo que tiene dentro?, pues así.


-Pero vamos a ver, nena: ¿No me guardas rencor por haberte abandonado, dejándote en la

miseria, con tus vísperas de chiquillo y en poder de Juárez el Negro?


-Ningún rencor te guardo: Entonces estaba rabiosa. La rabia y la miseria me llevaron con Juárez

el Negro. ¿Creerás lo que te voy a decir? Pues me fui con él por lo mucho que le aborrecía. Cosa

rara, ¿verdad?... Y como no tenía un triste pedazo de pan que llevar a la boca, y él me lo daba, ahí

tienes... Yo dije: "me vengaré yéndome con este animal". Cuando tuve a mi niño, me consolaba con

él; pero luego se me murió; y cuando reventó Juárez, como yo me pensé que ya no me querías, dije:

"pues ahora me vengaré siendo todo lo mala que pueda".


-¿Pero qué ideas tienes tú de las maneras de tomar venganza?


-No me preguntes nada... no sé... Vengarse es hacer lo que no se debe... lo más feo, lo más...


-¿Y de quién te vengas así, criatura?


-Pues de Dios, de... de qué sé yo... no me preguntes, porque para explicártelo, tendría que ser

sabia como tú, y yo no sé jota, ni aprendo nada, aunque doña Lupe y las monjas, frota

que frota, me hayan sacado algún lustre... enseñándome a no decir tanto disparate.


Santa Cruz estuvo un gran rato pensativo.


Un día hablaron también de Jacinta... No gustaba Juan que la conversación fuese llevada a este

terreno; pero Fortunata, siempre que tenía ocasión, íbase a él derecha. A sus preguntas, contestaba el

otro evasivamente.


"Mira, nena; deja a mi mujer en su casa".


-Pues asegúrame que no la quieres.


-La quiero, sí... ¿a qué engañarte?... pero de una manera muy distinta que a ti. Le guardo todas las

consideraciones que ella se merece, porque... no puedes figurarte lo buena que es.


Fortunata siguió inquiriendo con molesta curiosidad todo lo que quería saber respecto a la

intimidad de los esposos; pero el otro se escurría gallardamente, dejando a salvo, hasta donde era

posible en aquel criminal coloquio, la personalidad sagrada de su mujer.


"La pobrecilla -dijo al fin-, tiene una pasión que la domina, mejor dicho, una manía que la trae

trastornada".


-¿Qué es?


-La manía de los hijos. Dios no quiere y ella se empeña en que sí. De la pena que le causa su

esterilidad, se ha desmejorado, ha enflaquecido, y hace algún tiempo que se está llenando de canas.

Es ya pasión de ánimo. ¿Te enteraste de lo que pasó? Pues le dieron el gran timo. Tu tío

José Izquierdo, de compinche con otro loco, le hizo creer que un chiquillo de tres años que consigo

tenía, era nuestro Juanín. Mi mujer perdió la chaveta, quiso adoptarlo y nada menos que llevárnoslo a

casa. Por pronto que se descubrió el enredo, no se pudo evitar que tu tío le estafase seis mil reales.


-Tie gracia. Ya sabía yo esa historia. El niño ese debe de ser el de Nicolasa, la entenada del tío

Pepe. Nació seis días después que el nuestro, y era hijo de uno que encendía los faroles del gas...

Pero no comprendo una cosa. A mí me parece que tu mujer debía de querer a ese nene por creerlo

tuyo y aborrecerlo por ser de otra madre. Yo juzgo por mí.


-Calla, tonta, mi mujer se vuelve loca por todos los niños del universo, sean de quien fueren. Y al

supuesto Juanín, bastara que le tuviera por mío, para que le adorara. Ella es así; si no tienes tú idea de

lo buena que es. ¡Pues si pariera...! Santo Cristo, no quiero pensarlo. De seguro perdía el juicio, y

nos lo hacía perder a todos. Querría a mi hijo más que a mí y más que al mundo entero.


Quedose Fortunata, al oír esto, risueña y pensativa. ¿Qué estaba tramando aquella cabeza llena de

extravagancias? Pues esto:


"Escucha, nenito de mi vida, lo que se me ha ocurrido. Una gran idea; verás. Le voy a proponer

un trato a tu mujer. ¿Dirá que sí?".


-Veamos lo que es.


-Muy sencillo. A ver qué te parece. Yo le cedo a ella un hijo tuyo y ella me cede a mí su marido.

Total, cambiar un nene chico por el nene grande.


El Delfín se rió de aquel singular convenio, expresado con cierto donaire.


-¿Dirá que sí?... ¿Qué crees tú? -preguntó Fortunata con la mayor buena fe, pasando luego de la

candidez al entusiasmo para decir:


-Pues mira, tú te reirás todo lo que quieras; pero esto es una gran idea.


El ilustrado joven se zambulló en un mar de meditaciones.




- VIII -


Las visitas a la casa de Cirila prosiguieron durante dos semanas; pero bien se demostró en la

práctica que aquello no podía seguir, y tomaron otro cuarto. Patricia se había hecho insoportable, y

doña Lupe, descolgándose en la casa a horas intempestivas, llevada de su afán de mangonear,

dificultaba las escapatorias de su sobrina. En tanto, Fortunata no trataba a Maximiliano

desconsideradamente; pero su frialdad sería capaz de helar el fuego mismo. Habría preferido él mil

veces que su mujer le tirase los trastos a la cabeza, a que le tratara con aquella cortesía desdeñosa y

glacial. Rarísima vez se daba el caso de que ella le hiciese una caricia; para obtenerla,

tenía Maxi que echarle memoriales, y lo que lograba era como limosna. Es que Fortunata no servía

para cortesana, y sus fingimientos eran tan torpes que daba lástima verla fingir.


El joven farmacéutico tenía momentos de horrible tristeza, y cavilaba mucho. De tal estado pasó a

la observación, desarrollándosele esta facultad de un modo pasmoso. Siempre que estaba en casa, no

quitaba los ojos de su mujer, estudiándole los movimientos, las miradas, los pasos y hasta el respirar.

Cuando comían, le examinaba la manera de comer; cuando estaban en el lecho, la manera de dormir.


Fortunata no le miraba nunca. Este hecho, cuidadosamente observado, produjo en el infeliz

muchacho indecible melancolía. ¡Haber comprado aquellos ojos con su mano, su honra y su nombre

para que se empleasen en mirar a una silla antes que en mirarle a él! Esto era tremendo, pero

tremendo, y cierto día agitó su alma un furor insano; mas no quiso manifestarlo, y lo desahogó a solas

mordiéndose los puños.


"¿Por qué no me miras?" le preguntó una noche, con semblante ceñudo.


-Porque...


No dijo más; se comió el resto de la frase. Dios sabe lo que iba a decir.


Bebía los vientos el desgraciado chico por hacerse querer, inventando cuantas sutilezas da de sí la

manía o enfermedad de amor. Indagaba con febril examen las causas recónditas del agradar, y no

pudiendo conseguir cosa de provecho en el terreno físico, escudriñaba el mundo moral para pedirle

su remedio. Imaginó enamorar a su esposa por medios espirituales. Hallábase dispuesto, él que ya era

bueno, a ser santo, y hacía estudio de lo que a su mujer le era grato en el orden del sentimiento para

realizarlo como pudiera. Gustaba ella de dar limosna a cuantos pobres encontrase; pues él daría más,

mucho más. Ella solía admirar los casos de abnegación; pues él se buscaría una coyuntura de ser

heroico. A ella le agradaba el trabajo; pues él se mataría a trabajar. De este modo devastaba el infeliz

su alma, arrancando todo lo bueno, noble y hermoso para ofrecérselo a la ingrata, como quien tala un

jardín para ofrecer en un solo ramo todas las flores posibles.


"Ya no me quieres -le dijo un día con inmensa tristeza-, ya tu corazón voló, como el pajarito a

quien le dejan abierta la jaula. Ya no me quieres".


Y ella le respondía que sí; ¡pero de qué manera! Más valía que dijese terminantemente que no.

"¿Por qué te vas tan lejos de mí? Parece que te causo horror. Cuando entro, te pones

seria; cuando crees que no me fijo en ti, estás ensimismada y te sonríes como si en espíritu hablaras

con alguien".


Otra cosa le mortificaba. Cuando salían juntos a paseo, todo el mundo se fijaba en Fortunata,

admirando su hermosura; luego le miraban a él. Suponía Maxi que todos hacían la observación de

que no era él hombre para tal hembra. Algunos se permitían examinarle de una manera insolente. Si

iban al café, estaban poco tiempo, porque los amigos se enracimaban alrededor de Fortunata sin

hacer maldito caso de su marido, y este tragaba mucha bilis. Lo que desorientaba más a Maxi era que

ella no tomaba varas con nadie, y siempre que él decía vámonos, estaba dispuesta a retirarse.


Buscaba el farmacéutico algo en qué fundar las conjeturas que empezaban a devorarle, y no lo

encontraba. Ideó consultar el caso con su tía; pero no quiso dar su brazo a torcer, y temblaba de que

doña Lupe le dijese: "¿Ves?, ¡por no hacer caso de mí!". ¡Celos! ¿Y de quién? Fortunata

mostrábase con todos tan fría como con él. Solía esparcir melancólicamente sus miradas por la calle,

entre el gentío, sin fijarse en nadie, cual si buscaran a alguien que no quería dejarse ver. Y después las

miradas volvían a sí misma con mayor tristeza.


También atormentaban al joven los elogios que sus amigos le hacían de ella. "¡Qué mujer

te tienes!" le decía Pseudo-Narcissus odoripherus. Y Quercus gigantea le silbaba en el oído

estas fúnebres palabras: "Es mucha hembra para ti, barbián. Ándate con mucho ojo".


Pero doña Lupe le infundía ideas optimistas. ¡Parecía mentira! La perspicaz, la sabia y

experimentada señora de Jáuregui dijo más de una vez a su sobrino: "¡Qué trabajadora es tu mujer!

Siempre que vengo aquí me la encuentro planchando o lavando. Francamente, no creí... Te ayudará,

te ayudará. Y luego tan calladita... Hay días que no le oigo el metal de voz".


Con unas cosas y otras, el pobre chico apenas podía estudiar, y con mucho trabajo se preparaba

para la licenciatura. El asunto de su colocación se había resuelto ya, porque habiendo fallecido

Samaniego a fines de Octubre, su viuda organizó el personal de la botica, dando una plaza a

Maximiliano. Se convino entre doña Casta Moreno y doña Lupe que cuando el chico tomara el

grado, se le fijaría sueldo, y que pasado un año de práctica, tendría participación en las ganancias.

Por el lado económico todo iba a pedir de boca, porque mientras llegaba el día de ganar con su

profesión, podía vivir bien con la corta renta de la herencia. Lo malo era que desde que ingresara en

la botica, seríale preciso ausentarse de su casa días enteros, y esto le ponía en ascuas. Ocurriósele

entonces lo que se le ocurre a cualquier celoso, salir un día, diciendo que iba a la

farmacia, y volver en seguida. Hízolo una vez, y no sorprendió nada: Fortunata estaba en la cocina.

Repitió la treta, y lo mismo: estaba cosiendo. A la tercera, Fortunata había salido. Dos horas después

entró, trayendo un paquete en la mano. "¿Que de dónde vengo? Pues de comprar unas cosillas. ¿No

me dijiste que querías una corbata? Mírala".


Una noche entró Maximiliano bastante excitado. Le tomó la mano a su mujer, y haciéndola sentar

a su lado, le dijo a boca de jarro: "Hoy he conocido a ese pillo que te deshonró".


Fortunata se quedó como muerta.


"Pues qué... ¿no está enfermo?".


Se le escapó esta espontaneidad, y cuando quiso contenerla ya era tarde. Hacía una semana que

Santa Cruz no iba a las citas, y le había enviado, por medio de Cirila, un recadito. Se había caído del

caballo en la Casa de Campo, estropeándose ligeramente un brazo.


"¿Enfermo? -dijo Maxi, clavando en ella sus ojos de iluminado-. En efecto, tenía un brazo en

cabestrillo. ¿Pero tú por dónde sabes...?".


-No, no, yo no sabía nada -replicó Fortunata enteramente aturdida.


-¡Tú lo has dicho! -exclamó Rubín con la mirada terrorífica-. ¿Por dónde lo sabes?


La prójima se puso como la grana; después volvió a palidecer. Buscaba una salida de

aquel compromiso, y al fin la encontró: "¡Ah!".


-¿Qué?


-¿Dices que cómo lo sé, tontín?... Pues muy sencillo. Si lo traía el periódico... Tu tía lo leyó

anoche. Mira, aquí está: que se cayó del caballo paseando por la Casa de Campo.


Y recobrando su serenidad, revolvió en la mesa y cogió El Imparcial que, en efecto, traía la

noticia: "Mira... ¿lo ves?... convéncete".


Maxi, después de leer, siguió diciendo: "Le vi en el Saladero; allí debiera estar ese canalla toda su

vida. Olmedo, que iba conmigo, me le enseñó. Fue a ver a mi hermano; él iba a visitar a un tal

Moreno Vallejo que también está preso por conspirar. ¡Y el tal Santa Cruz es de lo más

cargante...!".


Fortunata se tapaba la cara con el periódico, fingiendo que leía. Maxi le arrebató el papel de un

manotazo.


"Te has quedado así como... estupefacta".


-Déjame en paz -replicó ella con un despego que a su marido le llegó al alma.


-¡Qué modales, hija! Ya ni consideración.


Fortunata parecía que tenía sellada la boca. Comieron sin chistar; él se puso luego a estudiar y ella

a coser, sin que el fúnebre silencio se rompiera. Acostáronse, y lo mismo. Ella volvió la espalda a su

marido, insensible a los suspiros que daba. Desvelados estuvieron ambos largo rato,

cada cual por su lado, muy cerca materialmente uno de otro, pero en espíritu Fortunata se había ido a

los antípodas.


Dos o tres días después, volviendo del Saladero, a donde fue para decir a su hermano que pronto

le soltarían, vio Maximiliano a Santa Cruz guiando un faetón por la calle de Santa Engracia arriba. Ya

tenía el brazo bueno. Miró a Maxi, y este le miró a él. Desde lejos, porque el coche iba bastante a

prisa, observó Rubín que este entraba por la calle de Raimundo Lulio. ¿Pasaría luego a la de

Sagunto? Nunca como en aquel momento sintió el exaltado chico ganas de tener alas. Apresuró el

paso todo lo que pudo, y al llegar a su calle... ¡Dios!... lo que se temía... Fortunata en el balcón,

mirando por la calle del Castillo hacia el paseo de la Habana, por donde seguramente había seguido

el coche. Subió el joven farmacéutico tan rápidamente la escalera, que al llegar arriba no podía

respirar. Es que para ser celoso se necesitan buenos pulmones. Cayose más bien que se sentó en una

silla, y su mujer y Patricia acudieron a él creyendo que le daba algún accidente. No podía hablar y se

golpeaba la cabeza con los puños. Cuando su mujer se quedó sola con él sintió Rubín que aquella

furibunda cólera se trocaba en un dolor cobarde. El alma se le desgajaba y sacudía resistiéndose a

albergar en su seno la ira. Los ojos se le llenaron de lágrimas, las rodillas se le doblaron.

Cayendo a los pies de su mujer, le besuqueó las manos. "Ten piedad de mí -le dijo con aflicción más

de niño que de hombre-. Por tu vida... la verdad, la verdad. Ese señor... tú esperándole... él pasaba

por verte. Tú no me quieres, tú me estás engañando... le quieres otra vez... le has visto en alguna

parte. La verdad... Más quiero morirme de pena que de vergüenza. Fortunata, yo te saqué de las

barreduras de la calle, y tú me cubres a mí de fango. Yo te di mi honor limpio, y me lo devuelves

sucio. Yo te di mi nombre, y haces de él una caricatura. El último favor te pido... la verdad, dime la

verdad".




- IX -


Fortunata movió la lengua y agitó los labios. En la punta de aquella tenía la verdad, y por instantes

dudó si soltarla o meterla para adentro. La verdad quería salir. Las palabras se alinearon mudas y

decían: "Sí, es cierto que te aborrezco. Vivir contigo es la muerte. Y a él le quiero más que a mi

vida". La batalla fue breve, y Fortunata volvió la terrible verdad a los senos de su espíritu. La aflicción

de Maxi exigía la mentira, y su mujer tuvo que decírsela... mentiras de esas que inspiran viva

compasión al que las dice y consuelan poco al que las oye. Echábalas de sí como

enfermera que administra la inútil medicina al agonizante.


"Dímelo de otra manera y te creeré -manifestó Rubín-. Dilo con un poquito de calor, siquiera

como me lo decías antes. Tú no sabes el daño que me haces. Me estás haciendo creer que no hay

Dios, que portarse bien y portarse mal todo es lo mismo".


La compasión venció a la delincuente y se mostró tan afable aquella tarde y noche, que

Maximiliano hubo de tranquilizarse. El pobrecito estaba destinado a no tener rato bueno, pues a

punto que su espíritu recibía algún alivio, se le inició la jaqueca. La noche fue cruel, y Fortunata

esmerose en cuidarle. En medio de sus dolores cefalálgicos, el infortunado joven se caldeaba más la

mente arbitrando remedios o paliativos de la ansiedad que le dominaba. A poco de vomitar, dijo a su

mujer: "Se me ocurre una idea que resolverá las dificultades... Nos iremos a Molina de Aragón,

donde tengo mis fincas. Abandono la carrera y me dedico a labrador... Quieres, ¿sí o no? Allí viviré

con tranquilidad". Fortunata se mostró conforme, si bien recordaba lo que Mauricia le había dicho de

la vida de los pueblos. Sólo descuartizada iría ella a vivir al campo; pero aquella noche no tenía más

remedio que decir sí a todo.


En los siguientes días notaba el pobre Maxi que su descaecimiento aumentaba de una

manera alarmante como si le sangraran, y asustadísimo fue a consultar con Augusto

Miquis, el cual le dijo que hubiera sido mejor consultara antes de casarse, pues en tal caso le habría

ordenado terminantemente el celibato. Esto redobló sus tristezas; mas cuando Miquis le propuso

como único remedio de su mal la rusticación, cobró esperanzas, confirmándose en la idea de

abandonar la corte y sepultarse para siempre en sus estados de Molina.


La segunda vez que habló de esto a su mujer, no la encontró tan bien dispuesta. "¿Y tus estudios,

y tu carrera? Aconséjate con tu tía, y ella te dirá que lo que estás pensando es un disparate". Maxi

estaba muy caviloso por ciertas cosas que en su mujer notaba. Hacía días que apenas levantaba ella

los ojos del suelo y su mirar revelaba una gran pesadumbre. De repente, una tarde que volvía Rubín

de la botica, al subir la escalera la oyó cantar. Entró, y la cara de Fortunata resplandecía de contento

y animación. ¿Qué había pasado? Maxi no lo pudo penetrar, aunque sus celos, aguzadores de la

inteligencia, le apuntaban presunciones que bien podrían contener la verdad. Esta era que la prójima

había recibido, por conducto de Patria, una esquelita en que se le anunciaba la reapertura del curso

amoroso, interrumpido durante una quincena. " Esta alegría -pensaba Maxi-, ¿por qué será?". Y

comprendiendo por instinto de celoso que echaba un jarro de agua fría sobre aquel

contento, dijo a Fortunata: "Ya está decidido que nos iremos al pueblo. Lo he consultado con mi tía y

ella lo aprueba".


No era verdad que había consultado con doña Lupe, mas lo decía para dar a su proposición

autoridad indiscutible.


"Te irás tú..." dijo ella sonriendo.


-No -agregó él conteniendo la amargura que de su alma se desbordaba-, los dos.


-Tú te has vuelto loco -observó Fortunata riendo con cierto descaro-. Yo creí... ¿Pero lo dices

con formalidad?


-¡Toma!... ¿Y tú no me dijiste que irías también y que querías ser paleta?


-Sí; pero fue porque me pensé que era conversación. ¡Encerrarme yo en un pueblo! ¡Qué talento

tienes!


De tal modo se demudó el rostro del joven, que Fortunata, que ya empezaba a decir algunas

bromas sobre aquel asunto, se recogió en sí. Maxi no dijo una palabra, y de pronto salió disparado

de la casa, cerró con estruendo la puerta y bajó la escalera de cuatro en cuatro peldaños. Asustose

Fortunata, y asomándose al balcón, viole recorrer apresuradamente la calle de Sagunto y después

tomar por la de Santa Engracia, hacia abajo. Ella salió después, tomando por la misma calle, pero

hacía arriba, en dirección de Cuatro Caminos.


Las seis de la tarde serían cuando Rubín volvió a su casa. Estaba lívido, y de lívido pasó a verde,

cuanto Patricia le dijo que la señorita había salido a compras. Dejándose llevar de su insensato recelo,

interrogó a la criada, tratando de averiguar por ella. Pero a buena parte iba. Patricia tenía la

discreción del traidor, y cuanto dijo fue encaminado a introducir en el cerebro de Maxi el

convencimiento de que su mujer era punto menos que canonizable. Cuando la criminal entró, el

marido había mandado encender luz y estaba sentado junto a la mesa de la sala. "¿De dónde

vienes?" le preguntó. -"Me parece -replicó ella-, haberte dicho que iba a comprar este retor".

Mostró un envoltorio, después un paquetito, y otro. "¿Ves?... la sopa Juliana que tanto te gusta...".


-Yo también -dijo Maximiliano de una manera siniestra-, te he comprado a ti esta tarde un

regalito... Mira.


Alargó el brazo para sacar de debajo de la mesa algo que ocultó al entrar. Era un objeto envuelto

en papeles, que descubrió lentamente, cuando ella se inclinaba risueña para verlo.


"¿A ver... qué es?... ¡Ay!, un revólver...".


-Sí, para matarte y matarme... -dijo Maxi en un tono que no pudo ser tan lúgubre como él

deseaba, pues el arma empezó a causarle miedo, a causa de que en su vida había tenido en las manos

un chisme de tal clase...


-¡Qué cosas tienes! -dijo ella palideciendo-. Tú no sabes lo que te pescas... Pareces tonto...

Matarme a mí, ¿y por qué?...


Le echó una mirada dulce y penetrante, el mismo mirar con que le había hecho su esclavo. El

pobre chico sintió como si le pusieran un grillete en el alma.


"Vaya que se te ocurren unos disparates, hijo... Soy muy miedosa, y de sólo ver eso me pongo a

temblar. Bonita manera tienes de hacer que yo te quiera, sí señor, bonita manera".


Acercó tímidamente su mano al mango del arma. "Puedes cogerlo, está descargado" dijo Maxi,

que de un salto se había dejado caer del furor a la piedad.


-Eres un niño -declaró ella, cogiendo el arma-, y como niño hay que tratarte. Venga acá ese

chisme: lo guardaré para el caso de que entren ladrones en casa.


Y se lo llevó sin que él hiciese resistencia. Después de guardarlo con llave en un baúl lleno de

cosas viejas, volvió al lado de su marido, que se había quedado absorto, midiendo sin duda con

azorado pensamiento la enorme distancia que en su ser había entre los arranques de la voluntad y la

ineficacia de su desmayada acción.


Aquella noche no ocurrió nada; pero a la tarde siguiente, Pseudo-Narcissus odoripherus, fue a

buscarle a la botica de Samaniego, y le dijo que Fortunata tenía citas con un señor en

una casa del paseo de Santa Engracia, un poquito más arriba de los almacenes de la Villa.




- X -


Tomó Maxi un coche para ir a Chamberí y a su casa. Después de entrar en ella e informarse de

que la señorita no estaba, subió lentamente hacia la iglesia, y al pasar por delante de ella y ver una

cruz de hierro que hay en el atrio, vínole al pensamiento la idea de que debía haberse traído el

revólver. Retrocedió, y a mitad del camino acordose de que su mujer había guardado el arma. ¡Qué

tonto estuvo él en permitírselo! Volvió a tomar la dirección Norte, sintiendo en su alma el suplicio

indecible que producía la conjunción de dos sentimientos tan opuestos como el anhelo de la verdad y

el terror de ella. Al distinguir el motor de noria que se destacaba sobre la casa de las Micaelas, no

pudo reprimir un ahogo de pena que le hizo sollozar. El disco no se movía.


Pasó el joven más allá de los Almacenes de la Villa y examinó las casas de un solo piso alto que

allí existen. Como ignoraba cuál era la que servía de abrigo a los adúlteros, resolvió vigilarlas todas.

La noche se venía encima y Maxi deseaba que viniese más aprisa para dejar de ver el disco, que le

parecía el ojo de un bufón testigo, expresando todo el sarcasmo del mundo. Maldición

sacrílega escapose de sus labios, y renegó de que hubieran venido a estar tan cerca su deshonra y el

santuario donde le habían dorado la infame píldora de su ilusión. En otros términos: él había ido allí en

busca de una hostia, y le habían dado una rueda de molino... y lo peor era que se la había tragado.


Después de mucho pasear vio el faetón de Santa Cruz, guiado por el lacayo, despacio, como para

que no se enfriaran los caballos. Ya no quedaba duda. El coche le esperaba. Violo subir hasta Cuatro

Caminos, donde se detuvo para encender las luces. Después bajó, y al llegar a los Almacenes de la

Villa, otra vez para arriba. Maxi no le perdía de vista. El cochero daba a conocer su aburrimiento e

impaciencia. En una de las vueltas del vehículo, Rubín sorprendió en aquel hombre una mirada dirigida

a una de las casas. "Aquí es... aquí está". Fijose cerca de allí, reduciendo el espacio de su paseo

vigilante. Eran las siete.


Por fin, en un momento en que Maxi iba de Sur a Norte vio, a bastante distancia, a un hombre que

salía de la casa. Era él, Santa Cruz, el mismo, vestido de americana y hongo. Detúvose en la puerta

buscando con la vista su carruaje. Las dos luces brillaban allá arriba. Dirigiose hacia Cuatro

Caminos... Detrás, avivando el paso, el odio personificado en Maximiliano.


La vía estaba solitaria. Pasaba muy poca gente, y hacía bastante frío. El Delfín sintió aquellos

pasos detrás de sí, y una misteriosa aprensión, la conciencia tal vez, le dijo de quién eran. Volviose a

punto que la temblorosa voz del otro decía: "Oiga usted". Parose en firme Santa Cruz, y aunque no le

conocía bien, le tuvo por quien era sin dudar un momento.


"¿Qué se le ofrece a usted?".


-¡Canalla!... ¡indecente! -exclamó Rubín con más fiereza en el tono que en la actitud.


No esperó Santa Cruz a oír más, ni su amor propio le permitía dar explicaciones, y con un

movimiento vigoroso de su brazo derecho rechazó a su antagonista. Más que bofetada fue un

empujón; pero el endeble esqueleto de Rubín no pudo resistirlo; puso un pie en falso al retroceder y

se cayó al suelo, diciendo: "Te voy a matar... y a ella también". Revolcose en la tierra; se le vio un

instante pataleando a gatas, diciendo entre mugidos... "¡ladrón, ratero... verás!...". Santa Cruz estuvo

un rato contemplándole con la calma fría del ofuscado asesino, y cuando vio que al fin conseguía

levantarse, se fue hacia él y le cogió por el pescuezo, apretándole sañudamente cual si quisiera

ahogarle de veras... Reteniéndole contra el suelo, gritaba: "Estúpido... escuerzo... ¿quieres que te

patee...?".


De la oprimida garganta del desdichado joven salía un gemido, estertor de asfixia.

Sus ojos reventones se clavaban en su verdugo con un centelleo eléctrico de ojos de gato rabioso y

moribundo. La única defensa del que estaba debajo era clavar sus uñas, afilándolas con el

pensamiento, en los brazos, en las piernas, en todo lo que alcanzaba del vencedor; y logrando alzarse

un poco con nervioso coraje, trató de hacerle molinete para derribarle. Derribados los dos, lucharían

quizás más proporcionadamente. ¡Pobre razón aplastada por la soberbia! ¿Dónde está la justicia?

¿dónde está la vindicta del débil? En ninguna parte.


El furor del Delfín no fue tanto que se le ocultara el peligro de llegar a un homicidio, abusando de

su superioridad. "Este al fin es un hombre, aunque parece un insecto" pensó. Y con desdén que tenía

algo de lástima, hubo de soltar su presa, que cayó inerte a un lado del camino, en una especie de

hoyo o surco. Al verle como un bulto, Juan sintió algo de miedo. "Si le habré matado sin querer... Y

en todo caso... ha sido en defensa propia". Pero la víctima exhaló un mugido, y revolcándose como

los epilépticos, repitió: "Ladrón... asesino". El Delfín se acercó y poniéndole un pie sobre el pecho,

cuidando de no apretar, dijo: "Si no te callas, cucaracha, te aplasto".


Levantose Rubín de un salto. Era todo uñas y todo dientes; sacaba las armas del débil;

pero con tanta fiereza, que si coge al otro le arranca la piel. Santa Cruz acudió pronto a

la defensa. "Te digo que te pateo... si vuelves...". Le levantó como una pluma y le lanzó violentamente

donde antes había caído. Era un solar o campo mal labrado, más allá de la última casa. La víctima no

daba acuerdo de sí, y aprovechando aquel momento el bárbaro señorito, que vio pasar su coche, lo

detuvo, montose en él de un salto y ¡hala!, partieron los caballos a escape.


Un hombre se había detenido ante los combatientes en el último instante de la reyerta; acercose a

Maxi y le miró con recelo. Creyendo que estaba mortalmente herido, no quería meterse en líos con la

justicia. Cuando le oyó hablar, acercose más. "Buen hombre, ¿qué es eso?... ¡Pobre chico! Si no

parece chico, sino un viejo... ¡Vaya, que pegar así a un pobre anciano!". Luego llegó otro hombre,

que se destacó de un grupo de obreros que subían. Auxiliado por este, Maxi logró levantarse y corrió

un buen trecho por el camino abajo, gritando: "¡Ladrón!... ¡a ese!... ¡al asesino!...". Pero el coche

estaba ya más allá de la iglesia. Formose en torno a la víctima un corro de cuatro, seis, diez personas

de ambos sexos. Mirábales como si fueran amigos que habían de darle la razón reconociendo en él a

la justicia pateada y a la humanidad escarnecida. Parecía un insensato. Su descompuesto

rostro daba miedo, y su ahilada voz excitaba la mayor extrañeza.


Porque el ardor de la lucha había determinado como una relajación de la laringe, en términos que

la voz se le había vuelto enteramente de falsete. Salían de su garganta las palabras como el acento de

un impúber. "¿En dónde se ha metido?... ¿en dónde?... ¿No es verdad, señores, que es un

miserable?... ¿un secuestrador?... Me ha quitado lo mío, me ha robado... Él la arrojó a la basura... yo

la recogí y la limpié... él me la quitó y la... volvió a arrojar... la volvió a arrojar. ¡Trasto infame!... Pero

yo tengo que hacer dos muertes. Iré al patíbulo... no me importa ir al patíbulo, señores... digo que

quiero ir al palo... pero ellos por delante, ellos por delante...".


Los que le rodeaban le tenían lástima. Desconociendo el motivo de la zaragata, cada cual decía lo

que le parecía. "Sobre vino una pendencia". -"No, cuestión de faldas; ¿verdad?". -"¡Quita allá!,

¿pero no ves que es marica?".


Las mujeres le miraban con más interés. "Tiene usted sangre en la frente" le dijo una. Era una

rozadura de que el joven no se había dado cuenta. Llevose la mano a la cabeza y la retiró manchada

de sangre. Notó que el brazo derecho le dolía horriblemente.


"Vamos, vamos -le dijo uno-, véngase usted a la Casa de Socorro".


-Gatera... miserable...


-Vamos; ya eso se acabó... ¿En dónde tiene usted el sombrero?


Maxi no dijo nada ni se cuidó del sombrero. De repente rompió en aullidos, pues no parecían otra

cosa los esfuerzos de su voz para hablar a gritos. Los circunstantes podían oírle difícilmente estos

conceptos: "Partirle el corazón es poco; es menester... machacárselo".


Dos hombres le llevaban calle abajo, cada cual agarrándole de un brazo, y él, mirando con

estupidez a sus conductores, repetía: -¡machacárselo!-. A ratos se paraba, prorrumpiendo en risas de

demente. Ya cerca de la iglesia aparecieron dos individuos de Orden Público, que viendo a Maxi en

aquel estado, le recibieron muy mal. Pensaron que era un pillete, y que los golpes que había recibido

le estaban muy bien merecidos... Le cogieron por el cuello de la americana con esa paternal zarpa de

la justicia callejera. "¿Qué tiene usted?" le preguntó uno de ellos, mal humorado. Maxi contestó con

la misma risa insana y delirante; viendo lo cual el polizonte, apretó la zarpa, como expresión de los

rigores que la justicia humana debe emplear con los criminales.


"¿Y el agresor?".


-¡Machacárselo!...


Llegó a la Casa de Socorro, ya con una procesión de gente tras sí. El médico de guardia

conocía a Maxi, y después de curarle la contusión de la cabeza, que no tenía importancia, le

mandó a su casa al cuidado de los guardias de Orden Público.




- XI -


Cuando entró el malaventurado chico en su casa, Fortunata no había aparecido aún. Lo mismo fue

verle Patricia en aquel lastimoso estado, que correr a dar aviso a doña Lupe, la cual no tardó en

presentarse alborotada y afligida. Lo primero que hizo, conforme a su gran carácter, fue

sobreponerse a los sucesos, no amilanarse por la vista de la sangre y dictar atinadas órdenes

preliminares, como acostar a Maximiliano, traer provisión de árnica, reconocerle bien las contusiones

que tenía y llamar un médico.


"¿Pero y Fortunata?".


-Salió a hacer unas compras -dijo Patricia.


-¡Es particular! Las ocho y media de la noche.


En vano intentó doña Lupe saber lo que había ocurrido de los propios labios del joven. Este no

decía más que "¡machacárselo!" con aquella voz de falsete, que era otra novedad para su tía.

Acostáronle con no poco trabajo, y le llenaron de bizmas. El médico de la Casa de Socorro vino y

ordenó el reposo. Temía que hubiese algo de conmoción cerebral; pero probablemente

concluiría todo con una fuerte jaqueca. También propinó el bromuro potásico a fuertes dosis, y a la

primera toma se adormeció el herido, pronunciando palabras sueltas, de las cuales nada pudo sacar

en claro la señora de Jáuregui. ¡Y a todas estas la otra sin parecer!


Por fin, a eso de las nueve y media, cuando el médico se fue, sintió doña Lupe un rebullicio, luego

cuchicheos en el pasillo. Fortunata habla entrado, y hablaba muy bajito con Patria. La mente de la

viuda, en la cual hasta entonces todo era confusión y vaguedades, empezó a dar de sí los juicios más

extraños, ideas de atrevido alcance y de un pesimismo aterrador. Salió paso a paso a la sala, deseosa

de sorprender aquel secreteo. Fortunata entró, pálida como un cirio y con ojos aterrados; mas doña

Lupe no le dijo nada. La vio que avanzaba hacia el gabinete, que daba algunos pasos hacia la alcoba

deteniéndose en la puerta, y que desde allí alargaba el cuerpo para mirar a su marido. ¿Por qué no

entró? ¿Qué temor la detenía? La alcoba estaba casi a oscuras, pues apenas llegaba a ella la claridad

de la lámpara encendida en la sala. Doña Lupe llevó al gabinete la luz. Quería observar lo que hacía

su sobrina, y por de pronto le llamó la atención su actitud extraña, no muy conforme con los

sentimientos naturales en una esposa en situación tan aflictiva. Una vez que le miró bien

de lejos, Fortunata, sin hacer maldito caso de persona tan respetable como su tía política, volvió a la

sala, que ya estaba medio a oscuras, y se sentó en una silla. Todavía no se había quitado el manto, y

parecía que iba a volver a la calle. Apoyada la mejilla en la mano, permaneció inmóvil como un cuarto

de hora. El silencio que en las tres piezas reinaba sólo se interrumpía con tal cual palabra estropajosa

pronunciada por Maxi, y con el paso gatuno de la sirviente que atravesaba la sala para ir a recibir

órdenes de la única persona que aquella noche mandara en la casa. Si el estado del enfermo

permitiera alzar la voz, ¡ay!, doña Lupe haría retemblar la casa con el estruendo de su palabra

autoritaria y fiscalizadora; pero no podía ser. ¡Qué cosas había de oír su sobrina! Resolvió, pues, la

tía dejar la discusión para el día siguiente; mas tanto la apremiaron la curiosidad y el enojo, que no

pudo menos de personarse, pasito a paso, en la sala, y decir a Fortunata, con voz oprimida:

"Explícame esto".


-¿Esto?... -murmuró la prójima, alzando la cara, como quien despierta.


-Esto, sí... Maximiliano maltratado... tú entrando en casa tan tarde y con esos modos de traidora

de melodrama.


Fortunata, después de mirar de hito en hito a doña Lupe por espacio como de un

minuto, volvió a apoyar la mejilla en el puño sin decir una palabra.


"Pues me he enterado... Me gusta...".


Y fue a la alcoba, porque se oyó la voz de Maxi llamando. Poco después se le sintió vomitar.

Fortunata prestó atención a lo que allí pasaba; pero sin abandonar su postura de esfinge.


Cuando la viuda volvió a la sala, ya eran más de las diez.


"¡Las diez dadas! -dijo con aquella voz tan severa que habría hecho estremecer a una piedra-. Y

no te has quitado el manto. ¿Es que piensas volver... de compras? El pobre Maxi, al despertar hace

un rato, me preguntó si habías venido, y le dije que no. Me dio vergüenza de decirle que sí, porque

habría sido preciso añadir que sólo con la manera de entrar te declaras culpable... Él dijo: 'Más vale

que no venga...'. ¿Y tú no conoces que así no se puede seguir?... ¿que es preciso que me expliques

esto? Habla, hija, habla o yo veré lo que tengo que hacer".


Fortunata, después de mirarla con una emoción que doña Lupe no podría definir, volvió a apoyar

la cara en la mejilla, y dando un gran suspiro, se acorazó dentro de aquel silencio lúgubre, que

desesperaría a la misma paciencia.


"¡Esto es para volverse loca!... -expresó doña Lupe con un gesto iracundo-. ¿Creerás

tú, creerá usted que conmigo valen marrullerías? Sepa usted que...".


La ira se le desbordaba, y para contenerla volvió a la alcoba. Su mente acalorada revolvía estas

ideas: "Salió lo que yo me temía... Si lo dije, si esta mujer nos había de dar al fin un disgusto... ¡Ay,

qué ojo tengo! A mí no me entraba, no me entraba; y siempre lo dije: 'ni con Micaelas ni sin Micaelas,

podremos hacer de una mujer mala una esposa decente'. Ahí está, ahí está, ahí la tienen. Vean si

acerté; vean si eran preocupaciones mías...".


Lo que más ensoberbecía a doña Lupe era el chasco que se había llevado, pues aunque dijera

otra cosa, ello es que había creído a Fortunata radicalmente reformada. No pudo contener su

arranque, y volvió a la sala. "Pero se explica usted, ¿sí o no?...".


Reparó entonces que hablaba con una sombra. Fortunata no estaba allí. Salió doña Lupe al

pasillo, y vio luz en un cuartito interior, donde la mujer de Maxi guardaba su ropa. Empujó la puerta.

Allí estaba, ya sin mantilla, sacando ropa del armario y metiéndola en un mundo.


"¿Pero querrá usted al fin sacarme de dudas? -dijo sin recatarse ya de alzar la voz-. Esto es

vergonzoso. Si usted se obstina en callarse, creeré que la causante de toda esta tragedia es usted y

nada más que usted".


Fortunata se volvió hacia ella. Su palidez era como la de un muerto.


"Vamos a ver -añadió la de Jáuregui manoteando-. Si mi sobrino me vuelve a preguntar si ha

entrado usted, ¿qué le digo?".


-Dígale usted -replicó la esposa en voz más baja y expresándose con mucha dificultad-; dígale

usted que no he venido, porque me marcharé en cuanto sea de día.


-Yo no entiendo una palabra... ¡qué ha pasado, Santo Dios!... ¿Quién maltrató a Maxi?


Fortunata dio un gran suspiro.


"¡Qué farsa! Voy a dar parte a la justicia. Veremos si al juez le contesta de esa manera. Que

usted es culpable, bien a la vista está. Si no, ¿por qué se marcha usted?".


-Porque me debo ir -replicó la otra mirando al suelo.


No dijo más. Fuera de sí, doña Lupe le echó la zarpa a un brazo y sacudiéndola fuertemente, le

soltó esta imprecación:


"¡Ah!, maldita... bien claro se ve que es usted una bribona... una bribona en toda la extensión de

la palabra... que lo ha sido siempre y lo será mientras viva... A todos engañó usted menos a mí... a mí

no... Yo la vi venir".


Abrumada por su conciencia, Fortunata no pudo contestar nada. Si doña Lupe se hubiera

abalanzado a ella para pegarle, se habría dejado castigar.


"Hace usted bien en largarse -añadió la otra ya en la puerta-. No seré yo quien la detenga...

Viento fresco. ¡Qué casa esta y qué matrimonio! Nada me coge de nuevo... porque, lo repito, a

todos engañó usted menos a mí".


Y era mentira, porque la primera engañada fue ella. ¡Valiente fiasco habían tenido sus facultades

educatrices! La idea de este fracaso encendía su furor más que el delito mismo que en su sobrina

sospechaba.


Volviendo a la sala, apoderose de la señora de Jáuregui el frenesí de las disposiciones. La primera

fue que se quedaría allí aquella noche. Después mandó a Patricia a su casa con un recado, llamando a

Nicolás, que aquel día había llegado de Toledo. "Que venga mi sobrino inmediatamente, y si está

durmiendo, encargue usted a Papitos que le despierte".


Fortunata seguía en el cuarto de la ropa; mas adelantaba muy poco en el arreglo de su equipaje,

porque a lo mejor se quedaba inmóvil, sentada sobre un baúl, mirando al suelo o a la vela, que ardía

con pábilo muy larguilucho () y negro, chorreando goterones de grasa. Desde que empezó a faltar,

no había sentido remordimientos como los de aquella noche. El espectro de su maldad no había

hecho antes más que presentarse como en broma, y érale a ella muy fácil espantarlo; pero ya no

acontecía lo mismo. El espectro venía y se sentaba con ella y con ella se levantaba;

cuando se ponía a guardar ropa, la ayudaba; al suspirar, suspiraba; los ojos de ella eran los de él, y,

en fin, la persona de ambos parecía una misma persona. Y la atormentaban, juntamente con los

revuelcos de su conciencia, ansias de amor, deseos vivísimos de normalizar su vida dentro de la

pasión que la dominaba. Acordose de que su amante le había ofrecido ponerle casa, y establecer

entre ambos una familiaridad regular dentro de la irregularidad. ¿Pero esto podría ser? Las ansias

amorosas se cruzaban en su espíritu con temores vagos, y al fin venía a considerarse la persona más

desgraciada del mundo, no por culpa suya, sino por disposición superior, por aquella mecánica

espiritual que la empujaba de un modo irresistible. No pensó en dormir aquella noche, y anhelaba que

viniese el día para marcharse, porque el sentir la voz doliente de su marido producíale atroz martirio.

Habría dado diez años de su vida porque lo que pasó no hubiera pasado. Pero ya que no lo podía

remediar, ¡ojalá que las heridas de Maxi fuesen de poca importancia! Después de esto, su más vivo

deseo era coger la puerta y huir para siempre de la casa aquella. Antes morir que continuar la farsa de

un matrimonio imposible.


De estas meditaciones la sacó doña Lupe, que después de media noche volvió a entrar

en el cuarto. Envolvíase toda en una manta, lo que le daba cierto aspecto temeroso y

lúgubre como de alma del otro mundo.


"Al pobre Maxi -dijo-, le da ahora por llorar... No cesa de preguntarme si ha venido usted...

Francamente, no sé qué responderle".


-Dígale usted que me he muerto -replicó Fortunata.


-Y positivamente sería lo mejor... ¿Ha arreglado usted ya sus baúles?


-Me falta poco... Mire, mire... no me llevo nada que no sea mío.


-¿Y sus alhajas? -preguntó la viuda que custodiaba en su casa las de más valor.


-¿Mis alhajas? -observó la otra vacilando primero y asegurándose al fin-. No son mías. Son de él,

de Maxi, que las desempeñó. Se las dejo todas.


-¿De modo que no se lleva usted más que su ropa?


-Nada más. Hasta el portamonedas, con el último dinero que me dio, lo dejo aquí sobre la

cómoda. Véalo usted.


Cogió la prudente señora el portamonedas que estaba aún bien repleto y se lo guardó.




- XII -


Hay motivos para creer que cuando Papitos entró a media noche en el cuarto de Nicolás

Rubín y le dijo sacudiéndole fuertemente: "Señor, señor, su tía que vaya allá ahora mismo", el

santo varón soltó un bramido y dio media vuelta volviendo a caer en profundo sueño. Es probable

que a la segunda acometida de Papitos, el clérigo se desperezara, y que ahuyentase a la mona con

otro fuerte berrido, agasajando en su empañado cerebro la idea de que su tía debía esperar hasta la

mañana siguiente. Y el fundamento de estas apreciaciones es que Nicolás no se presentó en la casa

de su hermano Maxi hasta las siete dadas. Tanta pachorra sacaba de quicio a doña Lupe, que

poniendo el grito en el Cielo, decía: "Estoy destinada a ser la víctima de estos tres idiotas... Cada uno

por su lado me consumen la vida, y entre los tres juntos van a acabar conmigo... ¡Qué familia, Señor,

qué familia! Si me viera mi Jáuregui, otro gallo me cantara. ¡Pero hombre de Dios, vaya que tienes

una calma! No sé cómo con ella y lo que comes no estás más gordo... Te llamo a las once de la

noche y esta es la hora en que te descuelgas por aquí... ¿Tú sabes lo que pasa?".


Esto lo decía en la sala, al ver entrar a Nicolás, cuyos ojos tenían aún señales evidentes de lo bien

que había dormido. Al sentir el coloquio, salió la pecadora de su escondite, y acercándose a la puerta

de la sala trató de escuchar. Pero tía y sobrino siguieron hablando muy bajito, y nada pudo percibir.

Después el clérigo, a instancias de su tía, salió al pasillo, y Fortunata metiose

rápidamente en su escondite para esperarle allí.


El cuarto aquel estaba casi completamente a oscuras en las primeras horas del día. Los que

entraban no veían a quien dentro estuviera. La vela, que ardió gran parte de la noche, se había

consumido. Desde dentro, vio Fortunata al cura, sombra negra en el cuadro luminoso de la puerta, y

esperó a que entrase o a que dijese algo. Como el que recela penetrar en la madriguera de una bestia

feroz, Nicolás permaneció en la puerta, y desde ella lanzó en medio de la oscuridad estas palabras:

"Mujer, ¿está usted aquí?... No veo nada".


-Aquí estoy, sí señor -murmuró ella.


-Mi tía -añadió el clérigo-, me ha contado los horrores de esta noche... Mi hermano maltratado,

herido; usted entrando en casa a deshora, y entrando para recoger su ropa y marcharse, rompiendo

la armonía conyugal y dejándonos a todos en la mayor confusión. ¿Me querrá usted explicar a mí este

turris-burris?


-Sí señor -replicó la voz con miedo y turbación indecibles.


-¿Y si ha tenido usted parte en esta infamia?


-Yo... en lo de los golpes no he tenido parte -apuntó con rápida frase la voz.


-Vamos a cuentas -dijo el clérigo avanzando un poco, precedido de sus manos que

palpaban en las tinieblas-. Hace algunos días... lo he sabido ayer por casualidad... mi

hermano sospechaba que usted no le era fiel; esta es la cosa. ¿Tenía fundamento esta sospecha?


La voz no dijo nada, y hubo un ratito de temerosa expectativa.


"¿Pero no contesta usted? -interrogó Nicolás con acento airado-. ¿Por quién me toma? Hágase

usted cargo de que está en el confesonario. No hago la pregunta como persona de la familia ni como

juez, sino como sacerdote. ¿Tenía fundamento la sospecha?".


Después de otro ratito, que al cura se le hizo más largo que el primero, la voz respondió

tenuemente:


"Sí señor".


-Ya veo -afirmó Rubín con ira-, que nos ha engañado usted a todos, a mí el primero, a las señoras

Micaelas, a mi amigo Pintado y a toda mi familia después. Es usted indigna de ser nuestra hermana.

Vea usted qué bonito papel hemos hecho. ¡Y yo que respondí...! En mi vida me ha pasado otra. La

tuve a usted por extraviada, no por corrompida, y ahora veo que es usted lo que se llama un

monstruo.


Dio entonces un paso más, cerrando un poco la puerta, y tentó la pared por si hallaba silla o

banco en qué sentarse.


"Hablando en plata, usted no quiere a mi hermano... Ábrete, conciencia".


-No señor -dijo la voz prontamente y sin hacer ningún esfuerzo.


-No le ha querido nunca... esta es la cosa.


-No señor.


-Pero usted me dijo que esperaba tomarle cariño conforme le fuera tratando.


-Sí lo dije.


-Pero no ha resultado... No ha resultado. ¡Chasco como este...! Se dan casos... De modo que

nada.


-Nada.


-¡Perfectamente! Pero usted olvida que es casada y que Dios le manda querer a su marido, y si no

le quiere, serle fiel de cuerpo y de pensamiento. ¡Bonita plancha, sí señor, bonita!... En mi vida me ha

pasado otra. Y usted, pisoteando el honor y la ley de Dios, se ha prendado de cualquier pelagatos...

ya se ve: su pasado licencioso le envenena el alma, y la purificación fue una pamema. ¡No haber visto

esto, Señor, no haberlo visto!


Estaba tan furioso el cura por lo mal que le había salido aquella compostura, y su amor propio de

arreglador padecía tanto, que no pudo menos de desahogar su despecho con estas coléricas razones:

"Pues sépase usted que está condenada, y no le dé vueltas: condenada".


No se sabe si este procedimiento del terror hizo su efecto, porque Fortunata no contestó nada. La

expresión de sus sentimientos acerca del tremendo anatema perdiose en la oscuridad de

aquella caverna.


"Al menos, desdichada, confiese usted su delito -dijo Rubín, que deslizándose en las tinieblas

había encontrado un cajón en que sentarse-. No me oculte usted nada. ¿Cuántas veces, cuántas

veces ha faltado usted a su marido?".


La contestación tardaba. Nicolás repitió la pregunta hasta tres veces suavizando el tono, y al fin

oyó un susurro que decía: "Muchas".


Cuenta el padre Rubín que aquel muchas le dio escalofríos, y que le pareció el rumorcillo que

hacen las correderas cuando en tropel se escurren por las paredes.


-¿Con cuántos hombres?


-Con uno solo...


-¡Con uno sólo!... ¿De veras? ¿Le conoció usted después de casada?


-No señor. Le conozco hace mucho tiempo... le he querido siempre.


-¡Ah! ya... la historia vieja... perfectamente -dijo el cura, cuyo amor propio se erguía al encontrar

un medio de aparecer previsor-. Eso ya me lo temía yo. ¡El amorcito primero...! ¿No lo dije, no se lo

dije a usted? Por ahí está el peligro. He visto muchos casos. Bueno. ¿Y ese pelafustán es el de

marras?


Fortunata contestó que sí, sin comprender lo que quería decir de marras.


"Y ese ha sido el miserable que abusando de su fuerza maltrató al pobre Maxi, débil

y enfermizo... ¡Ay, mundo amargo!".


-Él fue... pero Maxi le provocó... -dijo la voz-. Esas cosas vienen sin saber cómo... Yo lo

presencié desde la ventana.


-¿Desde qué ventana?


-De la casa aquella.


-¿Casita tenemos?... Sí... sí, lo de siempre. Lo había previsto yo. No crea usted que me coge de

nuevo. ¡Casita y todo!... ¡Cuánta infamia! ¿Y no siente usted remordimientos? Cualquier persona que

tuviera alma estaría en tal caso llena de tribulación... pero usted tan fresca.


-Yo lo siento... lo siento... Quisiera que eso no hubiera pasado.


-Eso, que no hubiera pasado el lance, para continuar pecando a la calladita. Y siga el fandango.

También esta clase de perversidad me la sé de memoria.


Fortunata se calló. Fuera que los ojos del clérigo se acostumbraran a la oscuridad, fuera que

entrase en el cuarto más luz, ello es que Nicolás empezó a distinguir a su hermana política, sentada

sobre el baúl, con un pañuelo en la mano. A ratos se lo llevaba al rostro como para secar sus

lágrimas. Cierto es que Fortunata lloraba; pero algunas veces la causa de la aproximación del pañuelo

a la cara era la necesidad en que la joven se veía de resguardar su olfato del olor

desagradable que las ropas negras y muy usadas del clérigo despedían.


"Esas lágrimas que usted derrama, ¿son de arrepentimiento sincero? ¡A saber...! Si usted se nos

arrepintiera de verdad, pero de verdad, con contrición ardiente, todavía esto podría arreglarse. Pero

sería preciso que se nos sometiera a pruebas rudas y concluyentes... esta es la cosa. ¿Volvería usted

a las Micaelas?".


-¡Oh!, no señor -replicó la pecadora con prontitud.


-Pues entonces, que se la lleve a usted el demonio -gritó el clérigo con gesto de menosprecio.


-Le diré a usted... yo me arrepiento; pero...


-Qué peros ni qué manzanas... -manifestó Rubín, manoteando con groseros modales-. Reniegue

usted de su infame adulterio; reniegue también del hombre malo que la tiene endemoniada.


-Eso...


-¿Eso qué?... ¡Vaya con la muy...! Y me lo dice así, con ese cinismo.


Fortunata no sabía lo que quiere decir cinismo, y se calló.


"Todo induce a creer que usted se prepara a reincidir, y que no hay quien le quite de la cabeza

esa maldita ilusión".


El gran suspiro que dio la otra confirmó esta suposición mejor que las palabras.


"De modo que, aun viéndose perdida y deshonrada por ese miserable, todavía le quiere usted.

Buen provecho le haga".


-No lo puedo remediar. Ello está entre mí y no puedo vencerlo.


-Ya... la historia de siempre. Si me la sé de memoria... Que quieren sólo a aquel y no pueden

desterrarlo del pensamiento, y que patatín y que patatán... En fin, todo ello no es más que falta de

conciencia, podredumbre del corazón, subterfugios del pecado. ¡Ay, qué mujeres! Saben que es

preciso vencer y desarraigar las pasiones; pues no señor, siempre aferradas a la ilusioncita... Tijeretas

han de ser... En resumidas cuentas, que usted no quiere salvarse. La pusimos en el camino de la

regeneración, y le ha faltado tiempo para echarse por los senderos de la cabra. ¡Al monte, hija, al

monte! Bueno; allá se entenderá usted con Dios. Ya me estoy riendo del chasco que se va usted a

llevar. Porque ahora, como si lo viera, se lanzará otra vez a la vida libre. Divertirse... ¡ea!... Por de

pronto habrá un arreglito, y ese tunante le dará alguna protección; tendrá usted casa en que vivir... Y

ahora que me acuerdo, ¿ese hombre es casado?


-Sí señor -dijo Fortunata con pena.


-¡Ave María Purísima! -exclamó el cura llevándose ambas manos a la cabeza-. ¡Qué horror y qué

sociedad! Otra víctima; la esposa de ese señor... Y usted tan fresca, sembrando muertes

y exterminios por donde quiera que va...


Esta frase de sermón aterró un poco a Fortunata.


"Tendrá usted su castigo y pronto. La historia de siempre... ¡Qué mujeres, Señor, qué mujeres!

Váyase usted a correr aventuras, deshonre a su marido, perturbe dos matrimonios; ya vendrá, ya

vendrá el estallido. No le arriendo la ganancia. El amancebamiento ahora, después la prostitución, el

abismo. Sí, ahí lo tiene usted, mírelo abierto ya, con su boca negra, más fea que la boca de un

dragón. Y no hay remedio, a él va usted de cabeza... porque ese hombre la abandonará a usted...

Son habas contadas".


Fortunata tenía la cabeza próxima a las rodillas. Estaba hecha un ovillo, y sus sollozos declaraban

la agitación de su alma.


"¡Ah, mujer infeliz! -añadió el clérigo con solemnidad, levantándose-; no sólo es usted una

bribona, sino una idiota. Todas las enamoradas lo son porque se les seca el entendimiento. Las saca

uno del purgatorio del deleite y allá se van otra vez. Tú te lo quieres, pues tú te lo ten. En el Infierno le

ajustarán a usted las cuentas. Váyase usted luego allá con sofismas y con zalamerías de amor... Esto

se acabó. Ni yo tengo que hacer nada con usted, ni usted tiene nada que hacer en esta

casa. Cuenta concluida. Al arroyo, hija; divertirse; usted sale de aquí, y cuando se vaya,

sahumaremos (), sí, sahumaremos... Perfec... tamente".


Esto lo dijo en la puerta y luego se retiró sin añadir una palabra más. Doña Lupe le aguardaba en

la sala para saber si había sido más afortunado que ella en la averiguación de la verdad, y allí se

estuvieron picoteando un buen rato. Después oyeron ruido, sintieron la voz de Fortunata que hablaba

quedito con Patricia, diciéndole quizás cómo y cuándo mandaría a buscar su ropa. Tía y sobrino

asomáronse luego a los cristales del balcón y la vieron atravesar la calle presurosa, y doblar la esquina

sin dirigir una mirada a la casa que abandonaba para siempre.


Nicolás repetía una figura de que estaba satisfecho: "Sahumar (), sahumar y sahumar". Y a

propósito de espliego, a él, físicamente, tampoco le vendría mal... esto sin ofender a nadie.



FIN DE LA PARTE SEGUNDA


Madrid.-Mayo de 1886.